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Pero cómo va a creer eso suegro… —le dije con un hilo de voz que parecía quebrarse entre la sorpresa y la desconfianza—. No sé ni en qué está usted pensando, ¿Cómo se le ocurre regalarme tal cosa? No me digas que no te gusta el regalo, me dijo mi SUEGRO, con esa calma que más que calma era un secreto en reposo.
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Lo miré fijamente, frunciendo las cejas, y el papel de la bolsa crujió entre mis dedos, como si se quejara de mi indecisión. No se trata de que esté bueno o no esté bueno, de que me guste o no me guste —susurré—. Es que suegro… ¿de verdad no se da cuenta? Este regalo no es algo que un SUEGRO le dé a su nuera. No Suegro, la verdad no entiendo a qué quiere usted llegar.
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Él sonrió sin mover los labios, apenas con los ojos, que brillaban como carbones encendidos en la penumbra. Afuera, el viento rozaba las persianas de madera, produciendo un golpeteo suave y persistente, como si quisiera colarse también en aquella conversación. —¿Y por qué no? —preguntó él, sin apartar la mirada—. Yo creo que es mucho mejor que las cosas queden cerca y no que sucedan lejos.
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Sus palabras me atravesaron como una confesión velada. —Tu marido tiene ya sus años fuera de casa —continuó—. Y yo sé que todos como humanos, tenemos nuestras necesidades. ¿Para qué tener que ir tan lejos, cuando lo que se busca está cerca? Tragué saliva, mientras mis dedos jugaban nerviosos con la cinta roja que cerraba la bolsa, mientras un murmullo de pasos en el piso superior nos recordaba que la casa no estaba vacía.
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Yo sacudí la cabeza, casi para despejar las ideas, como quien espanta un mal pensamiento. En el fondo mi Suegro tenía razón. Todos tenemos necesidades, sí, eso es normal. Pero jamás había pensado en esto… y menos que fuera con él. Había en sus palabras algo peligroso, algo que me atraía con la misma fuerza con que me asustaba.
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Porque como él decía: somos seres humanos, y yo también tengo mi lado oscuro como todos, y allí es donde las cosas se cocinan antes de tiempo. Lo siento suegro —logré decir, extendiéndole la bolsa como quien se libra de un pecado—. No quiero seguir hablando de esto, mejor tome su regalo. Pero él retrocedió un paso, negando con un gesto lento. —Escóndelo —me dijo en un susurro grave—, porque allí viene mi hija.
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El ruido de unos tacones golpeando el pasillo se acercaba. Yo miré la puerta, con el corazón latiendo como un tambor en el pecho. Mi suegro inclinó un poco el rostro hacia mí y añadió: Te digo algo más: lo que yo regalo ya no lo recibo de vuelta. Así que tú verás, si te lo pones o lo tiras.
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Dejó esas palabras flotando en el aire, se dio la vuelta y se marchó, dejando atrás el aroma de su loción fuerte, mezclada con el olor viejo de los muebles de caoba. Yo quedé temblando, abrazando la bolsa contra mi pecho, como si aquello ardiera y pudiera delatarme. Pero déjame contarte cómo fue que pasó… y cómo ese regalo, con toda su intriga, llegó a mis manos.
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Mi suegro le dijo a mi marido, con una voz firme que retumbó en la sala como si no cupiera réplica: No te preocupes hijo, que todos nosotros nos vamos a encargar de que tu mujer esté bien. Mi esposo volteó a verme, y sus ojos que tantas veces me habían hecho sentir protegida, esta vez parecían lejanos, como si ya no fueran míos.
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Cariño, solo serán unos añitos, ya verás que se pasan rápido —me dijo, intentando sonreír, aunque en el fondo sus labios temblaban. Yo lo miré, con las lágrimas contenidas en los bordes de mis ojos, luchando por no derramarse. Apenas llevábamos tres meses de casados, y él ya había tomado esa decisión obstinada de marcharse “al otro lado”, como decimos aquí, según él para darme lo mejor.
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Pero yo no le pedía nada. Lo único que siempre quise fue su cariño, sus manos tibias sosteniendo las mías por las noches, la tranquilidad de escucharlo respirar cerca mientras el amanecer entraba por la ventana. Ay Cariño… ¿no podrías pensarlo una semana más? — le susurré con voz rota, casi implorando—. Así ya estarías bien convencido.
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Él bajó la mirada y luego la levantó con determinación. Mírame, me dijo. Yo no tengo nada más que la ropa que llevo puesta. Esta casa ni siquiera es mía, es de mi padre. Yo quiero que tú y yo tengamos la nuestra, quiero darte algo propio, pero si me quedo aquí… nunca la vamos a poder comprar. Tú sabes que con mi trabajo apenas me alcanza para la comida, ya va hacer para comprar una casa.
