Tengo mucha hambre. Llevo días sin comer. Señor, me da las obras de la comida, pero por favor no me pegue después. La niña extendió una mano temblorosa mientras con la otra acariciaba las cicatrices de sus brazos. El patrón siempre me pega cuando le pido las obras de su comida. La sangre de Pancho Villa se heló al instante. Aquella criatura hablaba de golpes como otros hablan del clima. Qué patrón, muchacha. Villa dejó su plato a un lado. Su voz más grave de lo normal.

El de la hacienda grande, señor. Sus ojos enormes se llenaron de lágrimas. Usted también me va a pegar si como algo, compadre. No sé qué harías si una niña te dijera todo lo que acabas de oír, pero ahora te vas a enterar de todo lo que Pancho Villa hizo. El desierto de Chihuahua ardía bajo un sol que derretía hasta las piedras.

Villa y sus dorados habían acampado en las afueras de Santo Domingo después de tres días cabalgando sin parar, huyendo de una columna de federales que los perseguía desde Torreón. El pueblo era apenas un puñado de casas de adobe dispersas alrededor de una iglesia medio derruida, pero tenía agua y sombra y eso bastaba para descansar. Los caballos bebían en el arroyo seco que milagrosamente conservaba un hilo de agua lodosa, mientras los hombres se repartían las tortillas duras y los frijoles aguados que habían conseguido cambiar por municiones en el último pueblo.

Villa estaba sentado sobre una manta extendida en la tierra, masticando pensativo un pedazo de carne seca cuando apareció la niña. No la vio llegar. Simplemente se materializó junto al fuego, como si el desierto mismo la hubiera parido. 9 años, tal vez 10, flaca como un mezquite seco, descalza, con un vestido que alguna vez había sido blanco, pero ahora tenía el color del polvo y la sangre. Lo que más impresionó a Villa no fue la pobreza evidente de la criatura, sino la manera en que movía los ojos, siempre alerta, como un animal que ha aprendido a sobrevivir esquivando patadas.

“¿Cómo te llamas, muchacha?”, preguntó Villa, empujando su plato hacia ella. La niña lo miró con desconfianza, como si fuera una trampa. Laurinda, señor, ¿y de dónde vienes, Laurinda? De la hacienda San Cayet Tano. Trabajo allí. Su voz era apenas un susurro, pero cada palabra tenía el peso de una confesión. Villa notó cómo se tocaba constantemente los brazos, pasando los dedos por marcas que sobresalían bajo la tela raída del vestido. No eran cicatrices normales, las que deja el trabajo duro o los accidentes.

Estas tenían un patrón, una repetición que hablaba de algo deliberado, sistemático. ¿Qué edad tienes, Laurinda? nueve, Señor. Voy a cumplir 10 si no me muero antes. La naturalidad con que mencionó su posible muerte hizo que Rodolfo Fierro, que estaba limpiando su rifle cerca del fuego, alzara la vista. Fierro había visto mucho en su vida. Había matado más hombres de los que podía contar. Pero algo en la voz de esa niña le removió algo que creía enterrado desde hacía años.

¿Por qué dices eso de morirte?, preguntó Vila. aunque algo le decía que no quería escuchar la respuesta. Porque don Dalton dice que los niños flojos no sirven para nada y yo me he puesto muy floja últimamente. Se tocó las costillas que se marcaban a través de la tela como los barrotes de una jaula. Ayer no pude cargar el costal de maíz hasta el granero y me cayó encima. Don Da Dilton dijo que mañana me va a enseñar lo que les pasa a los niños que no sirven.

Villa sintió como algo se encendía en su pecho, una llama que reconocía bien. Era la misma que había sentido en Río Grande cuando vio a los soldados federales quemar vivos a tres campesinos por no delatar su paradero. La misma que lo había impulsado a perseguir durante dos días a los rurales que habían violado a una mujer frente a sus hijos en San Luis Potosí. Pero esto era diferente. Esto era una niña y había algo en su manera de hablar, tan resignada, tan acostumbrada al horror, que le partía el alma de una forma que no había experimentado antes.

¿Qué te va a hacer, don Dalton mañana? La pregunta salió más dura de lo que pretendía. Laurinda se encogió como esperando un golpe. Me va a poner en el palo, señor, como siempre. El palo. Villa no entendía. Sí. El palo donde nos amarran para pegarnos. En el patio de la hacienda todos los niños conocemos el palo. Sus ojos se perdieron por un momento recordando. La última vez que me pusieron ahí fue porque se me cayó un huevo al suelo.

Don Dalton dice que hay que enseñarnos desde chicos a no desperdiciar las cosas de los patrones. Fierro se había acercado sin hacer ruido, con esa manera suya de moverse como un gato montés. Sus ojos, normalmente fríos como el acero de su pistola, ahora tenían un brillo peligroso. “¿Cuántos niños trabajan en esa hacienda?”, preguntó con voz controlada. “¿Como 20, señor? Algunos son hijos de los peones. Otros, como yo, no tenemos familia. Nos recogen del pueblo cuando nuestros padres se mueren o se van.” Laurinda habló como si estuviera describiendo el clima sin emoción aparente, pero Villa notó cómo le temblaban las manos.

Don Don dice que es mejor enseñarnos a trabajar de chicos antes de que nos acostumbremos a la vagancia. Villa se puso de pie lentamente. Era un hombre alto, ancho de espaldas, con manos que podían partir un hombre por la mitad o acariciar a un caballo con la delicadeza de una madre. En ese momento, esas manos se cerraron en puños que podrían haber molido piedras. Había algo en la historia de Laurinda que le resonaba en un lugar muy profundo de su memoria, en los rincones donde guardaba los recuerdos de su propia infancia en la hacienda de los López Negrete.

Recordaba el miedo constante, la sensación de caminar sobre vidrios rotos, de saber que cualquier error, por pequeño que fuera, se pagaría con dolor. Laurinda, ¿donde Delton les pega seguido a los niños?”, preguntó, aunque ya conocía la respuesta. Casi todos los días, señor. Dice que es para educarnos. Los papás de los otros niños no pueden decir nada porque les deben dinero a Don Dalton. Y los que no tienen papás como yo, se encogió de hombros un gesto que contenía años de abandono.

“Pues no tenemos quien hable por nosotros.” Su voz se quebró un poco. A veces pienso que sería mejor estar muerta como mi mamá. Al menos ella ya no siente dolor. El silencio que siguió fue pesado como una lápida. Los otros dorados que estaban cerca habían dejado de hacer lo que estaban haciendo y se habían acercado. Atraídos por algo en la conversación que no podían ignorar. Eran hombres duros, curtidos por años de guerra y violencia, pero todos tenían hermanas, hijas, sobrinas.

Todos sabían lo que era el miedo de los inocentes. Villa sintió sus ojos sobre él esperando. Sabían que cuando Villa ponía esa cara, esa expresión que conocían bien, significaba que alguien iba a pagar muy caro por algo. ¿Dónde queda exactamente esa hacienda?, preguntó Vila, su voz tan baja que parecía un gruñido. A media hora cabalgando hacia el norte, señor, se ve desde el cerro de las cruces. Es grande, con una casa blanca y corrales grandes. Laurinda lo miró con curiosidad.

¿Por qué pregunta, señor? Villa no respondió inmediatamente. Estaba pensando, calculando, sintiendo como la rabia se organizaba en su mente con la precisión de un plan militar. Había combatido federales, había enfrentado a generales, había tomado ciudades enteras, pero nunca había sentido una motivación tan pura, tan cristalina como la que sentía ahora. No era política, no era estrategia militar, no era venganza personal, era algo más simple y más poderoso, la necesidad primitiva de proteger a los que no pueden protegerse solos.

Laurinda, ¿sabes quién soy yo? La niña negó con la cabeza. Me llamo Francisco Villa, pero la gente me dice Pancho Villa. Los ojos de Laurinda se abrieron enormes, pero no de miedo, sino de algo parecido a la esperanza. Usted es el general Villa, el que pelea contra los federales. Sí, muchacha. Y te voy a decir algo. Mañana tú no vas a volver a esa hacienda. Te vas a quedar aquí en el pueblo con gente que te cuide bien.

Y Don Don Villa hizo una pausa eligiendo sus palabras cuidadosamente. Don Dal Don va a aprender qué se siente ser el que recibe en lugar del que da. Esa misma noche, mientras Laurinda dormía envuelta en un zarape junto al fuego, vigilada por la esposa del herrero del pueblo, Villa reunió a sus hombres bajo las estrellas del desierto. 28 dorados formaron un círculo en el silencio de la madrugada, sus rostros curtidos iluminados por la luz temblorosa de una hoguera que apenas susurraba contra la inmensidad del cielo nocturno.

