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Nadie puede verte aquí —dijo mi suegro con esa voz inconfundible. Tragué saliva y sentí cómo el aire frío de la hora se me pegaba en la garganta. Mis pies parecían anclas enterradas en la tierra húmeda del patio; ni un paso hacia atrás ni uno hacia adelante. Solo el leve crujir de las hojas secas bajo mis zapatos delataba mi presencia.
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Mis oídos se agudizaron, tensos como cuerdas de violín, con la esperanza de descifrar aquella otra voz que vibraba, apenas contenida, al otro lado de la pared. Entonces, la voz de mujer se escuchó, dulce y furiosa a la vez: Pero si tú me dijiste que ahora sí tomarías lo nuestro en serio… Yo no me voy de aquí y tampoco quiero seguir escondiéndome.
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La frase rebotó contra los muros desconchados de la habitación, mezclándose con el olor viejo de madera húmeda. Pero mujer entiende —replicó él—, no ves que aún no he arreglado las cosas como deben ser. Un silencio breve, seguido del golpe seco de una copa vacía sobre la mesa. Entonces ¿por qué me trajiste aquí? —insistió ella—. Tú me dijiste que ahora sí no tenías temor de que tu mujer y tus hijos se enteraran.
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Lo sé… —la voz de mi suegro se volvió apenas un hilo—. Pero es que las copas me dieron esa valentía. No te pongas en ese plan, más bien ponte la chaqueta y te encamino a la puerta. No podía creerlo. Lo que estaba escuchando era real y se colaba en mí como un frío de pozo. Eran las cuatro y media de la mañana.
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Yo no me había levantado porque quería madrugar, sino porque la comida de anoche me revolvía el estómago y me empujó fuera de la cama. El patio, enorme como un campo sin dueño, respiraba una humedad espesa que olía a bugambilias y a tierra recién regada. Al salir, vi por la ventana y al otro lado del patio, una luz encendida en la habitación que nadie usaba desde hacía años; un foco amarillento, tembloroso como una vela.
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Pensé que era un gasto innecesario y que quizá algún descuidado la había dejado encendida. Por eso decidí ir a apagarla. Pero al llegar, la sorpresa me mordió: no estaba vacía. Allí estaban mi suegro y su acompañante, en medio de un secreto tibio y un aire cargado de perfume mezclado con el sudor de madrugada. Por favor compréndeme —decía él con una voz que ahora era casi un ruego—.
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Pero ahora sí voy a arreglar todas las cosas, porque ya no aguanto más vivir con mi mujer. Siempre son discusiones y por eso es que ya ni me quedo en la habitación con ella. Como pude retrocedí, mis manos buscaban apoyo en la corteza áspera de un árbol, y me escondí tras él, con el corazón golpeando en el pecho como un tambor en procesión. Quise ver el rostro de la mujer.
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Solo alcanzaba a distinguir su sombra, una silueta esbelta que se movía despacio, como si también temiera ser descubierta. Entonces, como un rayo de luz en medio de la noche, la sala principal se encendió. Y por la ventana, el perfil inconfundible de mi suegra se dibujó, inmóvil, mirando hacia ningún lado, quizá hacia todo. No puede ser… —susurré, apenas un soplo de aire que se disolvió entre las hojas del jardín.
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Me moví rápidamente, tenía que evitar que ella se diera cuenta de que su marido estaba en ese mismo instante, en la misma casa con alguien más. La intriga me envolvía como un manto y el amanecer parecía demorarse solo para dar tiempo a aquel secreto de respirar un poco más. Mi suegro seguía insistiendo con voz baja y áspera, casi como un ruego, para convencer a su acompañante de que saliera. Mientras Yo, con el corazón tamborileando contra mis costillas, avancé hacia la sala.
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Mi suegra, al verme aparecer, se sobresaltó como si hubiese visto un espectro en la penumbra. Pero mujer, ¿tú qué haces a esta hora? —me dijo, llevándose la mano al pecho—. No me digas que apenas estás entrando a la casa. Me apreté la tela del pijama entre los dedos y respondí con fingida naturalidad: Claro que no suegra, ¿cómo va usted a creer? Mire cómo estoy vestida, aún estoy en pijama.
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Ella me observó con ojos entrecerrados, como si buscara alguna grieta en mi explicación. Entonces, ¿qué haces aquí?, Mira que todavía no son ni las cinco de la mañana. Suspiré y llevé una mano a mi abdomen. Ay, es que tengo un dolor en el estómago que no me dejó dormir casi toda la noche. ¿Por qué no me acompaña a la cocina? Así me enseña cómo prepara esa hierbita que le da a mi marido cuando se empacha.
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Yo buscaba alejarla, distraerla, apartarla de la sala antes de que la sombra de mi suegro apareciera con su secreto a cuestas. Pero antes de que diéramos un solo paso, la puerta se abrió con un golpe seco y el aire helado de la madrugada entró con él. El silencio se apoderó de la sala como una telaraña invisible.