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El silencio se volvió pesado, interrumpido solo por el viejo reloj de péndulo que marcaba con su golpe metálico cada segundo que se nos escapaba. Fue entonces que la voz de mi SUEGRO se impuso como un martillazo: Ya muchacha, no lo inquietes más. Solo vas a lograr que él dude de sus sueños. Si de verdad lo amas como dices, sabrás esperarlo hasta que vuelva a tu lado.
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En todo caso —y alzó la mano, como quien sella una promesa—, aquí, bajo este techo, aunque humilde, no te va a faltar nada. Todas tus necesidades las sabremos cubrir nosotros. Esa última frase me atravesó como una corriente fría. La manera en que lo dijo, la intensidad de sus ojos, me dejó con un extraño presentimiento, como si hubiera algo escondido detrás de sus palabras.
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Mi cuñada se me acercó y me abrazó fuerte, con su perfume a café recién molido y jabón de rosas. Ay cuñadita, no te pongas triste —me dijo con ternura—. Ya verás que el tiempo se pasa rápido. Además, me tienes a mí como a una hermana, no estás sola. Ven, vamos a la cocina, te voy a preparar un café. Me tomó del brazo y me llevó consigo. El suelo de baldosas frías crujía bajo nuestros pasos.
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Atrás, escuché el ruido seco de la puerta al cerrarse: mi marido se marchaba. Ese sonido me retumbó en el alma como si fuera el eco de un adiós que aún no sabía cuánto iba a doler. Yo me quedé con el aroma del café hirviendo en la cocina, con las palabras de mi suegro rebotando en mi cabeza, y con el peso de un presentimiento que no lograba nombrar… pero que ya estaba sembrado en mí.
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Pero ya van más de cinco años y mi marido no vuelve y aquí fue donde las cosas empezaron a ponerse color de hormiga. Sabes que tu MARIDO dijo que quiere que celebremos tu cumpleaños a lo grande —me dijo mi SUEGRO, mientras dejaba sobre la mesa de madera un fajo de billetes que me produjo una incomodidad difícil de describir—. Por eso quiero que hoy vayas con mi hija a comprarte un vestido, para que lo luzcas mañana en la fiesta.
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Aunque mi esposo decía amarme, nunca me confiaba su economía. Todo lo que necesitaba, desde lo más mínimo, tenía que pedírselo a mi SUEGRO. Él era quien administraba cada centavo que mi marido mandaba desde lejos, y yo me sentía como una invitada permanente en mi propia vida. Bueno pero vámonos ya —dijo mi cuñada con entusiasmo, tomando las llaves que colgaban de un gancho junto a la puerta.
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Esa mujer… siempre me mostró su compañerismo y su buena voluntad. Nunca me trató como a una intrusa, sino como a una hermana. Y lo extraño es que teniendo ya cuarenta y cinco años, nunca se casó. Eso me intrigaba, porque además de tener un corazón noble, era hermosa: su cabello negro siempre brillaba como ala de cuervo, y su piel tersa desmentía el paso de los años.
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Más de una vez pensé que era un ángel disfrazado de mujer, y aunque me moría de curiosidad, nunca me atreví a preguntarle por qué seguía sola. En la tienda, el aire acondicionado zumbaba como un murmullo frío que contrastaba con la ansiedad que me apretaba el pecho. Ella fue la primera en señalarlo: un vestido rojo, con finos tirantes en los hombros.
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Lo acompañamos con unos tacones altos y una chaqueta de cuero, que según mi cuñada, me haría ver “como una mujer segura de sí misma”. Me lo probé en el probador, y el espejo me devolvió una imagen distinta: no era la misma muchacha tímida de siempre, era otra, una mujer más atrevida, con un brillo distinto en los ojos. Mientras me acomodaba el tirante del vestido sobre el hombro, mi teléfono vibró dentro de la bolsa. Vi el monitor: era mi marido.
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Hola cariño — contesté con un nudo en la garganta—. Te cuento que me estoy probando un vestido, Gracias por comprármelo. Me alegra que estés feliz —respondió él, con una voz seca, casi lejana—. Es lo que más me interesa a mí, que tú estés bien. Gracias cariño —susurré—. Pero… ¿no será hora de que pienses en volver? Ya hace un año que la casa está terminada, y sigue vacía, como si no tuviera dueño… porque tú no estás.
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Hubo un silencio breve al otro lado, interrumpido solo por un ruido de motores y voces extrañas que se colaban en la llamada. ¿Estás contenta con la casa y con lo que te mando? —preguntó él. Sí, claro cariño, estoy contenta — pues entonces, por ahora confórmate con eso. Porque yo tengo mis planes, y tú sabes que nadie me dice lo que yo tengo que hacer.