Fierro estaba sentado sobre sus talones, limpiando meticulosamente el tambor de su revólver, pero Villa sabía que cada palabra que dijera sería grabada a fuego en la memoria de aquel hombre que nunca olvidaba una orden. “Muchachos, mañana vamos a hacer algo diferente.” Villa habló en voz baja. Esa voz que usaba cuando las decisiones eran definitivas. No vamos a pelear contra federales. No vamos a tomar ningún pueblo. No vamos a conseguir armas ni dinero. Vamos a hacer justicia. Sus ojos recorrieron el círculo deteniéndose en cada rostro.

Una justicia que el gobierno mexicano no hace, que las autoridades no quieren hacer, que nadie hace porque no hay dinero de por medio. Fierro alzó la vista de su arma. ¿De qué se trata, jefe? En esa hacienda que está al norte, San Cayetano, hay un hijo de perra que se llama Dton Sartunino, que tiene la costumbre de torturar niños por diversión. Villa dejó que las palabras se asentaran en el aire antes de continuar. No estoy hablando de ponerlos a trabajar duro, estoy hablando de amarrarlos a un palo y azotarlos hasta que se desmayan.

niños de 9, 10 años, por dejar caer un huevo, por no cargar un costal que pesa más que ellos. El silencio que siguió fue diferente al de cualquier reunión militar que hubieran tenido antes. Era un silencio cargado de algo más primitivo que la disciplina o la estrategia. Era el silencio de hombres que acababan de escuchar algo que les revolvía las tripas. Sabino Cisneros, un veterano de Chihuahua que había perdido dos hijos en un bombardeo federal, escupió en el suelo.

Ese cabrón necesita que le enseñen modales, jefe. No es tan simple, Sabino. Esa hacienda está protegida. El hacendado tiene conexiones con el jefe político del distrito. Probablemente paga mordidas a los federales de la guarnición de Parral. Si llegamos ahí como llegamos a cualquier lado con las carabinas por delante, puede que escapen los culpables y queden las víctimas en medio del tiroteo. Villa se puso de pie y comenzó a caminar alrededor del fuego, sus botas levantando pequeñas nubes de polvo que la brisa nocturna se llevaba hacia las montañas invisibles.

Necesitamos saber exactamente qué está pasando ahí adentro, cuántos hombres armados tiene, dónde están los niños, cuál es la rutina de la hacienda. Necesitamos un plan que garantice que cuando actuemos, los únicos que paguen sean los que merecen pagar. Fierro cerró el tambor de su revólver con un click que sonó como un hueso quebrándose. Yo me infiltro, jefe. Tú, Villa lo miró con curiosidad. Fierro, tú tienes fama desde Sonora hasta Veracruz. Tu cara carteles de recompensa en Medio México.

Por eso mismo, nadie espera que Rodolfo Fierro ande pidiendo trabajo de peón en una hacienda perdida de Chihuahua. Su sonrisa era peligrosa, como el filo de una navaja. Además, sé trabajar la tierra. Antes de andar con usted, me ganaba la vida con las manos. La propuesta tenía sentido, pero Villa sabía que mandar a Fierro a una misión de reconocimiento era como mandar a un tigre a cuidar ovejas. Rodolfo Fierro no era conocido precisamente por su paciencia o su autocontrol.

Era el tipo de hombre que resolvía los problemas con plomo antes de pensarlos dos veces. Fierro, esto requiere autocontrol. Vas a ver cosas que te van a dar ganas de matar a alguien ahí mismo, pero no puedes hacerlo. Tienes que aguantarte, observar, regresar y reportar. ¿Puedes hacer eso? Puedo hacer lo que sea necesario para que esos cabrones paguen lo que deben, jefe. Está bien, te vas mañana temprano. Te presentas como Juan Herrera, vienes de Durango. Buscas trabajo porque la sequía te arruinó la cosecha.

Eres viudo. No tienes familia. Necesitas cualquier trabajo que te den. Villa se detuvo frente a él. Y Fierro, esto es muy importante. Pase lo que pase, no te delates. No importa lo que veas, no importa lo que te den ganas de hacer. Necesitamos esa información para salvar a esos niños. Si matas a alguien antes de tiempo, puede que no los salvemos a todos. Al día siguiente, cuando el sol apenas empezaba a calentar el aire del desierto, Fierro cabalgó hacia el norte, montado en un caballo viejo y cansado que habían conseguido en el pueblo, vestido con ropa de manta, un sombrero de palla desilachado y la humildad forzada de un hombre que necesita trabajo para comer.

Sus armas estaban escondidas en el equipaje de villa, excepto por una navaja pequeña que llevaba en la bota, invisible, pero al alcance si la necesitaba. La transformación era perfecta. Nadie vería al temido dorado de villa en aquel campesino polvoriento que se acercaba a las puertas de San Cayetano. La hacienda era exactamente como Laurinda la había descrito, grande, próspera, con una casa principal de dos pisos pintada de blanco que brillaba bajo el sol matutino como los dientes de una calavera.

Los corrales se extendían hacia el este, llenos de ganado gordo que contrastaba obscenamente con la flacura de la niña que habían encontrado pidiendo sobras. Todo hablaba de riqueza, de orden, de un lugar donde las cosas funcionaban según la voluntad de un solo hombre. Fierro se dirigió hacia lo que parecía ser la oficina del Capataz, un edificio más pequeño junto a los establos, donde varios hombres conversaban bajo la sombra de un mezquite centenario. Al acercarse pudo ver que eran trabajadores de la hacienda, algunos preparando herramientas para el día, otros esperando órdenes.

tenían esa postura encorbada, esa manera de no mirar directamente a los ojos que reconocía en la gente que ha aprendido a sobrevivir, manteniéndose invisible. “Buenos días”, dijo Fierro quitándose el sombrero con la deferencia correcta. Busco al capataz. Vengo a ver si hay trabajo. Un hombre corpulento, con bigotes grises y ojos pequeños como los de un cerdo, salió del edificio. Era severo Ugalde, aunque Fierro no lo sabía todavía. Trabajo. ¿De dónde vienes? De Durango, patrón. Juan Herrera para servirle.

La sequía me acabó la cosecha y vengo a ver si hay algo para un hombre que sabe trabajar. Ugalde lo examinó de arriba a abajo como si fuera ganado en un mercado. ¿Sabes trabajar con ganado? Desde que era chamaco, patrón, también s de siembra, de construcción, de lo que haga falta. Fierro mantuvo la vista baja, interpretando perfectamente el papel de hombre desesperado. No busco mucha paga, patrón. Solo necesito un lugar donde dormir y algo de comer. El patrón Dalton decide quién se queda y quién no.

Pero podemos probarte hoy. Si trabajas bien, tal vez te deje quedarte. Ugalde escupió en el suelo. Pero te advierto una cosa, aquí se trabaja en serio. Nada de flojera, nada de quejas, nada de meterse donde no te llaman. El patrón Dalton no tolera la indisciplina. Fierro asintió con la sumisión apropiada, pero por dentro estaba catalogando cada detalle. La manera en que Ugalde hablaba de Don mezcla de respeto y miedo, la forma en que los otros trabajadores se habían alejado discretamente cuando llegó, como si no quisieran ser asociados con un extraño.

Todo confirmaba lo que Laurinda había contado, pero Fierro necesitaba ver más. Necesitaba entender la mecánica completa de aquel infierno disfrazado de prosperidad. Empiezas con el ganado, ordenó Ugalde. Vas con Jacinto a revisar las cercas del potrero norte. Si haces bien el trabajo, comes. Si no, se encogió de hombros. Hay muchos hombres buscando trabajo estos días. Fierro siguió a Jacinto Herrera, un hombre de unos 40 años con la piel curtida por décadas de sol y trabajo, pero con algo en los ojos que hablaba de una tristeza más profunda que el cansancio.

Mientras caminaban hacia los potreros, Fierro observó la disposición de la hacienda. La casa principal dominaba todo desde una pequeña elevación. Los cuartos de los trabajadores estaban estratégicamente ubicados donde podían ser vigilados fácilmente y había un edificio que parecía ser para almacenamiento, pero que tenía barras en las ventanas como una prisión. “¿Hace mucho que trabajas aquí?”, preguntó Fierro mientras examinaban una cerca que no necesitaba reparación. Jacinto lo miró con cuidado antes de responder. 15 años desde antes de que don Dilton se volviera como es ahora.

¿Cómo era antes? Era duro pero justo. Las cosas cambiaron cuando se murió su esposa hace 5 años. Desde entonces es como si algo se le hubiera podrido por dentro. Fierro sintió que había encontrado una grieta por donde podía obtener información. ¿Tiene familia, hijos? Jacinto negó con la cabeza. Su señora murió de parto y el niño también. Desde entonces, don Don odia todo lo que le recuerde la felicidad de otros. Especialmente se detuvo como si hubiera dicho demasiado.

