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La voz de mi suegro resonó con una claridad tan serena que por un instante me hizo olvidar la oscuridad que envolvía la casa. ¿O es que tú crees que ya estoy muy viejo?, dijo con esa calma que solo tienen los hombres que han tomado una decisión sin vuelta atrás—. ¿O piensas tal vez que ya no puedo amar como antes, o que no soy capaz de cumplir? Si tú sientes lo mismo que yo —continuó—, no hay por qué seguir escondiéndonos.
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Ya no hay razón para ocultarnos detrás de las puertas, o bajo el manto de la madrugada. Me temblaron las manos, Y sostuve mi bata con fuerza, sintiendo el nudo del cinturón clavarse en mi cintura. La lámpara del pasillo parpadeó dos veces, como si también ella dudara de lo que escuchaba.
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Yo lo he pensado bien —siguió él, con una voz más grave y más lenta—. Y quizá sea yo el único que tiene mucho que ganar. Porque tú… tú eres bella y joven, y no es que tema perderte, no. Lo que quiero es lucirte, darte lo mejor de mí, que todos sepan lo nuestro. El silencio que siguió fue espeso, casi táctil. Solo se oía el quejido de las vigas de la casa y el goteo insistente del grifo de la cocina.
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Mira a tu alrededor, dijo de pronto, todo esto puede quedar en tus manos cuando yo ya no esté. No quiero que me mal intérpretes, sé bien que no estás conmigo por mis bienes. Pero si hace falta… dejaría sin herencia a mis propios hijos con tal de darte todo. Un golpe seco de viento hizo vibrar las ventanas.
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Yo me quedé paralizada, no porque mi suegro hablara de amor —que ya de por sí era un desvarío—, sino porque mi suegra, la mujer que llevaba su apellido y su historia, agonizaba en su habitación, respirando con dificultad entre sábanas que olían a ungüento y a desvelo. El corazón me retumbaba con tanta fuerza que temí que se oyera desde el pasillo. La boca me sabía amarga, como si hubiera bebido agua con hierro.
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Me acerqué un poco, cuidando de no hacer ruido, hasta quedar frente al marco de la puerta entreabierta. La penumbra dejaba ver la silueta de mi suegro, erguido, con una copa en la mano, hablando hacia la penumbra del comedor. Di un paso más, pero justo entonces escuché otro sonido: la puerta de mi habitación abriéndose lentamente, con ese chirrido antiguo que siempre me recordaba las madrugadas de tormenta. Retrocedí conteniendo el aliento.
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Mi marido estaba de pie, tambaleante, con la camisa arrugada y los ojos entreabiertos. Quiso avanzar, pero su cuerpo se vencía hacia un lado. Cariño… tranquilo —susurré, tomándolo del brazo—. Ya estás en casa, ven… te voy a acostar. Él me miró con una expresión vacía, y asintió sin decir palabra.
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Lo recosté en la cama, arropándolo con una manta que aún conservaba el olor a lavanda. Cuando me di la vuelta, un golpe seco me sobresaltó: la puerta del patio acababa de abrirse. El aire frío de la noche se filtró por el corredor, trayendo consigo el aroma de las flores mojadas y el ladrido distante de un perro, y luego un portazo.
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Corrí hacia la ventana, y a través de las cortinas, vi una sombra cruzar el jardín con rapidez, envuelta en el resplandor débil de la luna. No distinguí quién era, solo supe que se movía con urgencia… y que mi suegro ya no estaba en el comedor. Tragué saliva esperando que mi suegro apareciera, pero el silencio volvió a reinar en la casa. Me quedé quieta frente a la ventana, el aire era húmedo y frío; y me erizó la piel.
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No sabía si temblaba por el clima, por el miedo… o por algo más que prefería no nombrar. En la habitación contigua, mi suegra murmuró algo. Su voz era apenas un soplo que se disolvía entre las cortinas, una hebra de vida que se estiraba con esfuerzo. Su respiración sonaba como un reloj cansado de medir el tiempo, que anunciaba su final con cada tic entrecortado.
