«Para cuando sea demasiado…» murmuró el apache solitario a la novia que le tocó por destino
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En el año del Señor de 1857, cuando el viento del desierto aún llevaba recuerdos de la guerra con los Yankeis y los caminos de Sonora a Chihuahua eran peligrosos, ocurrió una historia que todavía susurran los viejos junto a las fogatas de los ranchos perdidos. Se llamaba Juan Tenorio el mozo, pero todos lo conocían como el cuervo solitario, una pachiagua criado entre los ranchos de la frontera después de que su tribu sufriera una gran tragedia a manos de cazadores de recompensas tejanos.
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alto, de piel bronce como el maguei tostado, con el cabello negro que le llegaba hasta la cintura y unos ojos que parecían haber visto nacer y morir soles. El cuervo había aprendido a vivir entre dos mundos y a no pertenecer a ninguno. Cabalgaba una lasan sin marca, llevaba un rifle spansol tomado en batalla y un cuchillo que había pertenecido a su padre, el gran guerrero Nan Goclis.
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En el pueblo de Santa Rosalía, en la Ribera del Río Mayo, se celebraba la boda más sonada del año. Don Ignacio de la Vega, el ascendado más rico entre Guaimas y Álamos, casaba a su hija única, doña María de la Luz, con el capitán español don Rodrigo de Alarcón, un militar de fina sangre que había llegado con la expedición francesa y se quedó porque el oro de las minas le sonreía más que la gloria de Napoleón.
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María de la Luz era la criatura más hermosa que ojos humanos hubieran contemplado en aquellas tierras. Tenía la piel como leche de burra, los ojos verdes heredados de una abuela irlandesa perdida en la mar y un cabello castaño que cuando lo soltaba parecía río de miel cayendo hasta su cintura. Dicen que hasta los coyotes se quedaban quietos cuando ella cantaba en la ventana.
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La boda sería en la hacienda del paraíso con tres días de fiesta, toros, gallos y músicos traídos desde Hermosillo. Los invitados llegaban de lejanas leguas, gobernadores, curas, comerciantes chinos, hasta un fotógrafo francés con su aparato de madera y latón. Pero la noche antes de la boda, mientras los sirvientes encendían cientos de velas de cebo y los cocineros preparaban grandes banquetes, una sombra se deslizó entre los mezquites.
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Era el cuervo solitario que había oído hablar de la belleza de María de la luz desde los campamentos más lejanos del desierto. No venía a robar ganado ni caballos. Venía a verla aunque fuera una sola vez. Se ocultó detrás del pozo, envuelto en su zarape negro. Y cuando la novia salió al patio a tomar aire fresco, la luna la bañaba como si fuera una virgen de plata.
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El apache sintió que algo se rompía dentro de su pecho. Nunca había creído en los dioses de los blancos ni en los espíritus de su gente, pero en ese instante supo que había nacido para ese momento. Y entonces ocurrió lo impensable. Un grupo de forajidos pagados por un primo envidioso del novio que quería la hacienda, atacó la casa grande en plena madrugada.
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Eran más de 40, armados con rifles y machetes, gritando con furia. Vencieron a los centinelas, prendieron fuego a los corrales y entraron como tormenta al salón principal donde dormían los invitados. El capitán Alarcón, valiente afectado por el coñac francés, intentó defenderse y cayó herido de gravedad antes de poder usar su sable.
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Don Ignacio resultó gravemente herido mientras protegía a su esposa. La hacienda ardía. Los gritos llenaban la noche y María de la Luz en camisón corría descalza por los pasillos buscando escapar de las llamas. Fue entonces cuando el cuervo salió de la oscuridad. Con la rapidez de un puma, detuvo a dos jackis que intentaban llevarse a la muchacha hacia los caballos.
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Su cuchillo brillaba bajo la luz del incendio. Disparó sus panzers cinco veces y cinco hombres quedaron fuera de combate. Los atacantes, sorprendidos por aquel guerrero que peleaba con increíble habilidad, comenzaron a retroceder. En menos de un cuarto de hora, la mitad de los atacantes había sido derrotada.
