Mi SUEGRO supo COMO DIVERTIRSE

  • Apenas crucé el umbral de la casa, mi suegro  abrió los ojos como quien contempla un milagro inesperado. El golpe seco de la puerta al  cerrarse detrás de nosotros retumbó en la sala, y él, tomando mi maleta con una facilidad que me  sorprendió, exclamó con voz clara: te había visto solo en fotografías, pero creo que mi hijo  es un suertudo, porque eres realmente bella.
  • Me dijo aquello con un brillo extraño en  la mirada, mezcla de júbilo y coquetería, y luego añadió, casi en broma pero con una gravedad  escondida entre las palabras: Qué alegría me da que este muchacho, por fin, haya hecho algo bueno. Mi marido soltó una carcajada breve, nerviosa, que resonó entre las paredes adornadas  con cuadros antiguos de paisajes y santos.
  • Pues ya ves papá —respondió—, algo aprendí de  ti. Porque en gustos creo que somos iguales. Yo creo que sí —dijo mi suegro, acercándose—.  Me alegra que hayan venido a visitarme. Lo vi abrazar a mi marido con fuerza, como  quien quiere recordar con el tacto algo que el tiempo ya amenaza con arrebatarle.
  • Yo,  con timidez, me acerqué y extendí la mano, pero él, con un gesto repentino, la rechazó con  palabras que parecieron salir más de su pecho que de sus labios: Ese es saludo entre hombres  y amigos. Pero tú no eres amiga, eres familia, así es que venga el abrazo. Sin darme tiempo a reaccionar, me envolvió en sus brazos.
  • y un escalofrío  helado me recorrió la espalda, obligándome a sujetar los tirantes de mi vestido, que se  resbalaban como si tuvieran voluntad propia. Quiero que te sientas en tu casa —dijo mientras  depositaba mi maleta en medio de la sala, sobre una alfombra persa gastada que parecía  esconder memorias y pasos de generaciones enteras. Yo le sonreí, tratando de aliviar la tensión  invisible que se había instalado en el aire.
  • Gracias suegro… la verdad tampoco pensé que usted  fuera tan joven todavía. Más parece usted hermano de mi marido que su padre. Él rió, pero en  su risa había un dejo de melancolía. Gracias, pero ya tengo mis añitos encima. Y aunque no lo  creas, las fuerzas se van acabando día con día. Mi marido intervino enseguida, como si quisiera  rescatarlo de esa confesión: Claro, si mi padre apenas tiene cuarenta años… solo que se casó  muy joven.
  • Pero siéntense —indicó mi suegro, alzando la voz. Luego llamó a la mujer que lo  ayudaba en los quehaceres de la casa. Una señora de cabello recogido en moño apareció con pasos  silenciosos, como si flotara en vez de caminar. Por favor, tráete algo de tomar —pidió  él. Con gusto, ¿Qué desea la señora? —me preguntó mirándome con una cortesía casi  exagerada.
  • Bueno, tráeme una limonada —respondí, con una sonrisa ligera. Con mucho gusto señora  —dijo ella, desapareciendo por el pasillo, dejando tras de sí un murmullo de vajillas  y el silbido del agua cayendo en la cocina. Me senté en el sofá de terciopelo verde  oscuro, cruce las piernas y acomodé la falda de mi vestido.
  • Pero de pronto sentí  la mirada de mi suegro, fija e inquisitiva, como si buscara algo más allá de lo evidente. Él se sentó frente a nosotros, en un sillón de cuero que crujió bajo su peso, y mientras mi  marido hablaba de trivialidades, yo noté que sus ojos permanecían entretenidos en mi gesto,  en el roce de mis dedos sobre mi rodilla, en la forma en que mi collar de cuentas  de vidrio atrapaba la luz de la lámpara.
  • Disimulé, bajando la vista hacia mis manos  para no hacer evidente mi incomodidad, pero algo en mí se estremeció.  Sentí, sin saber de dónde venía, un “no sé qué” que se me alojó en el  pecho, como una advertencia silenciosa, como esas corazonadas que parecen traer  consigo la sombra de lo que aún no ha ocurrido.
