MILLONARIO INSTALÓ CÁMARAS PARA VIGILAR A LA NIÑERA – PERO LO QUE VIO DE SU HIJO LO CONMOCIONÓ

MILLONARIO INSTALÓ CÁMARAS PARA VIGILAR A LA NIÑERA – PERO LO QUE VIO DE SU HIJO LO CONMOCIONÓ
Dicen que el dinero lo compra todo. Casas con piscina climatizada, coches que nadie necesita, viajes en jet privado, relojes que cuestan más que una casa. Vicente Almeida tenía todo eso y más. Era dueño de una constructora valorada en 800 millones, salía en revistas de negocios, daba entrevistas hablando de éxito y visión. En las fotos siempre salía serio, elegante, con ese aire de hombre que lo controla todo.
Pero puertas adentro, cuando se cerraban los portones de la mansión en São Paulo y el eco de sus propios pasos era el único ruido, Vicente sabía la verdad: había algo que nunca había conseguido comprar. Confianza.
Un año atrás, la vida le había dado un giro tan brusco que lo había dejado roto y desconfiado. Había perdido a su esposa, Susana, en el parto del primer hijo de ambos. De la noche a la mañana pasó de ser “el hombre de los negocios” a ser “el viudo con un bebé de meses” que no sabía ni cómo sostener un biberón sin mirar un tutorial en internet. Y como si el dolor no bastara, en pocos meses la casa se llenó de traiciones pequeñas que terminaron de endurecerle el corazón.
La primera empleada que contrató después de la muerte de Susana le robó joyas. La segunda intentó vender fotos del bebé a una revista de chismes. La tercera publicó en Instagram que trabajaba para un “billonario famoso” y casi provocó un problema de seguridad. Una tras otra, cinco empleadas en seis meses salieron por la puerta acompañadas por el abogado de Vicente o por la seguridad privada. Cada historia era una puñalada nueva.
Al final, solo quedaban en esa mansión silenciosa él y Pedro, un bebé de un año y dos meses que aún no caminaba, casi no sonreía y que, para ser honestos, tenía un padre que no sabía muy bien qué hacer con él. Vicente era brillante cerrando contratos millonarios, pero cambiando pañales… un desastre.
Fue entonces cuando la agencia mandó a Camila.
Llegó un lunes por la mañana con una mochila sencilla al hombro, el cabello recogido y un vestido barato pero prolijo. Había algo en su forma de mirar la casa, una mezcla de admiración y respeto, que no tenía nada que ver con el brillo codicioso que Vicente ya conocía demasiado bien.
—Buenos días, señor Vicente. —sonrió—. Qué casa tan hermosa. ¿Y este bebé? ¡Qué preciosura!
Pedro, desde su corralito en la sala,
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