“Vendí todas mis joyas y dejé mi trabajo para cuidar a mi suegra durante 9 años… Al leer su testamento, no recibiría nada… hasta que descubrí su cuenta de ahorros en el banco y quedé completamente sorprendida”
Mi suegra estuvo hospitalizada en una unidad de cuidados especiales durante nueve años. Mi cuñado y su esposa se negaron a contribuir económicamente, diciendo que “era demasiado costoso”. Yo, la nuera menor, no tuve más opción que vender todas mis joyas de la dote y el anillo de bodas para costear los cuidados de mi suegra, con la esperanza de que pudiera prolongar su vida aunque fuera un día más.
Todo mi esfuerzo parecía en vano. Su salud empeoraba día a día, hasta que, un día, mientras estaba lúcida, llamó a todos sus hijos y nietos para repartir sus bienes. Mi cuñado mayor recibió la casa familiar, mientras que mi esposo y yo apenas obtuvimos una libreta de ahorros con 35,000 pesos. Pensar en nueve años de trabajo perdido, sacrificando todo para cuidar de ella, y recibir solo eso, me rompía el corazón, pero acepté por la paz de mi suegra.
Al terminar el funeral, fui al banco para retirar el dinero. Me recibieron como una cliente VIP y, al ver la cantidad real en mi mano, mi esposo y yo nos miramos incrédulos, revisando varias veces el recibo para asegurarnos de no estar equivocados…
Cuando mi suegra cayó enferma, yo todavía trabajaba como oficinista. Mi trabajo no era brillante, pero estable; mi sueldo alcanzaba para vivir. Mi esposo, maestro de secundaria, era un hombre tranquilo y amoroso. La vida parecía tranquila, hasta que los médicos descubrieron un tumor cerebral en mi suegra. La cirugía era muy riesgosa y, si no se trataba continuamente, solo le quedaban meses de vida.
Nunca había cuidado a alguien enfermo por tanto tiempo, pero ver a mi suegra encogida en la cama, buscando familiaridad en mi rostro —su nuera callada pero siempre presente— me rompía el alma.
Mi cuñado mayor y su esposa aparecieron solo una vez en el hospital. Después, no respondieron llamadas ni mensajes, negándose a aportar un solo peso. Su excusa: “Tenemos que pensar en los estudios de los hijos. Que le pase lo que tenga que pasar, es natural”.

Vendí mi anillo de bodas de oro de 18 quilates, el último recuerdo de mi madre, luego el collar y los aretes que usé el día de mi boda. Todo lo que era mi dote desapareció poco a poco. Dejé mi trabajo para cuidar de mi suegra, porque no había dinero para contratar ayuda. Mi esposo me daba todo su salario, quedándose solo con unos pocos pesos para gasolina.
Así pasaron nueve años.
Mi suegra ya no podía hablar, solo abría los ojos de vez en cuando, como para mostrar que todavía estaba viva. Me acostumbré al olor a desinfectante, al pitido constante del monitor de signos vitales y a comer con lágrimas en los ojos.
En el noveno año, una mañana fría de invierno, mi suegra recobró la lucidez. Llamó a todos sus hijos y nietos al hospital. Mi cuñado mayor apareció con ropa elegante y perfume caro. Yo ayudé a mi suegra a sentarse y le di cucharadas de caldo, como hacía siempre. Cuando todos estuvieron presentes, ella sacó de su bolso un papel: su testamento, escrito años atrás y debidamente notariado.
No le presté mucha atención, pensando que no quedaba mucho: la casa antigua y una libreta de ahorros pequeña. El testamento decía que mi cuñado mayor recibiría la casa, y que nosotros solo obtendríamos la libreta de ahorros con 35,000 pesos, “para que los hijos menores se ocuparan de los últimos días”.
El silencio llenó la sala. Bajé la cabeza, conteniendo las lágrimas. Nueve años de sacrificio, sin trabajo ni ingresos, vendiendo todo, y esto era todo lo que recibíamos. Pero no lo reproché. Quizá mi suegra quería mantener la paz familiar. Tomé su mano y susurré: “Entiendo, mamá, descansa tranquila”.
Una semana después, ella falleció.
El funeral fue sencillo pero digno. Yo me encargué del ataúd, las flores y la ceremonia. Mi cuñado solo vino a leer el elogio, tomar unas fotos y se fue. Al bajarla a la tumba, me dijo: “Guarden ustedes la libreta de ahorros, no la vamos a tocar”.
Sonreí débilmente: “No importa, eso es lo de menos”.
Tres días después del funeral, vestida con ropa sencilla, llevé la libreta de ahorros al banco —la misma donde mi suegra había abierto la cuenta— con la intención de retirar el dinero para el homenaje de 40 días, cerrando así un capítulo doloroso.
La recepcionista me condujo a un salón privado. Me sorprendí: “Solo quería retirar el dinero…”
La mujer sonrió suavemente, con respeto:
“Sí, usted es la heredera de Doña Juana López, ¿verdad? Por favor, pase al salón privado. Esta cuenta es especial.”
Asentí levemente, con el corazón latiendo con fuerza. Nunca me habían recibido con tanta consideración en un banco. Un hombre con placa de “Gerente de Sucursal” entró, saludó con una leve inclinación y abrió su computadora…
Cuando anunció el saldo real, mis manos temblaron. La libreta de 35,000 pesos se había multiplicado varias veces gracias a intereses acumulados y regalos discretos que mi suegra había ido guardando durante años. Todo el esfuerzo, la dedicación y el sacrificio se reflejaban ahora en esa cantidad, suficiente para asegurar el bienestar de nuestra familia y honrar la memoria de mi suegra.
Lloré en silencio, sabiendo que, aunque la vida había sido injusta, el amor y la perseverancia siempre encuentran su recompensa.