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Los demás huyeron hacia la sierra, dejando atrás la hacienda destruida. Cuando el humo se asentó, la hacienda era un montón de vigas humeantes. Los heridos yacían por todas partes. María de la Luz, cubierta de ollín y agotada, temblaba de pie en medio del patio. Su padre agonizaba en sus brazos. Su prometido había caído y ella era la única herederá de una fortuna, ahora convertida en cenizas.
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El cuervo se acercó lentamente con el cuchillo aún en la mano. La miró a los ojos. ¿Estás viva?”, dijo en español perfecto con esa voz profunda que parecía salir de la tierra misma. Ella levantó la mirada. Por primera vez vio al hombre que la había salvado. Alto, musculoso, con el pecho cubierto de cicatrices antiguas y nuevas heridas.
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Su mirada era fiera, pero no cruel. “¿Quién eres?”, susurró ella. Alguien que no debería estar aquí, respondió él. Pero ya estoy. Don Ignacio con la voz rota, tomó la mano de su hija y luego la de la Pache, te debo la vida de mi niña, tosió. Todo lo que queda es tuyo. Llévatela. Protégela. Jura por Dios o por tus dioses que la cuidarás siempre.
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El cuervo miró a la joven. Ella no apartó la vista. Había miedo en sus ojos, pero también algo más. Gratitud. Curiosidad, tal vez el comienzo de otra cosa, juro, dijo él simplemente. Y así, en medio de la tragedia y el fuego, María de la Luz de la Vega se convirtió en la mujer del cuervo solitario. No hubo cura, ni anillos, ni bendición, solo la palabra de un apache y el último deseo de un padre moribundo.
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Los pocos sirvientes que sobrevivieron contaron después que la novia, aún en camisón manchado, montó detrás de la Pache en su alasán y juntos desaparecieron rumbo al norte, hacia la Sierra Madre, donde ni la ley ni los hombres blancos llegaban. Durante semanas cabalgaron por cañones donde el sol quema la piel y la noche hiela los huesos.
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El cuervo cazaba venados con su arco, pescaba truchas en los arroyos de montaña y cada noche encendía una fogata pequeña para que la muchacha no tuviera frío. Al principio ella apenas hablaba, lloraba en silencio, mirando las estrellas, recordando a su padre, su casa perdida, la vida que había tenido. El apache la dejaba llorar.
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No sabía consolar con palabras, así que lo hacía con acciones. Le hacía una cama de ramas de ramas de pino, le ponía su zarape encima cuando dormía, le trenzaba el cabello como había visto hacer a las mujeres de su tribu. Una noche, junto a un arroyo que cantaba entre las piedras, María de la Luz habló por primera vez de verdad.
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¿Por qué me salvaste? Preguntó. Podrías haber dejado que me llevaran. Nadie te habría culpado. El cuervo estaba afilando su cuchillo con una piedra. La luna reflejaba en la hoja. “Porque desde que te vi en el patio supe que eras para mí”, respondió sin mirarla. “No sé explicar más.” Ella se acercó. El camisón ya estaba roto y sucio, pero aún era hermosa.
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Se sentó junto a él. “Entonces soy tu prisionera.” No, dijo él. y por primera vez la miró directo. Eres mi mujer, pero si algún día quieres irte, te llevaré hasta el primer pueblo donde esté segura. Palabra de Apache. María de la Luz sintió que algo se movía dentro de ella. Nadie, ni su padre ni el capitán Alarcón, le había hablado con esa sinceridad brutal.
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Los días se convirtieron en semanas. Aprendió a montar sin silla, a rastrear huellas de venado, a hacer tortillas de harina en una piedra caliente. Él le enseñó palabras en D, la lengua pache, sas, oso. T l e noche, sí, yo, ni tú. Una tarde, después de bañarse en una cascada, ella salió del agua con el cabello chorreando y el cuerpo brillando bajo el sol.
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El cuervo la miró como si la viera por primera vez. Ella no se cubrió. se acercó despacio, tomó su mano y la puso sobre su pecho. “Para cuando sea demasiado”, susurró él con la voz ronca. Ella negó con la cabeza, “nunca será demasiado.” Y allí, entre las rocas y el canto del agua, se entregaron uno al otro por primera vez. Fue lento, casi sagrado.