Especialmente que los niños odia ver niños felices, niños sanos. Dice que la alegría de los niños es una burla a su dolor. Jacinto se agachó a arreglar un alambre que no estaba roto, obviamente necesitando hacer algo con las manos. Por eso los castiga tanto. No es por disciplina, no es por educación, es porque su sufrimiento lo tranquiliza. Fierro sintió cómo se le tensaban los músculos del cuello. Ahora entendía la mecánica perversa de San Cayetano. No era solo crueldad, era una locura sistemática alimentada por el duelo convertido en odio.

Y no se puede hacer nada hablar con las autoridades. Cacinto lo miró como si hubiera sugerido volar a la luna. Las autoridades trabajan para don Dalton. El jefe político es su compadre. El cura le debe dineros. Los federales de Parral vienen a comer aquí cada mes. No hay autoridad más alta que Don Don 50 km a la redonda. Entonces, como si hubiera sido convocado por la conversación, un grito infantil cortó el aire matutino. No era un grito de juego o de sorpresa, era un grito de dolor puro, de terror absoluto.

Fierro se enderezó como un resorte, todos sus instintos de combate activándose instantáneamente. Jacinto palideció. “Otra vez”, murmuró. “Otra vez está castigando a alguien.” El grito se repitió más desesperado esta vez, seguido por el sonido inconfundible del cuero contra la carne. Fierro sintió como cada músculo de su cuerpo se tensaba como el resorte de un rifle, pero Jacinto le puso una mano firme en el brazo. No mires susurró. Si don Don te ve mirando, va a pensar que eres curioso y a los curiosos los echa a patadas si tienen suerte.

Pero Fierro necesitaba ver. Villa le había ordenado obtener información y la información no se obtiene cerrando los ojos. Con cuidado se acercó hasta un punto donde podía observar el patio principal de la hacienda sin ser visto. Lo que vio ahí grabó en su memoria una imagen que lo perseguiría para siempre. En el centro del patio había un poste de mezquite, grueso como el brazo de un hombre, enterrado profundamente en la tierra. Tenía argollas de hierro soldadas a los lados y de esas argollas colgaban las muñecas de un niño que no podía tener más de 8 años.

Don Daon Sartunino estaba parado frente al niño, sosteniendo un látigo de cuero trenzado que terminaba en varios nudos endurecidos. Era un hombre alto, delgado, vestido con un traje blanco que contrastaba obscenamente con la brutalidad de la escena. Su cara tenía esa expresión de concentración tranquila que tienen los hombres cuando realizan un trabajo que conocen bien y disfrutan. No había rabia en su rostro, no había pasión, había algo mucho peor. Había placer metódico. ¿Por qué le pegaste a mi perro, Toñito?

preguntó don Don voz suave, casi paternal. El niño que Fierro reconoció como el hijo de doña Milian la cocinera, soyaba mientras intentaba responder. No, no le pegué, patrón, solo lo aparté porque se comía el maíz de las gallinas. Don Dayton sonrió. Me estás llamando mentiroso. ¿Estás diciendo que yo no vi lo que vi? El látigo silvó en el aire y se estrelló contra la espalda del niño, arrancándole un grito que hizo que todos los pájaros del patio echaran a volar.

Fierro cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas hasta sangrar. Todo su ser le gritaba que saltara la cerca, que corriera hasta ahí, que tomara ese látigo y se lo metiera por la garganta a aquel hijo de perra. Pero la voz de Villa resonaba en su cabeza. No importa lo que veas, no te delates. Necesitamos salvar a todos los niños. Se mordió la lengua hasta sentir el sabor de la sangre, pero se quedó quieto.

Cada mentira cuesta cinco latigazos, Toñito, continuó don Don preparando el siguiente golpe. Ya van 10. ¿Quieres seguir mintiendo? El niño negó desesperadamente con la cabeza las lágrimas mezclándose con el polvo de su cara. No mentí, patrón, de verdad que no. Solo aparté al perro. El segundo latigazo abrió la camisa del niño y dejó una línea roja que inmediatamente comenzó a sangrar. Toñito se desmayó. Don Don se acercó a un barril de agua que estaba junto al poste y llenó un cubo con la misma tranquilidad con que uno riega una planta, derramó el agua sobre la cabeza del niño inconsciente.

Toñito despertó tosiendo y vomitando, colgado de las argollas como un muñeco roto. Despertaste justo a tiempo para el tercero, dijo don Da Dilton. Sería una pena que te perdieras tu propia educación. Fierro notó que había otros espectadores forzados en la escena. Varios trabajadores estaban parados alrededor del patio con las cabezas gachas, obligados a presenciar lo que Don Dilton llamaba una lección para todos. Entre ellos estaba doña Milliam, la madre del niño, con las manos apretadas contra la boca para no gritar, las lágrimas corriendo por su cara como ríos de desesperación.

Cada vez que el látigo caía sobre su hijo, ella se encogía como si el golpe la hubiera alcanzado a ella también. ¿Sabes por qué te castigo, Toñito?, preguntó don Don, caminando lentamente alrededor del poste como un depredador alrededor de su presa. No es por el perro. El perro me vale madre. Es porque necesitas aprender que en esta hacienda yo soy la única voz que importa. Cuando yo digo que vi algo, eso es lo que pasó. Cuando yo digo que hiciste algo, eso es lo que hiciste.

El tercer latigazo fue más fuerte que los anteriores y la camisa del niño se desgarró completamente. ¿Entiendes eso, muchacho? Toñito ya no podía responder coherentemente, solo jimoteaba y temblaba, colgado de sus muñecas como un animal desollado. Pero don Don terminado. Vamos por el cuarto, mi muchacho valiente, y después el quinto, y después vamos a ver si aprendiste a no contradecir a tu patrón. El cuarto latigazo arrancó un pedazo de piel del hombro del niño. El quinto le abrió una herida que llegaba hasta el hueso.

Fierro tuvo que voltearse, no por cobardía, sino porque si seguía viendo, no iba a poder controlarse. Iba a saltar esa cerca. Iba a matar a don Dalton con sus propias manos y después Villa no podría salvar al resto de los niños. Se apoyó contra el tronco de un álamo y respiró profundamente, luchando contra la náusea y la rabia que le subían por la garganta como bilis. Jacinto se acercó a él reconociendo los síntomas. Es siempre así, murmuró.

Tres veces por semana mínimo, a veces más si anda de mal humor. La semana pasada le tocó a una niña de 6 años porque se le olvidó darle de comer a las gallinas. ¿Cuántos niños hay en total? Preguntó Fierro sin voltear, todavía luchando por controlarse. 20, tal vez 21. Algunos son hijos de trabajadores, otros son huérfanos que Don Delton rescata del pueblo para enseñarles oficios. Jacinto escupió en el suelo. La verdad es que los usa como esclavos y como entretenimiento para sus instintos enfermos.

El sonido del látigo se había detenido, pero ahora don Delton estaba hablando en voz alta, dirigiéndose a los trabajadores reunidos. Espero que todos hayan aprendido algo hoy. En San Cayetano, la obediencia no es una sugerencia, es una ley. Y las leyes se cumplen o se pagan las consecuencias. Su voz tenía ese tono de satisfacción que tienen los hombres después de satisfacer un apetito. Doña Milian, llévate a tu hijo y cúralo. Necesito que esté trabajando mañana temprano. Fierro vio como la mujer corría hacia su hijo, lo desataba de las argollas con manos temblorosas y lo cargaba como pudo hacia los cuartos de los trabajadores.

El niño había perdido el conocimiento otra vez y la sangre de su espalda manchaba el vestido de su madre. Otros trabajadores se acercaron discretamente para ayudarla, pero nadie habló, nadie protestó, nadie cuestionó lo que acababa de pasar. El miedo era tan denso en el aire que casi se podía tocar. “¿Y las autoridades realmente no hacen nada?”, preguntó Fierro cuando ya no podía escuchar los soyosos de doña Milliam. ¿Qué autoridades? Jacinto se rió amargamente. El mayor Huerta viene aquí cada mes a comer y a llevarse su sobre de dinero.

El cura Sebastián dice que los sufrimientos de los niños son pruebas divinas y que hay que aceptarlas con resignación cristiana. El juez de distrito debe tanto dinero en apuestas a don Dalton que haría cualquier cosa que le pidiera. La comprensión llegó a fierro como un golpe. San Cayetano no era solo una hacienda con un patrón cruel. Era un feudo independiente, un pequeño reino del terror donde don Dilton era rey, juez y verdugo. Al mismo tiempo, no había ley que lo tocara, no había autoridad que lo cuestionara, no había fuerza en la región que pudiera detenerlo, excepto una, Pancho Villa y sus dorados.

¿Hay alguna manera de sacar a los niños de aquí sin que don Don se dé cuenta? preguntó Fierro, su mente ya trabajando en posibilidades tácticas. Jacinto lo miró con sorpresa. ¿Para qué querrías hacer eso? Para llevarlos a un lugar seguro antes de que alguien venga a ajustar cuentas con don Dilton. Fierro se dio cuenta de que había dicho demasiado, pero ya era tarde para retractarse. Los ojos de Jacinto se encendieron con algo que podría haber sido esperanza.