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Si mi suegra ya se había asombrado al verme despierta a esa hora, ahora su rostro se descompuso por completo: no entendía cómo yo entraba a la sala apenas segundos antes, y él hacía lo mismo detrás de mí. ¿Y tú qué haces afuera? —le preguntó ella con voz dura, mirándolo de pies a cabeza—. No me digas que también te duele el estómago. Lo noté al instante: el nudo en su garganta, la forma en que tragó saliva y el temblor apenas perceptible en sus labios. No cariño, nada de eso… —dijo con una sonrisa fingida, demasiado forzada—.
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Más bien, ¿qué hacen ustedes dos aquí a esta hora? Pero mi suegra no le permitió desviar el tema. Dio un paso al frente, y el camisón blanco rozó el suelo como un espectro. Contéstame primero tú: ¿qué hacías llegando a esta hora? Yo pasé casi toda la noche en vela, esperando a que vinieras. Pensé que algo te había pasado.
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Mi suegro alzó la vista y esbozó una excusa ensayada mil veces, pero que esa madrugada sonó hueca. Gracias cariño, por preocuparte por mí. Pero no pasó nada, es que me quedé con el compadre y otros amigos a jugar cartas… y no nos percatamos de la hora. Mi suegra lo miró en silencio, y luego asintió con un gesto lento, aunque sus ojos revelaban más dudas que certezas.
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Después se volvió hacia mí, y con un tono más sereno me dijo: Ven, vamos a la cocina. Te voy a preparar un poco de té de menta, y luego te enseño cómo debes preparar la raíz que uso para el dolor. Yo asentí, agradeciendo en silencio que la atención se apartara de aquel instante peligroso.
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Pero entonces, mi suegro, sudoroso y con el ceño fruncido, se llevó ambas manos a la cabeza. ¡No puede ser! —exclamó—, Olvidé las llaves en el carro, ya vuelvo. Salió de prisa, dejando tras de sí un portazo seco, que resonó en toda la casa como un eco de sospecha. Y Yo lo seguí con la mirada, sabía que no iba en busca de ninguna llave. Apenas se cerró la puerta detrás de MI SUEGRO, el silencio de la casa quedó roto por el eco de sus pasos apurados en el corredor, ese golpeteo nervioso que iba de un extremo a otro como un corazón desbocado.
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Mi Suegra revolvía cajitas y frascos sobre la mesa, buscando entre sus cosas con manos temblorosas. No hay más de esa hierba —dijo al fin con un tono cortante—. Anda al jardín, cerca del rosal rojo hay una maceta grande con una planta, Arranca un buen montón y tráelo. Asentí de inmediato, era la excusa perfecta para salir.
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Sentía que la curiosidad me carcomía como termitas en la madera. Crucé el umbral despacio, procurando que ni mis pasos ni mi respiración delataran mi ansiedad. La madrugada me recibió con un aire húmedo, y el canto dormido de un pájaro que sin despertar del todo, reclamaba su sitio en la oscuridad. La luz de la habitación prohibida ya estaba apagada; la ventana se veía como un ojo ciego, pero el silencio no era absoluto.
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Me acerqué sigilosamente, entonces los escuché: Apúrate y ponte esto, para que nadie te vea salir —la voz de mi suegro sonaba ahogada, urgente, como un trueno sofocado. Un roce de tela, el chasquido de una cremallera, y luego la otra voz, quebrada y temblorosa como cristal a punto de romperse: ¿Ves lo que te dije? No tienes el valor para enfrentarla, ni siquiera ahora.
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¡Calla! —respondió él con un susurro áspero—. No entiendes que no es momento, si nos descubren, todo se acaba. Me asomé apenas un instante, y vi cuando salieron: ella llevaba una sudadera con capucha que le cubría el rostro. Solo un mechón de su pelo oscuro se escapaba como un secreto rebelde.
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Ni un rasgo más pude distinguir. La mujer se perdió tras el carro estacionado y mi suegro la siguió con paso rápido. Yo, con las manos frías y el corazón latiendo como un tambor de guerra, arranqué las hojas de la maceta que mi suegra me había pedido y regresé a la cocina. Ella me esperaba con el rostro algo molesto, como si una sombra le hubiera cruzado el pensamiento.
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Quiero preguntarte algo —Claro suegra, dígame —respondí, obligando a mi voz a sonar firme. Ella me miró de frente, con los ojos cansados, y soltó: No quiero que lo tomes a mal, pero es como una espina que se me clavó en el pecho… ¿Tú tienes algo que ver con tu suegro? Sentí que la sangre me subía a la cara y que la taza caliente me quemaba las manos.
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¿Pero cómo va usted a creer eso suegra? No, para nada, ¿Por qué me pregunta eso? Ay no, creo que es necesario que aclare sus pensamientos… Ella bajó la mirada, como avergonzada de su propio veneno. Perdona hija —susurró—, es que ya no sé ni qué pensar. Lo que pasa es que he escuchado cosas de tu suegro… y la duda está pudriendo mis pensamientos.
