¿Puedes chuparla? Le preguntó el vaquero solitario la novia gigante y joven,ella sonrió y dijo….
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En las tierras secas y ardientes de Waomen, donde el sol quema la piel y el viento arrastra los recuerdos como si fueran hojas muertas, vivía un hombre que ya no vivía. James Cooper, 34 años, alto, flaco, con la barba crecida y los ojos del color del cielo antes de la tormenta, era un vaquero solitario que pastoreaba sus pocas vacas y su mucho dolor.
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Tres años atrás, suarra, su sol de cada mañana, había muerto en el parto junto con la niña que nunca llegó a llorar. Desde entonces, James no hablaba más que con su caballo Thunderby y con las estrellas. El rancho parecía un cementerio con corral. Hasta que un día con el corazón todavía en pedazos, puso un anuncio en el periódico de Cheye.
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Vaquero, viudo, con tierra y casa propia, busca mujer honrada dispuesta a matrimonio. No importa pasado, solo futuro. Y el futuro llegó un martes de julio en la diligencia polvorienta que venía de Dandor. Cuando la puerta de la diligencia se abrió, James casi deja caer el sombrero. De ahí bajó una mujer que parecía tallada por los mismos dioses que hicieron las montañas.
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Margaret Ruthes medía casi seis pies y medio, más alta que la mayoría de los hombres del pueblo, ancha de hombros, fuerte como un roble, con el cabello castaño recogido en una trenza gruesa y los ojos verdes como los pastos después de la lluvia que nunca llegaba. Vestía el traje de novia más blanco que James había visto en su vida, pero lo llevaba con la seguridad de quien lleva armadura.
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Usted debe ser el señor Cooper”, dijo con una voz profunda y tranquila, extendiendo una mano que podía partir leña sin hacha. James tragó saliva. No sabía si saludarla o pedirle perdón por haberla hecho venir hasta ese rincón olvidado de Dios. Antes de que pudiera hablar, algo silvó entre la hierba seca. Un cascabel gordo, enfurecido por el calor clavó los colmillos en la pantorrilla de James.
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El dolor fue como si le hubieran metido una brasa viva en la carne. “Maldita sea”, gritó cayendo de rodillas. La diligencia ya se iba. El cochero ni se detuvo. En ese pueblo no había doctor. El más cercano estaba a dos días a caballo. James sabía lo que venía. Fiebre, hinchazón, la muerte lenta y negra. Margaret no gritó, no se desmayó.
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Se arrodilló en el polvo con su vestido de novia, tomó la cara de James entre sus manos enormes y preguntó con calma. ¿Confías en mí? Él apenas pudo asentir con la vista nublada. Entonces ella hizo algo que nadie en Women olvidaría jamás. bajó la cabeza, puso su boca sobre la herida y empezó a succionar el veneno.
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Una, dos, 10 veces. Escupía la sangre negra en la tierra sin importarle que el vestido blanco se volviera rojo y marrón. Sus labios se hincharon, su lengua ardió, pero no paró hasta que el flujo negro se volvió rojo claro. “Mi padre fue cirujano del ejército”, dijo mientras le vendaba la pierna con tiras arrancadas de su propia en agua.
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“En Texas aprendí a sacar veneno de cascabel antes de aprender a leer.” James, medio inconsciente, solo alcanzó a murmurar. “Nunca nadie hizo algo así por mí.” Pues ahora sí, respondió ella y lo cargó en brazos como si fuera un niño hasta la carreta. Esa noche, mientras James ardía en fiebre, Margaret no durmió, le puso con presas frías, le cantó canciones en voz baja que había aprendido de su madre irlandesa y rezó en silencio.
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Al amanecer, la fiebre rompió. James abrió los ojos y la vio sentada junto a la cama, con el vestido destrozado y el rostro manchado de tierra y sangre seca. Pensé que eras un sueño”, susurró él. “No, vaquero, soy lo más real que te ha pasado en tres años.” Los días siguientes fueron un duelo silencioso. James quería mantenerla lejos.