¿Conoces a alguien que pueda hacer algo contra don Dalton? Tal vez, pero necesito saber todo sobre esta hacienda. ¿Cuántos hombres armados hay? ¿Dónde duermen los niños? ¿Cuáles son las rutinas de los guardias? ¿Dónde guarda don Don sus armas? Fierro lo miró directamente a los ojos. Y necesito saber si hay hombres aquí adentro que estén dispuestos a ayudar cuando llegue el momento. Jacinto no respondió inmediatamente, pero Fierro pudo ver la lucha interna en su rostro. Era la lucha entre la esperanza y el miedo, entre la posibilidad de liberación y el terror a las consecuencias si algo salía mal.

Finalmente habló. Yo perdí una hija hace 3 años. Se llamaba Esperanza. Tenía 7 años. Don Don la castigó porque se le cayó un jarro de leche, 15 latigazos. La niña aguantó hasta el décimo. Después se le paró el corazón. Sus manos temblaron. Si realmente conoces a alguien que pueda hacer justicia, cuenta conmigo. Y otros trabajadores, todos aquí hemos perdido algo por culpa de don Dalton, hijos, hermanos, dignidad, esperanza, pero tenemos miedo. Él tiene armas, tiene dinero, tiene protección.

Nosotros solo tenemos rabia. Jacinto se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello gris. Pero si apareciera alguien con el poder suficiente para enfrentarlo, alguien como Pancho Villa, por ejemplo, creo que varios hombres aquí adentro estarían dispuestos a arriesgar la vida para ver a ese cabrón pagar. Fierro sintió una sonrisa peligrosa curvando sus labios. Villa había tenido razón, como siempre. La información era poder y ahora tenía la información que necesitaba. San Cayetano no era una fortaleza inexpugnable, era una bomba esperando a que alguien encendiera la mecha.

Y Pancho Villa era muy bueno encendiendo mechas. Pasó el resto del día observando, catalogando, memorizando. Contó exactamente 17 hombres armados, incluyendo a Ugalde y Don Dilton. Ubicó el cuarto donde guardaban las armas. Un edificio de adobe junto a la casa principal con una sola puerta. y dos ventanas enrejadas. Identificó los cuartos donde dormían los niños, un barracón largo detrás de la cocina, sin guardias, pero con la puerta que se trancaba desde afuera. Y más importante, identificó a cinco trabajadores que, como Jacinto tenían cuentas personales que saldar con don Da Dilton.

Cuando cayó la noche, Fierro se acostó en el petate que le habían asignado en el cuarto de los trabajadores solteros, pero no durmió. Estaba demasiado ocupado, planeando, imaginando, visualizando la manera exacta en que Villa podía entrar a San Cayetano y convertirla en el infierno que don Delton merecía vivir. Porque una cosa había quedado absolutamente clara durante ese día. No bastaba con matar a don Delton. Había que hacerlo sufrir primero. Había que enseñarle lo que se sentía ser la víctima en lugar del verdugo.

Al amanecer siguiente, Fierro se escabulló de la hacienda durante el cambio de guardia, montó su caballo cansado y cabalgó hacia Santo Domingo con la velocidad de un hombre que lleva noticias urgentes, porque las tenía, noticias que harían que Pancho Villa sonriera con esa sonrisa que había hecho que generales federales perdieran el sueño por semanas. Fierro llegó al campamento cuando el sol apenas asomaba tras las montañas del este, con la urgencia pintada en el rostro y el polvo del camino pegado a la ropa como una segunda piel.

Villa estaba sentado junto al fuego matutino bebiendo café negro de una taza de peltre mientras observaba como Laurinda ayudaba a la esposa del herrero a preparar tortillas para el desayuno. La niña había dormido bien por primera vez en años y algo en su manera de moverse ya no tenía esa alerta constante del animal acorralado. Jefe, necesito hablar con usted”, dijo Fierro desmontando de un salto y amarrando su caballo a la primera estaca que encontró. Su voz tenía esa urgencia controlada que Villa conocía bien, la misma que usaba cuando había información importante que reportar.

Villa se puso de pie sin prisa, terminó su café con calma y caminó hacia un lugar donde pudieran hablar sin ser escuchados por la orinda. No quería que la niña supiera aún lo que se estaba planeando. ¿Qué viste?, preguntó Villa cuando estuvieron lo suficientemente lejos. Fierro respiró profundo antes de empezar, como un hombre que se prepara para sumergirse en aguas profundas. Jefe, lo que esa niña nos contó no era ni la mitad de la verdad. Lo que está pasando en San Cayetano es Se detuvo buscando palabras que pudieran describir lo indescriptible.

Es como si el hubiera abierto una sucursal en la tierra. Durante los siguientes 20 minutos, Fierro relató que había visto. El castigo de Toñito, la metodología sistemática de Don Don. La complicidad forzada de los trabajadores, la red de corrupción que protegía la hacienda. describió cada detalle con la precisión de un militar haciendo un reporte de batalla, pero Villa podía ver en sus ojos que algo se había quebrado en su interior. Rodolfo Fierro había visto mucha violencia en su vida, había sido el ejecutor de muchas sentencias de muerte, pero nunca había presenciado la tortura sistemática de niños inocentes.

“¿Cuántos hombres armados?”, preguntó Villa cuando Fierro terminó. 17, incluyendo a Ugalde y Don Dilton. La mayoría tiene rifles viejos, algunos revólveres. No son soldados profesionales, son guardias blancos que trabajan por dinero, no por convicción. Fierro dibujó un mapa rudimentario en la tierra con un palo. La casa principal está aquí, en una elevación, los cuartos de los trabajadores acá, los establos allá y el barracón de los niños detrás de la cocina. Villa estudió el mapa improvisado con la concentración de un general planeando una batalla decisiva.

Pero esto no era una batalla común, era algo más personal, más primitivo, era la aplicación de justicia en su forma más pura y brutal. Y los trabajadores de adentro, cinco hombres están listos para ayudar cuando sea necesario. Jacinto Herrera perdió una hija por culpa de Don Don. Los otros tienen cuentas similares que saldar. Fierro clavó el palo en el centro del mapa. Jefe, esa gente está esperando un salvador. Han perdido la esperanza en todo, excepto en la posibilidad de que alguien como usted aparezca para hacer justicia.

Villa se quedó en silencio por varios minutos, calculando, planeando, visualizando cada paso de la operación que se estaba formando en su mente. No era solo una cuestión de entrar, matar a Don Don y salir. Era una cuestión de enviar un mensaje que resonara por todo el norte de México, un mensaje que dijera claramente que tocar a los inocentes tenía consecuencias sin importar cuánto dinero se tuviera o cuántas autoridades se hubieran comprado. Fierro, ¿crees que puedes regresar ahí sin levantar sospechas?

Creo que sí, jefe. Ugalde parecía satisfecho con mi trabajo ayer. Si regreso esta mañana, pensará que realmente necesito el empleo. Fierro entendía hacia dónde iba Villa. ¿Qué necesita que haga? Necesito que les digas a Jacinto y a los otros que esta noche van a tener visitas. Que mantengan a los niños despiertos, pero tranquilos. que estén listos para moverlos rápido cuando sea necesario y que abran la puerta del armamento cuando escuchen disparos. Villa llamó a sus hombres con un silvido bajo que sabían que significaba reunión inmediata.

Los 28 dorados se acercaron formando el círculo habitual, pero esta vez había algo diferente en el ambiente. Habían visto la expresión de fierro cuando llegó. Habían notado la manera en que Villa había estado pensando y todos sabían que se acercaba algo importante, algo que requeriría más que disparar y cabalgar. Muchachos, esta noche vamos a hacer algo que nunca hemos hecho antes. Villa habló con esa voz que usaba para las órdenes que no admitían discusión. Vamos a entrar a una hacienda no para tomar dinero, ni armas, ni ganado.

Vamos a entrar para aplicar justicia. Una justicia que el gobierno mexicano no aplica, que las autoridades locales no quieren aplicar, que nadie más va a aplicar si no lo hacemos nosotros. Sabino Cisneros, el veterano de las batallas de Torreón y Zacatecas, se enderezó. ¿Qué tipo de justicia, jefe? El tipo de justicia que se aplica cuando un hombre adulto tortura niños por diversión. El tipo de justicia que se aplica cuando alguien usa su poder para destruir vidas inocentes.

Pla dejó que las palabras se asentaran antes de continuar. Esta no va a ser una batalla normal, va a ser una ejecución, pero una ejecución que tiene que hacerse de una manera específica. Durante la siguiente hora, Villa explicó el plan completo. Era complejo. Requería coordinación perfecta. y dependía de que cada hombre cumpliera su función exactamente como se había planeado. No podía haber improvisación, no podía haber errores, porque las vidas de 20 niños dependían de que todo saliera perfecto.