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Su voz tembló y en ese temblor, me mostró el filo de su carácter: Porque si me entero de que él me anda traicionando, lo dejo sin nada. Sabes bien que las empresas que tenemos son herencia de mis padres, y esta casa también es mía. Y aunque no quisiera que fuera así, si lo confirmo, ese hombre se queda sin nada. Con lo acostumbrado que está a la buena vida, creo que será su ruina.
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Yo me llevé la mano a la boca, para evitar decir algo. Solo asentí, bajando la mirada, mientras me tomaba el té caliente que me preparó. La hierba tenía un sabor amargo y dulce a la vez, como la verdad que yo sostenía en silencio. Mi suegro me llamó con voz quedita, como si tuviera miedo de que las paredes oyeran: ¿Puedo hablar un momento contigo?— Claro suegro, dígame —respondí, obligándome a sonreír.
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Sí, solo que quiero que sea lo más privado posible. Y eso suegro, ¿qué pasó o qué es eso que me quiere decir que no se puede decir delante de los demás? Pues espérame en unos quince minutos en el garaje, y sabrás de qué te quiero hablar. Allá te espero —dijo y se fue a su cuarto. Instintivamente miré hacia donde mi marido estaba recogiendo algo en la sala.
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Lo oí preguntar preocupado: —¿Qué pasó cariño?— Lo volteé a ver, con el corazón todavía en estampida, y dije: —¿De qué?— Es que oí que mi padre estaba hablando contigo… —balbuceó él, y se corrigió—: Ah no, nada, es que quiere que prepare la sopa que le gusta. Asintió confiado, y se perdió en el salón, Y Yo clavé la mirada en el reloj. Aproveché que todos estaban distraídos para escabullirme hacia el garaje.
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Al abrir la puerta, me golpeó el olor a aceite, trapo húmedo y metal; las herramientas colgadas como recuerdos ordenados, la luz cruda de un flexo que dejaba ver las motas de polvo suspendidas en el aire. Mi suegro estaba junto al coche, apoyado en el capó, con las manos entrelazadas, como un hombre que repasa una confesión en la garganta.
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Al verme dijo sin preludios: No quiero darle tantas vueltas al asunto… hoy por la mañana te vi detrás del rosal. Se me hizo un nudo la boca. ¿Qué fue lo que vistes? —preguntó, pues suegro creo que lo sé todo, le respondí yo. Él me miró con esos ojos que creían engañar con la sinceridad. Bueno pues ya no hay forma de ocultar lo que hago.
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Y aunque lo esconda, ya no hay forma de borrar lo que escuchaste. Sé que no puedo hacer nada… pero te ruego un favor. Tú sabes que tu suegra me dejaría sin nada si se llegara a enterar. Las empresas, la casa… todo es herencia de sus padres. Si lo supiera, me quedo sin nada. Solo te pido que me entiendas, no sé qué me pasó a mí; vi a esa muchacha y me perdí, y ahora mírame no sé qué hacer.
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Antes de que pudiera responder, las tablas de la casa crujieron: mi suegra apareció en la puerta del garaje con las manos juntas, como si acabara de pronunciar una sentencia. —¡Vaya vaya!, dijo irónica, y sus palmas se unieron en un aplauso corto, seco, que resonó contra las paredes metálicas, así los quería encontrar.
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Pero ¡no! —exclamé—, Suegra no es lo que usted está pensando. Ella me miró con una mezcla de tristeza y hambre fría. Ahora mismo voy a llamar a mi hijo —anunció con voz de capitana—, para que venga a ver lo que pasa aquí. Mi suegro, con la cara pálida y las manos en los bolsillos, intervino como quien intenta apagar un fuego con un soplido: Mujer, no es lo que piensas.
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Yo le estaba suplicando que no dijera nada, porque ella vio que yo traje a otra mujer a la casa. Sí, la traje, pero no quiero que por mi culpa ella pierda lo que le pertenece. Ella es una buena mujer, y lo ha demostrado cuidando y aguantando a nuestro hijo. Mi SUEGRO apretó los labios, y entonces dijo en voz baja pero clara: ¿La mujer?, La mujer… era y dijo su nombre, el nombre de la que había sido la mejor amiga de mi SUEGRA.
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El aire se volvió pesado; sentí que el garaje se encogía. Mi suegro retrocedió, como si un látigo de verdad le hubiera golpeado la espalda. Por un instante pensé que todo se iba a desmoronar en gritos y reproches, que la noche se rompería en pedazos. En lugar de eso, mi suegro tomó un ademán de dignidad raída, dio un paso hacia la puerta y salió sin mirar atrás. El portón de la calle crujió y sus pasos se alejaron en la oscuridad.
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Me quedé temblando junto al capó del coche, y mi suegra miró la casa con ojos de dueña que acaba de descubrir una veta de oro y de veneno a la vez. Puede que te escondas muy bien —dijo despacio, dirigiéndose a ninguno y a todos—, o que creas que nadie te ve, pero recuerda que no podrás escapar de ti mismo. Antes de hacer cualquier cosa, piensa en lo que recibirás mañana.