  • Mi Suegro tomó la jarra de vidrio que tintineaba con los cubos de hielo,  y al servirla, el líquido chisporroteó como si también quisiera ser parte de la conversación. Yo  bebí un sorbo y el frío me recorrió la garganta, mientras mi suegro mantenía la mirada fija  en mis labios, como si aquel gesto tuviera un significado más profundo de lo que realmente era.
  • Qué curioso —dijo mi suegro, sin apartar los ojos de mí—. En persona siempre se descubre más de  lo que una fotografía muestra. La cámara roba mucho… y hay cosas que no puede atrapar. Mi marido se rió sin darle importancia, pero en su risa había descuido, como  quien ignora lo que se esconde detrás de un comentario inocente. Yo, en cambio, sentí  que el vaso de limonada me pesaba en la mano.
  • ¿A qué cosas se refiere papá? —preguntó mi  marido, distraído, mientras se inclinaba hacia la mesa para tomar una galletita  del azafate de plata que estaba allí desde antes de nuestra llegada. A los detalles hijo  —contestó él, con voz serena—. A veces uno no sabe apreciar lo que tiene cerca, hasta que  lo mira de frente, sin marcos y sin adornos.
  • Y lo dijo mirándome directamente, con una sonrisa  que apenas se insinuó en la comisura de sus labios. Yo sentí otra vez que los tirantes de mi  vestido cedían, como si quisieran traicionarme, y con un gesto rápido los acomodé sobre  mis hombros. Mi suegro, en silencio, siguió aquel movimiento con la paciencia de  quien observa una pintura que cobra vida.
  • De verdad papá, ya está bien de filosofar —dijo  mi marido, No son filosofías hijo —replicó mi suegro—, es la vida misma. Y mientras lo decía,  sus dedos jugueteaban con el borde del sillón, tamborileando con calma, como si marcara  un compás secreto. Su mirada, sin embargo, nunca me abandonó del todo.
  • Yo crucé las piernas otra vez, intentando mantener la compostura. Pero dentro  de mí crecía esa sensación de “no sé qué”, como un presagio que caminaba lentamente sobre  mi. Supe entonces que aquella visita no iba a ser tan sencilla como yo había imaginado. Después de un rato de conversación, mi marido, vencido por el cansancio del viaje,  dijo que subiría a descansar un poco a la habitación que su padre le había preparado.
  • El crujido de las escaleras lo fue acompañando hasta perderse arriba, y de pronto, el  silencio en la sala se volvió más denso, como si la casa entera contuviera la respiración. Mi suegro se inclinó hacia adelante, tomó la jarra de limonada y volvió a servirme, aunque mi vaso  todavía estaba casi lleno. Lo hizo despacio, con una atención excesiva, dejando que algunas  gotas resbalaran por el vidrio y se deslizaran sobre su mano. Luego me miró, y sin decir  palabra, seco con calma la humedad de sus dedos.
  • No quiero que te falte nada mientras estés aquí  —dijo por fin, con voz baja, casi confidencial—. La casa es grande… pero lo importante es  que te sientas cómoda. Asentí, intentando disimular la incomodidad que me provocaba esa  insistencia. Acerqué el vaso a mis labios, solo para ocupar mis manos, y mientras lo hacía,  sentí que sus ojos seguían cada movimiento, como si él fuera un cazador paciente, y yo la  presa que aún no se da cuenta de la trampa.
  • Es curioso —añadió de repente—, cuando  alguien nuevo llega a esta casa, siempre cambia algo. El aire, los sonidos…  hasta el silencio se oye distinto. Sus palabras flotaron en el ambiente como  el humo del cigarro que todavía ardía en el cenicero.
  • Yo me acomodé en el sofá, y  entonces él, con naturalidad estudiada, se levantó y se acercó para enderezar el florero  del centro de mesa. Pero mientras lo hacía, su brazo rozó con demasiada cercanía mi brazo, apenas  un instante, lo suficiente para dejarme helada. ¿Ve? —dijo sonriendo—, parece que hasta las flores  se inclinan hacia ti. Quise reír, pero apenas me salió un suspiro entrecortado.