Fierro regresaría a la hacienda para coordinarse con los trabajadores aliados. 10 hombres entrarían por el norte para controlar los establos y cortar las rutas de escape. Otros 10 rodearían la casa principal para capturar a don Don y sus guardias cercanos. y ocho hombres, incluyendo a Villa, entrarían directamente al barracón de los niños para sacarlos antes de que empezara el verdadero trabajo. Y después preguntó Aurelio Tamayo, un muchacho de 18 años que se había unido al grupo apenas dos meses antes.

¿Qué hacemos con don Dalton cuando lo capturemos? Villa sonrió, pero no era una sonrisa alegre. Era la sonrisa de un hombre que ha decidido que ciertas cuentas deben cobrarse con intereses acumulados. Después, muchacho, don Dilton va a aprender lo que se siente ser el que recibe en lugar del que da. Va a conocer el mismo palo donde amarraba a los niños. Va a sentir el mismo látigo que usaba contra ellos. va a experimentar exactamente el mismo dolor que causó, multiplicado por cada víctima que hizo.

El silencio que siguió fue denso como el humo. Todos entendían que Villa estaba hablando en serio, que no era una metáfora ni una amenaza vacía. Era una promesa de justicia poética del tipo que se aplica cuando las leyes formales fallan y solo queda la ley del desierto. Algunos de los hombres más jóvenes se veían incómodos. Habían matado en batalla, pero esto era diferente. Esto era castigo calculado, sufrimiento deliberado. ¿Alguno de ustedes tiene problema con eso?, preguntó Villa observando las caras de sus hombres.

Porque si alguien piensa que un hombre que tortura niños merece una muerte rápida y misericordiosa, puede quedarse aquí cuidando los caballos. Nadie levantó la mano, nadie habló, pero Villa pudo ver en algunos rostros la lucha entre la lealtad personal hacia él y la incomodidad moral de lo que se estaba planeando. Era comprensible, eran revolucionarios, no verdugos. Escúchenme bien”, continuó Villa. “Yo he matado federales, he matado rurales, he matado a cualquiera que se pusiera en el camino de la revolución, pero siempre fueron muertes rápidas, muertes de soldados.

Esto es diferente. Esto es un monstruo que usa su poder para destrozar a los que no pueden defenderse. Y los monstruos no merecen la muerte de los soldados, merecen la muerte de los monstruos. Lulino, un hombre maduro que había perdido a su esposa en un bombardeo federal, habló por primera vez. Jefe, yo tengo hijos. Si alguien les hiciera a mis hijos lo que ese cabrón les hace a esos niños, yo querría matarlo con mis propias manos y que durara todo el día.

Cuenta conmigo. Otros asintieron y Villa pudo ver que la incomodidad inicial se estaba transformando en determinación. Estos hombres habían visto demasiada injusticia en sus vidas. Habían perdido demasiados seres queridos a manos de los poderosos para sentir piedad por alguien que torturaba niños. Muy bien, Fierro se va ahora mismo de regreso a la hacienda. Nosotros nos movemos cuando el sol se meta. Quiero que revisemos las armas, que cada hombre tenga suficiente munición. Que los caballos estén listos para cabalgar duro si es necesario.

Villa se puso de pie. Y quiero que cada uno de ustedes entienda que esta noche no solo vamos a salvar a 20 niños, vamos a enviar un mensaje a todos los don Dilton de México. En territorio de Villa tocar a los inocentes cuesta sangre. Mientras los hombres se dispersaban para prepararse, Villa se acercó a donde Laurinda estaba ayudando con las tortillas. La niña lo miró con esos ojos enormes que ya empezaban a mostrar algo parecido a la esperanza.

General Villa va a regresar a San Cayetano”, preguntó con voz pequeña. “Sí, muchacha, esta noche va a traer a los otros niños. ” Villa se agachó para quedar a su altura. Voy a traer a todos los niños, Laurinda, y voy a asegurarme de que don Dalton nunca más pueda hacerle daño a ningún niño. ¿Entiendes eso? Laurinda asintió solemnemente, pero después hizo una pregunta que Vanaba. Don Dalton va a sufrir como nosotros sufrimos. Vila la miró a los ojos por un largo momento antes de responder.

Sí, muchacha, va a sufrir exactamente como ustedes sufrieron. Es lo justo. Bien, dijo Laurinda con una seriedad que no debería haber existido en una niña de 9 años. Porque él nos hizo sufrir mucho tiempo. Es su turno. El resto del día pasó en preparativos meticulosos. Las armas fueron limpiadas y cargadas. Los caballos fueron revisados. Las rutas fueron memorizadas. Villa repasó el plan una y otra vez con cada grupo, asegurándose de que no hubiera confusiones, de que cada hombre supiera exactamente qué hacer y cuándo hacerlo.

No podía haber errores. Las vidas de los niños dependían de la precisión militar, pero la justicia para don Dalton dependía de algo más profundo. La aplicación implacable de la ley del desierto. Cuando el sol comenzó a ponerse tras las montañas del oeste, Villa reunió a sus hombres una última vez. Los dorados estaban montados y listos, con las caras pintadas por las sombras largas del atardecer. Parecían lo que eran, ángeles de la venganza cabalgando hacia un ajuste de cuentas que había sido postergado demasiado tiempo.

“Muchachos”, dijo Villa montando a siete leguas. Cuando salgamos de San Cayetano esta noche, esa hacienda va a ser un lugar diferente. Los niños van a estar libres, los culpables van a estar muertos o castigados y todo el norte de México va a saber que hay una línea que no se puede cruzar sin consecuencias. Cabalgamos por la justicia, cabalgamos por los inocentes, cabalgamos porque nadie más lo va a hacer. Espoleó a su caballo y comenzó a trotar hacia el norte, seguido por 28 jinetes que llevaban en sus almas el peso de una misión que trascendía la guerra, la política y la revolución.

Iban a hacer algo más fundamental. Iban a proteger a los que no podían protegerse solos y a castigar a quienes creían que el poder los ponía por encima de la justicia humana básica. La luna nueva había conspirado con villa aquella noche, negándole su luz al desierto de Chihuahua y convirtiendo la hacienda San Cayetano en una colección de sombras negras recortadas contra el cielo estrellado. Era pasada la medianoche cuando los dorados se acercaron como fantasmas a caballo, divididos en tres grupos que se movían con la precisión silenciosa de lobos rodeando una presa.

ya había elegido la hora perfecta, lo suficientemente tarde para que los guardias estuvieran adormilados por el tedio, pero no tan tarde que los niños durmieran demasiado profundo para moverse rápido cuando fuera necesario. Fierro había cumplido su parte del plan a la perfección. Durante el día había logrado comunicarse discretamente con Jacinto y los otros trabajadores aliados, transmitiendo las instrucciones exactas de villa. A las 2 de la madrugada, la puerta del cuarto de armas estaría discretamente destrancada. Los niños en el barracón serían mantenidos despiertos con cuentos susurrados por doña Milian.

Y cuando comenzaran los disparos, cinco trabajadores estarían listos para ayudar a controlar a los guardias desde adentro. Villa desmontó a 50 m del barracón de los niños, seguido por Aurelio Tamayo y seis hombres más. Sus botas no hicieron ruido sobre la tierra compactada. habían aprendido a moverse en silencio durante años de guerra de guerrillas, donde un paso mal dado podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. El barracón era exactamente como Fierro lo había descrito, un edificio largo de adobe con una sola puerta y tres ventanas pequeñas, ubicado detrás de la cocina principal, donde el ruido de las actividades diarias podía ocultar los sonidos de los niños.

A través de una de las ventanas, Villa pudo ver una luz tenue que parpadeaba en el interior. Doña Milian estaba cumpliendo su parte, manteniendo a los niños despiertos, pero tranquilos. Se acercó a la puerta y dio tres golpes suaves, la señal que había acordado con fierro. La puerta se abrió inmediatamente, revelando el rostro tenso pero esperanzado de la mujer que había visto a su propio hijo ser torturado esa misma mañana. “General Villa”, susurró doña Milliam. “Gracias a Dios que vino.

¿Están todos los niños aquí?”, preguntó Villa entrando rápidamente al barracón, seguido por sus hombres. El interior era espartano hasta la crueldad. 20 petates tirados sobre el suelo de tierra, sin mantas, sin almohadas, sin nada que pudiera suavizar la dureza de dormir en el suelo. Los niños estaban sentados sobre sus petates, mirando con ojos enormes a aquellos hombres armados que acababan de entrar a su prisión nocturna. “Todos están aquí”, confirmó doña Milian. Toñito todavía no puede moverse bien por los latigazos de ayer, pero puede caminar si alguien lo ayuda.