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Él la tocaba como quien toca algo que no merece, con miedo de romperlo. Ella lo guiaba sinvergüenza, enseñándole que el amor también puede ser tierno. Después yacieron abrazados mirando el cielo. Juan dijo ella usando su nombre de bautismo por primera vez. Me enseñarás a ser libre como tú. Primero tú me enseñarás a ser hombre de verdad”, respondió él y por primera vez sonrió. Pasaron los meses.
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Vivían en una cueva alta en la sierra donde nadie los encontraba. Él salía a cazar y a veces a conseguir ganado de los ascendados. Ella aprendió a curtir pieles, a hacer mocacines, a disparar el rifle mejor que muchos hombres, pero el mundo no los dejaba en paz. Un día llegó al campamento un viejo amigo del cuervo, un apache llamado Tasa, hijo del gran cochice.
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“Los soldados mexicanos y los americanos buscan a la Pache que se llevó a la hija del hacendado”, dijo Tasa. “Ofrecen 1000 pesos oro por tu captura y 2000 por la mujer viva.” El cuervo apretó los labios. “¿Qué vengan?” “¿No entiendes, hermano? No son soldados comunes. Es el coronel Carrasco, famoso por su crueldad, y viene con guías yaquis que conocen estas sierras como su propia mano.
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Esa noche, María de la Luz tomó la cara de su hombre entre sus manos. Huyamos más al norte. Cruzaremos el río Bravo. Dicen que allá los apaches aún son libres. Allá también nos encontrarán algún día, respondió él. Pero si es tu deseo, iremos. Prepararon lo indispensable. Dos caballos fuertes, comida seca. Las armas salieron de madrugada cuando la luna aún estaba alta.
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Durante tres días cabalgaron sin parar, atravesando cañadas peligrosas. Pero en la cuarta noche, cuando acampaban en un bosquecillo de encinos, oyeron los cascos. Eran más de 50 hombres. El coronel Carrasco en persona, con su bigote negro y su uniforme lleno de medallas falsas, gritaba órdenes. El cuervo besó a María de la Luz una última vez. Quédate aquí.
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Si algo me pasa, corre hacia el este. Hay un ranchito de un viejo que me debe la vida. Él te ayudará, ¿no?, dijo ella tomando el rifle. Ahora soy Apache también. La batalla fue feroz y breve. El cuervo derrotó a muchos enemigos antes de resultar herido en el hombro. María de la luz disparaba desde detrás de una roca con una calma increíble.
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Cuando el coronel Carrasco vio que sus hombres caían uno tras otro, ordenó cargar con todo. Entonces ocurrió lo imposible. De entre los cerros bajaron más de 100 guerreros apaches. Era Cochiz en persona, alertado por Tasa que había ido a buscar ayuda. Los soldados fueron rodeados y completamente vencidos. El coronel Carrasco intentó huir, pero el cuervo, aunque herido, lo alcanzó y lo derrotó.
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Cuando todo terminó, Cochice miró a la mujer blanca que luchaba al lado de su hijo adoptivo. Esta es valiente, dijo en D. Puede quedarse con nuestra gente. María de la Luz, agotada pero firme, se arrodilló ante el gran jefe. Solo quiero quedarme con él. Cochiz asintió. Y así fue como la hija del ascendado más rico de Sonora se convirtió en mujer apache y el cuervo solitario encontró por fin un hogar.
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Años después, los viajeros que cruzaban la Sierra Madre contaban que en ciertas noches de luna llena se veía a una pareja cabalgando junta, el con su cabello largo y negro, ella con trenzas apache y un rifle al hombro. Decían que eran fantasmas, pero los viejos apaches sabían la verdad. Y cuando alguien preguntaba a la mujer de ojos verdes por qué había dejado todo por un apache solitario, ella solo sonreía y decía en de perfecto, porque él nunca me pidió que fuera menos de lo que soy, solo me pidió que fuera más.
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Y hasta el día de hoy, en las fogatas de la sierra, los niños escuchan esta historia y aprenden que el amor, cuando es de verdad, no entiende de razas ni de fronteras, solo entiende de corazones que deciden latir juntos para cuando sea demasiado. Nunca fue demasiado.