  • Me limité a mirar  el reloj de péndulo, cuyos golpes retumbaban ahora más fuertes, como un corazón acelerado. Mi SUEGRO dijo: Parece que estás flores ya  están como yo, mirando que ya estaban marchitas. El silencio de la casa era tan profundo que  podía oír el leve zumbido de las lámparas, y el chasquido ocasional de la madera  vieja dilatándose en las paredes. Yo jugueteaba con la pajilla de mi vaso de  limonada, más para distraerme que por sed, cuando de pronto mi suegro se puso  de pie y dijo con una calma que me sonó ensayada: Ven, quiero mostrarte algo. Lo miré con recelo, pero su sonrisa abierta,
  • la misma que había usado para recibirnos, no  dejaba espacio para una negativa sin parecer descortés. Dejé el vaso sobre la mesa, y con  pasos lentos lo seguí hacia un pasillo adornado de retratos familiares que parecían vigilarme desde  las paredes. El eco de nuestros pasos resonaba hueco, como si cada baldosa guardara un secreto.
  • Él abrió la puerta de una habitación y me hizo pasar primero. Era una especie de biblioteca,  con estantes repletos de libros que olían a polvo y cuero viejo. Sobre un escritorio de  roble había una lámpara encendida, y al lado, una cajita de madera tallada con minuciosidad. Esto lo hice yo mismo —dijo, tomando la cajita con manos firmes—. Siempre me gustó tallar en  madera.
  • Me la extendió, y al recibirla, nuestros dedos se rozaron. Sentí la aspereza de su piel,  el calor de sus manos que parecían sostenerme más tiempo del necesario. La abrí, y dentro había un  pequeño colgante de plata, sencillo, pero hermoso. Quería regalártelo —añadió, bajando la voz—.  No es mucho, pero pensé que algo personal era mejor que cualquier cosa comprada.
  • Lo miré  sorprendida, y por un instante, sin saber por qué, me invadió una mezcla de gratitud y desconfianza. Es muy bonito suegro —dije, intentando sonar natural. Él sonrió con un aire de satisfacción,  pero en sus ojos había un destello distinto, algo que no tenía nada de paternal. Luego se  inclinó un poco hacia mí, como si quisiera ajustar la cadena al rededor de mi cuello.
  • ¿Me permites? —preguntó, aunque sus manos ya estaban demasiado cerca. Sentí que el corazón  me golpeaba en el pecho. Su respiración rozó mi mejilla mientras pasaba el colgante por detrás  de mi cuello, y en ese instante su dedo rozó suavemente la piel de mi clavícula. El contacto  fue tan leve que cualquiera habría pensado que fue un accidente, pero yo supe que no lo era.
  • Me aparté un poco, fingiendo admirar el colgante en el espejo que había al fondo de  la sala. Gracias, de verdad —atiné a decir, con voz baja. Él sonrió, se llevó las  manos a los bolsillos y me observó como quien contempla una obra recién terminada. Ahora sí, pareces parte de esta casa —murmuró. El reloj de péndulo, desde la sala,  marcó las siete con un repique metálico, y aquel sonido me sacó del ensueño.
  • Comprendí que  algo había cambiado, y que esa visita inocente se estaba convirtiendo en un terreno peligroso. La cena transcurrió tranquila, con el murmullo de los cubiertos chocando contra la loza  y el aroma a guiso llenando la casa. Mi marido, como era costumbre en él, bebió dos  copas de vino y enseguida comenzó a cabecear de sueño.
  • Apenas terminamos de comer, se levantó,  me dio un beso distraído en la frente y subió a la habitación, arrastrando los pies por la  escalera que crujía como un viejo secreto. Me quedé un instante recogiendo los platos junto a  la señora de la casa, mientras mi suegro encendía la radio de la sala. Una voz grave, de esas que  parecen salir de un pozo, llenó el ambiente con un bolero antiguo.
  • La aguja del tocadiscos  se quejaba con chasquidos intermitentes, pero aun así la melodía flotaba, melancólica. Déjelos, yo me encargo de todo —dijo la señora, quitándome suavemente los platos de las manos.  Así me encontré nuevamente sola con él, de pie junto al sofá. El bolero seguía sonando, como una  insinuación que nadie había pedido. Mi suegro me miró de frente, con esa intensidad que me hacía  sentir al descubierto pese al abrigo que traía.