Villa se acercó al grupo de niños quitándose el sombrero en un gesto de respeto que los sorprendió. Estaban acostumbrados a que los adultos los trataran como objetos, como propiedades, como problemas que resolver. Nadie les había mostrado respeto en sus cortas vidas. Muchachos, dijo Villa con voz suave pero firme. Me llamo Pancho Villa y vine a sacarlos de aquí. Dentro de unos minutos van a escuchar disparos y gritos, pero no se asusten. Mis hombres van a estar protegiéndolos todo el tiempo.

Necesito que caminen en silencio y que hagan exactamente lo que doña Milian y mis soldados les digan. ¿Entienden? Los niños asintieron con esa obediencia. automática que desarrollan quienes han aprendido que cuestionar órdenes significa dolor. Pero Villa notó algo más en sus ojos, una chispa de esperanza que probablemente había estado dormida durante años. Laurinda le había contado que Villa había prometido rescatarlos y ahora estaba ahí cumpliendo su palabra. ¿Y don Don? preguntó una niña de unos 8 años con voz temblorosa.

Él va a venir a buscarnos. Don Dayton no va a buscar a nadie nunca más, respondió Villa con una certeza que hizo que la niña sonriera por primera vez en mucho tiempo. Se va a quedar aquí para recibir visitas. visitas que ha estado esperando mucho tiempo sin saberlo. Aurelio Tamayo y dos hombres más comenzaron a organizar a los niños en una fila, ayudando a Toñito a ponerse de pie con cuidado para no lastimar sus heridas. El niño se veía pálido y débil, pero había una determinación feroz en su cara que impresionó a Villa.

Ese muchacho había sobrevivido al infierno y todavía tenía fuerzas para seguir adelante. Era el tipo de espíritu que Villa respetaba sin importar la edad. En ese momento se escucharon los primeros disparos en la distancia, seguidos por gritos y el sonido de caballos corriendo. El segundo grupo había comenzado su parte del plan, atacando los establos y controlando las rutas de escape. Villa sonrió con satisfacción. Todo se estaba desarrollando exactamente como había planeado. Es hora de moverse, ordenó a sus hombres.

Aurelio, tú y López llévense a los niños por la ruta que planeamos, directo a las colinas del este, donde Sabino está esperando con los caballos extra. No se detengan por nada hasta llegar allí. Se dirigió a doña Millian. Usted va con ellos. Sus días de servir a don Dalton terminaron para siempre. ¿Y usted, general?, preguntó doña Milian mientras ayudaba a Toñito a mantenerse en pie. No viene con nosotros. Tengo algo que hacer antes, algo que debería haberse hecho hace mucho tiempo.

Villa revisó su pistola y se aseguró de que el látigo que había traído estuviera bien sujeto a su cinturón. Vayan, cuiden a estos niños. Cuando salga el sol van a estar libres para siempre. Mientras Aurelio y su grupo guiaban a los niños hacia la seguridad de las colinas, Villa se dirigió hacia la casa principal, donde sabía que el tercer grupo ya estaba rodeando a Don Dilton y sus guardias más cercanos. Los disparos se habían intensificado, pero Villa podía distinguir por el sonido que eran sus hombres quienes controlaban la situación.

Los guardias de la hacienda eran pistoleros de alquiler, no soldados entrenados. Cuando se enfrentaron a la furia coordinada de los dorados, su resistencia se desmoronó como castillo de arena. La casa principal estaba iluminada ahora con luces encendiéndose en todas las ventanas, mientras don Dalton y sus hombres trataban de entender qué estaba pasando. Villa pudo ver siluetas moviéndose frenéticamente detrás de las cortinas, escuchar voces alzadas en pánico y confusión. Era música para sus oídos, el sonido del miedo en la voz de quienes habían causado tanto miedo a otros.

Fierro apareció corriendo desde la dirección de los establos con una sonrisa feroz que brillaba en la oscuridad. Jefe, controlamos todo. Cinco guardias muertos, seis capturados. El resto huyó como conejos en cuanto se dieron cuenta de quiénes éramos. Y don Da Delton está en la casa con Ugalde y dos guardias más. Se atrincheraron en el salón principal, pero no tienen escapatoria. Lulino y sus muchachos rodean la casa por completo. Villa asintió con satisfacción. Todo estaba saliendo mejor de lo que había esperado.

Los niños estaban a salvo, los guardias estaban neutralizados y ahora llegaba la parte que había estado esperando desde el momento en que vio las cicatrices en los brazos de la urinda. La parte donde don Dalton aprendería que en el universo existía algo llamado justicia y que esa justicia a veces venía montada a caballo y armada hasta los dientes. Cierro, ve a buscar a Jacinto y a los otros trabajadores que nos ayudaron. Quiero que presencien lo que va a pasar.

Tienen derecho a ver cómo se hace justicia por sus hijos perdidos. Villa comenzó a caminar hacia la casa principal y trae una antorcha. Quiero que don Don vea claramente quién viene a visitarlo. La puerta principal de la casa estaba cerrada con tranca, pero eso no era problema para hombres que habían tomado ciudades enteras. Dos disparos bien colocados destrozaron la cerradura y la puerta se abrió con un crujido que sonó como los huesos de un esqueleto despertando. Villa entró primero con fierro y cuatro hombres más siguiéndolo, sus botas resonando sobre los mosaicos del piso con la autoridad de quienes han venido a cobrar una deuda muy atrasada.

Don Dal Don Sartunino”, gritó Villa su voz llenando toda la casa. “Tengo entendido que usted es muy aficionado a dar lecciones de disciplina. ” Bueno, pues ha llegado su hora de recibir una una lección que va a recordar por el tiempo que le quede de vida. Desde el salón principal llegó el sonido de muebles siendo arrastrados, probablemente para hacer una barricada improvisada. Villa sonrió. Don Don estaba asustado y tenía muy buenas razones para estarlo, pero no había escondite en el mundo que pudiera protegerlo de lo que se le venía encima.

La justicia había llegado a San Cayetano, montada en siete leguas, y no se iba a ir hasta que las cuentas estuvieran completamente saldadas. Los trabajadores que habían ayudado en el asalto comenzaron a llegar guiados por fierro. Jacinto estaba entre ellos, con los ojos brillando de una emoción que era mitad venganza y mitad alivio. Iba a ver justicia por su hija Esperanza, la niña de 7 años que había muerto bajo el látigo de Don Don. Iba a presenciar como el monstruo que había destruido tantas vidas pagaba finalmente el precio de su crueldad.

Muchachos, dijo Villa dirigiéndose tanto a sus dorados como a los trabajadores. Lo que van a ver esta noche no es una ejecución común, es una lección, una lección sobre lo que les pasa a los hombres que usan su poder para torturar a los indefensos. Una lección que espero que se recuerde en todo el norte de México por muchos años. se acercó a la puerta del salón principal y golpeó tres veces con la culata de su pistola. Don Dalton, no se haga el sordo.

Sé que está ahí adentro, probablemente cagándose de miedo, como se cagaban de miedo los niños cuando usted se acercaba con su látigo. Salga de una vez. Es hora de conocerse en persona. La respuesta fue un disparo que atravesó la puerta de madera y se perdió en el techo. Vila se rió, un sonido grave y peligroso que hizo que Fierro sonriera también. Así me gusta, don Don. Muestre un poco de pelea. Va a hacer más interesante lo que viene después, pero le advierto que no puede quedarse ahí para siempre.

Y cuando salga, cuando salga, va a conocer un palo y un látigo muy especiales, los mismos que usted usaba, pero aplicados por manos más expertas. El silencio que siguió fue tenso como una cuerda de guitarra a punto de reventarse. Vila sabía que Don Delton estaba ahí adentro sudando, temblando, calculando sus opciones y descubriendo que no tenía ninguna. Era exactamente la misma sensación de desesperación que habían experimentado todos los niños que había torturado. La diferencia era que don Don se la había ganado, se la había buscado, se la merecía con cada fibra de su ser podrido.

La espera duró exactamente 12 minutos, medidos por el reloj de bolsillo que Vila siempre llevaba consigo. 12 minutos durante los cuales se podían escuchar los susurros desesperados. y los movimientos frenéticos desde el interior del salón. Don Don estaba consultando con Ugalde y sus últimos dos guardias, probablemente buscando una salida que no existía, una escapatoria que Villa había cerrado meticulosamente desde el momento en que diseñó el asalto. Cuando finalmente se abrió la puerta, fue con la lentitud de quien sabe que está entregándose a un destino inevitable.

Ugalde salió primero con las manos en alto y la cara del color de la ceniza. Era un hombre que había intimidado y brutalizado a trabajadores indefensos durante años, pero ahora temblaba como una hoja frente a los hombres que realmente sabían pelear. Detrás de él vinieron los dos guardias restantes, tipos duros que probablemente habían estado en algunas peleas, pero que reconocían cuando estaban completamente superados. Y finalmente, don Don Sartunino apareció en el umbral. Villa lo estudió con la atención de un depredador evaluando a su presa.