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Sentí un golpe en el pecho, porque él nunca me había hablado así. Me hizo sentirme una desconocida, una mujer a la que se le daba una limosna disfrazada de sacrificio. Tragué saliva, ¿Cariño y por qué me hablas así? No respondió, solo escuché el soplo del viento al otro lado de la línea. Finalmente, dijo con frialdad: Si te hace falta algo más, se lo pides a mi padre. Luego hablamos Y colgó.
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Afuera, mi cuñada me esperaba con una sonrisa ingenua, Yo en cambio, llevaba en el pecho un peso extraño: la certeza de que mi vida ya no dependía de mi esposo… sino de las manos de su padre. Mi SUEGRO se levantó de la mesa y dijo: bueno creo que ya es hora de descansar, porque mañana nos toca un día pesado.
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Yo no pude dormir mucho, el vestido rojo estaba colgado en el respaldo de la silla, frente a la cama, y parecía observarme con la arrogancia de un secreto que aún no tenía dueño. La casa amaneció distinta aquel día, como si hasta las paredes supieran que algo iba a ocurrir. Desde temprano se escuchaba el trajín: ollas chocando en la cocina, voces de vecinos que entraban y salían con platones de comida, el golpeteo de las sillas de madera acomodándose en el patio.
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Afuera, el viento agitaba las guirnaldas de papel de colores que mi cuñada colgaba con una paciencia infinita. Yo me encontré con el vestido rojo esperándome sobre la cama. Lo toqué con la yema de los dedos: la tela era suave, ligera, pero tenía un brillo que parecía llamar demasiado la atención. Me vestí lentamente, como si cada tirante que ajustaba sobre mis hombros fuera un compromiso del que no podría volver atrás.
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Los tacones resonaron en el piso de baldosas, anunciando cada paso como un secreto revelado. Cuando bajé, todos me miraron. Mi cuñada me sonrió con ternura y me abrazó, murmurándome al oído: Estás preciosa cuñadita… como nunca. Mi suegro estaba de pie junto a la mesa principal. Tenía la camisa blanca bien planchada, el reloj brillando en su muñeca y una copa de vino en la mano.
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Al verme, se le dibujó una sonrisa lenta, de esas que pesan más que las palabras. Levantó su copa y dijo en voz alta, como si el brindis fuera solo para mí: Que hoy esta casa se vista de alegría, porque celebramos la vida de la mujer que aunque llegó como nuera, ya es más que eso. Todos aplaudieron, pero en medio de ese bullicio yo sentí que sus ojos se quedaban clavados en mí con un brillo distinto, casi posesivo. Tragué saliva y sonreí forzadamente.
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Las horas pasaron entre música de marimba, risas y el tintinear de los vasos. Pero cada vez que mis ojos tropezaban con los de mi suegro, un escalofrío me recorría. Había algo en su manera de mirarme, en esa seguridad con la que se movía entre los invitados, como si él supiera que el dueño de la fiesta no era mi marido, sino él. Ya entrada la noche, cuando todos cantaban y mi cuñada repartía pastel, mi suegro se acercó sigilosamente por detrás. Y me dijo: te dije que quería que este día fuera inolvidable, y lo será.
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Me giré de golpe, con el corazón desbocado. La música seguía sonando, los invitados reían, nadie parecía darse cuenta. Pero yo sabía que detrás de aquellas palabras se escondía algo más que un brindis familiar. Fue entonces que me entregó el bendito regalo, esté es mi Regalo y quisiera que me lo modelaras, me dijo.
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Entonces yo fruncí la frente y al abrir la bolsa no podía creer lo que allí había, ya te imaginaras tú. Ni me lo voy a poner, ni nada de eso, porque ahora mismo lo voy hacer saber a todos los invitados, le dije. Mi cuñada entró y dijo: qué pasó aquí, y mi Suegro se apresuró a responder. Nada hija, solo que hay un mal entendido, pero nada más, verdad me preguntó mi suegro.
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Por cariño a mi cuñada, asentí y no dije nada. Pero antes de que las cosas se me fueran de las manos, decidí que tenía que salir de esa casa lo antes posible. La verdad es que mi marido no volvió, él hizo su vida con alguien más por allá, pero me heredó la casa que construyó, lugar en que hoy vivo completamente sola.
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No sé si algún día encuentre a alguien que quiere compartir su vida conmigo, porque ya los años han pasado. Pero no me importa eso, porque mantuve intacta mi dignidad, y eso vale mucho más que cualquier cosa.