  • ¿Te gusta la música? —preguntó, pero sin esperar  respuesta se acercó, y con un gesto casi solemne, extendió su mano hacia mí. Un baile… nada más  —añadió en voz baja. Vacilé, y miré hacia las escaleras, como si esperara que mi marido bajara  en cualquier momento, pero el silencio allá arriba era absoluto. El reloj de péndulo marcaba el  compás, como si se hubiera aliado con la música.
  • Mi Suegro mantenía la mano extendida, y Yo acepté su mano, más por no  incomodar que por deseo propio. Su mano era firme, tibia, y al tomar la mía me condujo con  suavidad hacia el centro de la sala. El piso de madera crujió bajo nuestros pasos, y de  pronto estábamos danzando lentamente, como si el mundo se hubiera reducido a ese pequeño espacio.
  • Bailas con una gracia que no esperaba —murmuró, inclinándose lo suficiente para que su  aliento rozara mi oído. Yo sonreí con rigidez, intentando mantener la distancia, pero él me  acercó un poco más, lo justo para que el espacio entre los dos desapareciera, y allí supe que ya no  había disimulo, que el velo se estaba rompiendo. Perdón… —susurró entonces, fingiendo recato—. Es  que contigo es difícil no perder la compostura.
  • Yo quise apartarme, pero sus brazos, aunque  amables en apariencia, tenían la firmeza de alguien que no quería soltar tan pronto. El bolero llegó a su último acorde, y se apagó dejando en el aire un eco triste, como si  la aguja del tocadiscos se negara a desprenderse del vinilo.
  • El silencio después de la música se  volvió tan pesado que hasta el tictac del reloj parecía un latido agitado. Yo me aparté un poco,  intentando recuperar la distancia, pero mi suegro sostuvo mis manos un instante más, prolongando el  contacto como quien no quiere que algo termine. Se aclaró la garganta, caminó hasta el aparador  y sirvió dos copas de vino. Una para él, y otra que colocó frente a mí con delicadeza,  aunque yo no había pedido nada.
  • No quiero que pienses mal de mí —dijo de pronto, con  la voz más grave y lenta de lo habitual—. Pero hay cosas que un hombre calla demasiado  tiempo… hasta que se vuelven insoportables. Yo me quedé inmóvil, con los dedos aferrados al  respaldo del sofá. El resplandor amarillento de la lámpara de mesa iluminaba su rostro desde  abajo, acentuando las sombras de sus pómulos, como si sus palabras vinieran  desde un rincón oscuro de su ser.
  • Cuando vi las fotos que me envió mi hijo, pensé  que eras hermosa. Pero ahora… ahora que estás aquí, sé que me quedé corto. —Hizo una pausa,  mojándose los labios con un sorbo de vino—. No solo eres bella… eres distinta. Tienes  una luz que me arrastra, aunque no debería. Sentí un frío recorriéndome la espalda, y tragué  saliva, sin saber si debía interrumpirlo.
  • Sé que está mal lo que digo —continuó, bajando el tono  de su voz—. Pero soy hombre antes que padre, y sería un hipócrita si negara lo  que siento cada vez que te miro. Dejó la copa sobre la mesa con un golpe seco que  hizo vibrar la vajilla. Luego dio un paso hacia mí, tan cerca que pude percibir su calor y el  aroma fuerte de vino mezclado con madera vieja.
  • No quiero presionarte —susurró, inclinándose  apenas, con la mirada fija en mí—. Solo dime una palabra… y juro que me callo para siempre. Entonces yo me armé de valor y le dije: no sé que clase de padre sea usted, pero me parece que  no es correcto en lo más mínimo. Como es posible que usted que debería velar para que su hijo  este bien, “¿es quien busca su fracaso?”.
  • No entiendo nada, sé que somos de culturas distintas,  pero la moral es la misma en todas las culturas. Ahora no sé si seguir llamándole suegro, porque  yo no me quedó a en esta casa ni un minuto más. Pero entonces mi Suegro aplaudió y dijo:  creo que eres más de lo que imagine, y mi marido bajó aplaudiendo también.
  • Me  enteré de que mi suegro quería comprobar que yo era una mujer que merecía ser la heredera  juntamente con mi marido de todos sus bienes, y que por eso me había puesto a prueba. Y  aunque yo no estaba con mi marido por sus cosas, la verdad no me gustó tal cosa. Ahora no sé  si quedarme o irme, qué harías tú en mi lugar.