Era exactamente como se lo había imaginado, un hombre alto y delgado, de unos 50 años, vestido con una camisa de lino blanco que ahora estaba empapada de sudor. tenía el rostro de alguien acostumbrado a dar órdenes y a que le obedecieran sin cuestionamientos, pero sus ojos traicionaban el terror absoluto que sentía. Era la primera vez en su vida que se enfrentaba a consecuencias reales por sus acciones. “Don Dayton Sartunino”, dijo Villa saboreando cada sílaba del nombre. Por fin nos conocemos en persona.

Tengo entendido que usted es muy aficionado a educar niños con métodos tradicionales. Se acercó un paso y don Dilton retrocedió instintivamente. Pues qué casualidad, porque yo también soy muy aficionado a educar adultos con métodos tradicionales, métodos que creo que usted va a reconocer. ¿Qué? ¿Qué quiere? logró articular don Dalton, su voz quebrada por el miedo. Si es dinero, tengo mucho dinero. Si son armas, tengo contactos. Si es, quiero justicia. Lo interrumpió Villa. Una justicia muy simple y muy clara.

Usted ha pasado años torturando niños inocentes por diversión. Ahora va a experimentar exactamente lo mismo que les hizo a ellos. Cada golpe, cada humillación, cada momento de terror que causó, se lo voy a devolver con intereses. Don Dilton miró alrededor desesperadamente, buscando una salida, una escapatoria, alguien que pudiera ayudarlo, pero solo vio las caras duras de los dorados y las caras llenas de odio justificado de sus propios trabajadores. Jacinto Herrera lo miraba con una intensidad que hubiera podido quemar papel, recordando a su hija esperanza muriendo después de 15 latigazos por dejar caer un jarro de leche.

“Por favor”, suplicó don Dilton. Yo yo puedo cambiar, puedo compensar a las familias, puedo pagar por los daños, puedo No hay compensación por lo que usted hizo, respondió Villa. No hay dinero en el mundo que pueda comprar el perdón por torturar niños. La única moneda que acepto para esta deuda es sangre, dolor y humillación. Las mismas monedas que usted usó durante años. Villa hizo una seña a Fierro, quien desapareció por un momento y regresó cargando el mismo poste de mezquite que don Don había usado para amarrar a sus víctimas.

Lo había mandado desarraigar esa misma noche porque quería que la justicia se aplicara con las mismas herramientas que se había usado para la injusticia. El poste tenía las argollas de hierro manchadas con la sangre de docenas de niños inocentes. “¿Reconoce esto, don Dton?”, preguntó Villa mientras Fierro y otros dos hombres cababan un hoyo en el patio para reinstalar el poste. Es su palo favorito, el mismo donde amarraba a los niños para educarlos. Pensé que le gustaría volver a verlo, especialmente desde una perspectiva diferente.

Don Dalton comenzó a retroceder, pero se topó con la pared de hombres armados que rodeaban el patio. No había escapatoria, no había misericordia, no había nada, excepto la inevitable aplicación de la ley del desierto en su forma más pura y brutal. Vila desató el látigo que llevaba en el cinturón. El mismo tipo de látigo que Don Dilton había usado, pero este estaba nuevo, sin estrenar, esperando su primera víctima. No, por favor, jimoteó don Dalton. Soy un hombre mayor.

No voy a resistir lo que resistía un niño. Me va a matar. Esa es exactamente la idea, respondió Villa, pero no se preocupe, voy a ser más misericordioso que usted. Voy a contar los golpes en voz alta para que sepa exactamente cuándo va a terminar su educación. En ese momento, cuando Fierro se acercaba con las cuerdas para amarrar a Don Don al poste, ocurrió algo que Villa había visto antes en hombres desesperados. Don Don se llevó la mano al pecho, puso los ojos en blanco y se desplomó en el suelo como si hubiera sufrido un ataque al corazón.

Era un desmayo convincente, completo con respiración entrecortada y espuma en la boca. Villa observó la escena con interés académico, sin moverse para ayudar. Los trabajadores de la hacienda se miraron entre sí con incertidumbre. Ugalde y los guardias parecían genuinamente sorprendidos, pero Vila había visto demasiados hombres enfrentarse a la muerte como para ser engañado fácilmente. Había algo en la manera en que don Delton había caído, algo demasiado calculado, demasiado oportuno. Villa hizo una seña discreta a sus hombres con la mano como indicándoles que todo estaba bajo control.

Después se acercó al cuerpo aparentemente inconsciente de Don Dalton y lo observó cuidadosamente. La respiración era irregular, pero no agonizante. Los ojos estaban cerrados, pero los párpados temblaban ligeramente y había algo en la postura que no era natural, como si Don Don estuviera haciendo un esfuerzo por mantener cierta posición. Sin decir palabra, Villa hizo otra seña con la mano a Fierro, quien entendió inmediatamente. Se acercó en silencio, tomó el látigo que Vila le extendía y sin previo aviso, descargó un golpe seco sobre la espalda del supuesto cadáver.

El efecto fue instantáneo y revelador. Don Dalton gritó de dolor y sorpresa, sus ojos se abrieron como platos y se enderezó parcialmente antes de darse cuenta de su error. “Órale!”, exclamó Villa con una sonrisa feroz. “Parece que descubrí la cura para la muerte, muchachos, y la cura son exactamente 100 chicotazos.” se dirigió directamente a Don Don, quien ahora lo miraba con horror absoluto. Ahora faltan 99, Don Dalton. Espero que haya disfrutado su pequeña siesta, porque lo que viene después va a mantenerlo muy despierto.

Los hombres alrededor del patio comenzaron a reír, un sonido áspero que se mezcló con los gemidos de terror de Don Dilton. El asendado había mostrado su cobardía de la manera más patética posible y ahora todos sabían qué tipo de hombre era realmente. Un cobarde que torturaba niños, pero que no podía enfrentar las consecuencias de sus actos como un hombre. Fierro y dos dorados más levantaron a don Dalton del suelo y lo arrastraron hacia el poste, que ya estaba firmemente plantado en el centro del patio.

Lo amarraron de las muñecas a las argollas de hierro, exactamente como él había amarrado a tantos niños inocentes. La ironía era perfecta. El torturador convertido en víctima, el verdugo convertido en condenado, usando las mismas herramientas que había empleado para causar tanto sufrimiento. Villa tomó el látigo de las manos de fierro y lo probó en el aire, haciéndolo silvar con la precisión de alguien que sabía usarlo. “Don Don”, dijo con voz clara que todos pudieran escuchar. Durante años usted usó este mismo tipo de látigo para educar niños.

Decía que era por su bien, que era para enseñarles disciplina, que era para convertirlos en mejores personas. Caminó lentamente alrededor del poste. Bueno, pues ahora yo voy a educarlo a usted. Voy a enseñarle lo que se siente ser pequeño, indefenso y completamente a merced de alguien más poderoso. El primer latigazo cortó el aire. y se estrelló contra la espalda de don Dilton con un sonido húmedo y terrible. La camisa de lino se desgarró inmediatamente y una línea roja apareció sobre la piel blanca que nunca había conocido el trabajo duro.

Don Dilton gritó con una intensidad que hizo eco en todo el patio, un sonido de dolor puro que había escuchado muchas veces antes, pero siempre saliendo de bocas mucho más pequeñas. Uno. Contó Vila en voz alta. Este es por Laurinda, la niña que encontré pidiendo sobras con las marcas de su látigo en los brazos. El segundo golpe cruzó el primero formando una X sangrienta. Dos. Este es Portoñito al que torturó ayer mismo por defenderse de su perro.

El tercero arrancó un pedazo de tela y piel. Tres. Este es por Esperanza, la hija de Jacinto, que murió después de 15 latigazos por dejar caer un jarro de leche. Con cada golpe, Villa nombraba a una víctima, honraba a un niño torturado, daba voz a años de sufrimiento silencioso. Su discurso se intercalaba entre los latigazos como una letanía de justicia, como un sermón sobre la protección de los inocentes, como una lección que todos los presentes recordarían para siempre.

Cuatro. Este es por todos los niños que trabajan de sol a sol descanso. Cinco. Este es por todos los que duermen en el suelo sin mantas. Seis. Este es por todos los que comen sobras mientras usted se da banquetes. Villa nunca pausó, nunca dudó, nunca mostró misericordia. En este mundo, don Dalton, hay líneas que no se pueden cruzar, hay límites que no se pueden sobrepasar y torturar niños inocentes es la línea más sagrada de todas. Don Delton intentó hablar entre latigazos, ofrecer dinero, suplicar misericordia, justificar sus acciones.