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El recuerdo de Sarra todavía le sangraba, pero Margaret no era mujer de alejarse. Arregló el corral, cocinó frijoles que sabían a Gloria, curó a Thunder cuando un segundo cascabel lo mordió en el prado y James ni se enteró hasta que vio al caballo galopando como nuevo. Hablaba poco, trabajaba mucho y cuando reía era un sonido que hacía temblar las vigas de la casa.
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Una tarde llegó Kanstens, la madre de Sara. Venía desde el aramie con el veneno de la viudez y el rencor en los ojos. “Esto es una afrenta”, gritó desde el porche. “Mi hija apenas lleva 3 años bajo tierra y tú traes a a esta giganta.” Margaret estaba lavando ropa en el pilón. Se secó las manos, se acercó despacio y escuchó cada palabra sin bajar la mirada.
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“Usted es muy alta para ser mujer”, siguió Kanstens. Muy ancha, muy diferente. Sara era delicada, era perfecta. Tú nunca podrás llenar sus zapatos. Cuando Kstens terminó con lágrimas de rabia, Margaret dio un paso adelante y la abrazó. La abrazó fuerte, como quien abraza una tormenta para calmarla. “Señora, yo no vine a reemplazar a su hija”, dijo con voz quebrada.
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Vine porque un hombre bueno me pidió que viniera y si me permite, yo también llevo muerto por dentro mucho tiempo. Mi prometido cayó en la guerra y desde entonces cargo mi propio ataúd. Tal vez, tal vez dos muertos puedan aprender a vivir otra vez. Ksten se quedó tiesa un segundo, luego se derrumbó llorando en los brazos de aquella mujer que era más grande que su dolor.
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Cuando se fue, dos días después le dijo a James en la puerta, “No seas tonto, James Cooper. Esta mujer es un milagro con falda. No la dejes ir. El contrato de 30 días estaba por terminar. Margaret ya tenía el boleto de regreso en el bolsillo escondido. Había decidido marcharse sin hacer ruido para no obligarlo a elegir entre ella y el fantasma de Sarra.
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Pero llegó la lluvia. Después de 3 años de sequía, el cielo se rompió en millones de lágrimas. La tierra olía a vida nueva. James y Margaret corrieron al granero porque la casa tenía goteras. Afuera el mundo se lavaba. James la miró. Estaba empapada, el pelo pegado a la cara, el vestido sencillo pegado al cuerpo que tanto había intentado ignorar.
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Y algo se rompió dentro de él. Margaret dijo, y su voz tembló como la tierra bajo la lluvia. Te amo. No sé cuándo pasó. Tal vez cuando me salvaste la vida. Tal vez cuando abrazaste a Kanstens. Tal vez cada vez que te vi levantarte antes del sol para que yo no tuviera que hacerlo solo. Tengo miedo, miedo como el demonio.
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Pero si te vas, me muero de verdad esta vez. Quédate, cásate conmigo. De verdad, para siempre. Ella lo miró con esos ojos verdes que guardaban tormentas y primaveras. James Cooper, yo te amé desde el momento en que te cargué en brazos como a un ternero enfermo. Claro que me quedo. Y bajo la lluvia que lavaba el polvo de los años se besaron.
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Se besaron como dos personas que habían estado ahogadas y por fin encontraban aire. Se besaron como quien encuentra agua en el desierto. Meses después en el pueblo contaban la leyenda, la del vaquero, que casi muere por un cascabel y fue salvado por una novia gigante que chupó el veneno con su vestido de boda.
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Decían que cuando pasaba Margaret montada en Thunder con James a su lado, los dos riendo como niños, hasta los cactus parecían florecer. Porque el amor, amigos, no entiende de medidas ni de moldes. El amor ve un corazón roto y dice, “Aquí encajo yo.” Y en aquellas tierras secas de Waomen, donde antes solo crecía el dolor, nació algo más fuerte que la sequía, una familia.