Pero Villa tenía una respuesta para cada intento, más dolor, más humillación, más lecciones sobre lo que significaba ser completamente powerless en manos de alguien más fuerte. 10. Este es por la dignidad humana que usted pisoteó durante años. 11. Este es por las madres. que tuvieron que ver sufrir a sus hijos sin poder hacer nada. 12 Este es por los padres que perdieron a sus pequeños por su crueldad sistemática. La voz de Vila se alzaba sobre los gritos de Don Delton, clara y firme como la justicia misma.

Yo protejo a los que no pueden protegerse solos. Yo defiendo a los que no tienen voz. Yo castigo a los que usan su poder para destruir vidas inocentes. El patio se había llenado de espectadores, trabajadores de la hacienda, dorados de villa, incluso algunos curiosos del pueblo que habían escuchado los disparos y se habían acercado. Todos presenciaban algo que jamás habían visto. Un poderoso recibiendo exactamente el mismo trato que había dado a los indefensos. Era justicia poética en su forma más pura.

Y todos entendían que estaban viendo algo que se recordaría durante generaciones. Para cuando Villa llegó al chicotazo 40, donde Dilton ya no gritaba con palabras coherentes, solo emitía sonidos guturales de dolor animal colgado de las argollas como un muñeco roto. Su espalda era un mapa de heridas que sangraban libremente, empapando la tierra del patio con la misma sangre que había derramado indirectamente a través de tantos niños torturados. Pero Villa no se detuvo. Había prometido 100 chicotazos y Pancho Villa siempre cumplía sus promesas.

41. Este es por todos los sueños que destruyó, por todas las sonrisas que borró de caras infantiles. 42. Este es por las noches que esos niños pasaron llorando en silencio. Villa continuaba su letanía implacable, cada golpe acompañado por una lección moral que resonaba en el aire nocturno como el sermón de un predicador vengativo. 43. Este es por enseñarnos que la maldad tiene precio y que ese precio siempre se cobra. En el chicotazo 50, don Don perdió el conocimiento y se desplomó contra las cuerdas.

Villa se detuvo, tomó un cubo de agua del pozo y se lo vació encima sin ceremonia. Don Dpertó tosiendo y vomitando, completamente desorientado, pero aún conscientemente vivo, para recibir su educación completa. Despertó don Dayton. Perfecto, todavía quedan 50. No queremos que se pierda la parte más instructiva de la lección. Villa probó el látigo en el aire otra vez. ¿Sabe qué es lo más interesante de todo esto? que usted podría haber evitado este momento tan fácilmente. Solo tenía que tratar a los niños como seres humanos en lugar de como objetos para su diversión.

Entre los chicotazos 60 y 70, Don Don intentó una última estrategia de supervivencia. Con voz quebrada por el dolor, comenzó a ofrecer todo lo que tenía. Por favor, Villa, tengo oro enterrado. Tengo contactos con los gringos. Puedo conseguirle armas, municiones, caballos, lo que quiera. 71, respondió Villa con otro latigazo. Este es por creer que todo en la vida se puede comprar con dinero. 72. Este es por no entender que hay cosas sagradas que no están en venta.

Su voz se alzó para que todos pudieran escuchar. El respeto por los inocentes no se compra, don Delton. La decencia humana no se negocia. La protección de los niños no tiene precio. Para el chicotazo 80, don Dilton había comenzado una nueva táctica, intentar justificar sus acciones. Yo yo los estaba educando, los estaba preparando para la vida. El mundo es duro, tenían que aprender. 81 Villa lo interrumpió con otro golpe devastador. Este es por mentirse a sí mismo para justificar su maldad.

82. Este es por no tener el valor de admitir que torturaba niños porque le daba placer. Villa se acercó al poste para que Don Dilton pudiera escucharlo claramente. No los estaba educando, cabrón. Los estaba torturando porque estaba enfermo del alma. Y los hombres enfermos del alma necesitan medicina fuerte. Los chicotazos 90 y 91 cayeron sobre un Don Dal Don que ya apenas tenía fuerzas para mantener la cabeza erguida. Su espalda era una ruina de carne abierta que parecía haber sido atacada por un animal salvaje.

Pero Villa sabía que el hombre seguía consciente, seguía sintiendo cada golpe, seguía experimentando exactamente lo que tantos niños inocentes habían experimentado en ese mismo lugar. 92 Este es por todas las veces que un niño le rogó que parara y usted continuó. 93. Este es por todas las lágrimas infantiles que usted causó y disfrutó. Villa respiró profundo, preparándose para los golpes finales. 94 Este es por demostrar que la justicia existe, aunque a veces tarde en llegar. Cuando Villa alzó el látigo para el chicotazo 95, don Dilton logró reunir fuerzas de algún lugar profundo de su desesperación para gritar una súplica final.

Por favor, ya no más. Méteme una bala en la cabeza, desgraciado. Llega de esa maldad. En fin. Vila se detuvo con el látigo en alto. Sonrió con una expresión que era mitad diversión y mitad satisfacción siniestra. Maldad sin fin”, repitió saboreando las palabras. “Qué curioso que usted diga eso, don Dailton. Qué muy curioso. Sin avisar, Vila soltó el látigo y desenfundó su pistola en un movimiento fluido. El disparo resonó por todo el patio como un trueno final y don Don Sartunino se desplomó contra las cuerdas con un agujero perfectamente redondo en el centro de la frente.

Su expresión final fue de sorpresa absoluta, como si no hubiera creído realmente que Villa cumpliría su último deseo. Su deseo es una orden”, dijo Villa enfundando su arma. “La venganza está hecha y la justicia restaurada. El silencio que siguió fue profundo como una tumba. Nadie se movió, nadie habló. Todos procesando lo que acababan de presenciar. Habían visto algo que trascendía la simple ejecución de un criminal. Jacinto Herrera fue el primero en romper el silencio. Se acercó al cuerpo de don Dalton, escupió sobre él y murmuró, “Por esperanza que en paz descanse, hijita.

El hombre que te mató ya pagó.” Otros trabajadores se acercaron también, no para golpear al cadáver, sino simplemente para confirmar que el monstruo que había controlado sus vidas durante años realmente estaba muerto. Villa se dirigió a los trabajadores reunidos. Esta hacienda ya no pertenece a ningún patrón, pertenece a ustedes, a la gente que la trabajó con su sudor y su sangre. Divídanla entre las familias, críen a sus hijos libres y recuerden siempre que en el desierto de Chihuahua tocar a los inocentes tiene consecuencias.

Fierro se acercó a Villa mientras los trabajadores comenzaban a dispersarse para hacer planes sobre su nueva libertad. ¿Y ahora qué, jefe? Ahora nos vamos. Nuestro trabajo aquí está terminado. Villa se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello. Los niños están a salvo. El monstruo está muerto y la gente libre puede empezar una vida nueva. Mientras los dorados se preparaban para partir, Villa se acercó una última vez al poste donde colgaba el cuerpo de Don Don.

Le quitó el látigo de las manos ensangrentadas y lo arrojó al fuego que alguien había encendido para quemar los papeles de deudas de la hacienda. El cuero se retorció y se consumió entre las llamas, llevándose consigo años de terror y sufrimiento. Una hora después, cuando el primer resplandor del amanecer comenzó a pintar las montañas del este, Villa hizo una parada en el pueblo antes de partir. Encontró a Laurinda en la casa del herrero, ayudando a preparar tortillas con su nueva familia adoptiva.

La niña tenía una sonrisa en el rostro que no había mostrado en años y sus ojos ya no tenían esa alerta constante del animal acorralado. “General Villa”, dijo Laurinda al verlo. “Realmente ya nunca más va a haber alguien que nos pegue.” “Nunca más, muchacha, respondió Vila, poniéndose en cuclillas para quedar a su altura. Y si alguna vez aparece otro hombre como don Dilton, mandas llamarme. Siempre voy a venir cuando los niños necesiten protección. Después de despedirse de la orinda, Villa montó a siete leguas y se reunió con sus dorados a las afueras del pueblo.

Los niños rescatados viajaban en carretas con familias que se habían ofrecido voluntariamente para cuidarlos, alejándose para siempre del infierno que había sido sancetano. Mientras se alejaban de San Cayetano, Villa reflexionó sobre lo que acababa de hacer. No había sido guerra, no había sido política, no había sido estrategia militar, había sido algo más fundamental, la aplicación de la justicia humana básica en un mundo donde los poderosos creían que podían hacer lo que quisieran con los indefensos. Era el tipo de justicia que el gobierno mexicano no proporcionaba, que las autoridades locales no querían proporcionar, que solo hombres como él podían y estaban dispuestos a aplicar.

Villa sabía que esta no sería la última vez que tendría que aplicar este tipo de justicia. México estaba lleno de poderosos que abusaban de su posición, llenos de monstruos disfrazados de hombres respetables que creían que el dinero y la influencia los ponían por encima de la desencia humana básica. Y mientras existieran esos monstruos, existiría la necesidad de hombres dispuestos a enfrentarlos sin importar las consecuencias.