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Encendí la lámpara de la mesita; la bombilla tembló antes de estabilizar su luz amarillenta, esa luz vieja que apenas alcanzaba a rasgar la oscuridad densa de la casa. Mi marido dormía profundamente, con un brazo colgando fuera de la cama y la boca entreabierta. Su aliento mezclaba el aroma agrio del vino con su perfume. Me acerqué y lo cubrí con la sábana hasta los hombros.
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Lo miré unos segundos, intentando recordar en qué momento aquel cuerpo me había resultado alguna vez deseable. Tomé aire y salí al pasillo y toqué la puerta de la habitación de mi suegra con los nudillos. ¿Puedo entrar?, pregunté, Pasa hija —respondió con voz frágil—, creo que está abierta la puerta… ese hombre seguramente salió, como siempre.
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Empujé el picaporte y entré, la habitación olía a bálsamo, a flores secas y a ropa guardada por demasiado tiempo. Ella estaba recostada sobre la cabecera, envuelta en una manta de lana gris. Tenía la mirada extraviada, pero aún conservaba esa dulzura que uno asocia con las madres que han amado demasiado. ¿Le pasa algo suegra?, pregunté acercándome, y ella sonrió apenas.
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Más de lo que me pasa, creo que no —dijo con un hilo de voz, acompañando sus palabras con una sonrisa cansada. ¿Puedo hacer algo por usted?, Sí hija… tráeme un vaso, que ese hombre se le olvidó dejarlo donde siempre. Busqué con la vista sobre la mesita de noche, y el vaso no estaba. Solo una jarra medio vacía y un rosario enredado en su base.
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Parece que hay uno aquí suegra —le dije al encontrarlo junto al piso, detrás de la cortina. Ah qué bueno, como ves, ya no puedo caminar para traerlo por mí misma. Mientras se lo alcanzaba, sus dedos temblorosos rozaron los míos. Estaban fríos, como si llevaran horas sin sentir el pulso del cuerpo. ¿Y mi suegro siempre sale de noche?, pregunté sin poder contener la curiosidad.
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Pues no sé hija… ¿por qué dices eso? —respondió con un leve fruncir de cejas. Porque usted acaba de decir que siempre sale. Sí, pero no de noche, ¿Qué hora es pues? No es tan tarde —mentí, sabiendo que la madrugada ya se había instalado sobre el techo como una manta pesada. Ella suspiró, giró la cabeza hacia la pared y dijo: Sabes, entiendo que mi situación no es buena.
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Sé que tarde o temprano esto nos pasa a todos, y creo que ya estoy en la lista de los que dejan el mundo. Guardé silencio, y sentí el peso de esas palabras caer sobre mí como un presagio. Estoy tranquila —continuó—, pero me duele pensar en dejar a mi marido solo. Lo conozco bien… es un hombre noble, y no sé qué haría sin mí.
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Tragué saliva, y quise decirle que no, que no era tan noble como ella creía. Que mientras ella hablaba de la muerte, él buscaba el calor de otras cobijas. Pero me contuve, no era mi lugar y menos en sus condiciones. Últimamente lo he visto preocupado —añadió ella—, desesperado e irritable. Lo entiendo, si yo estuviera en su lugar, también me cansaría de mí. Por eso trato de no molestarlo.
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La miré con ternura y dolor. No se preocupe suegra —le dije—. Usted aún tiene vida, y además, su esposo quedaría en buenas manos, todos lo quieren mucho. Ella sonrió débilmente, y en ese instante un sonido seco, casi imperceptible, se escuchó desde la sala. La puerta principal, un chirrido largo, como de bisagra oxidada. Me quedé inmóvil, con el vaso aún entre las manos.
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El aire cambió de temperatura, y los pasos lentos y pesados avanzaban por el pasillo, aplastando el silencio con autoridad. La puerta se abrió despacio, y la sombra de mi suegro se dibujó en la pared antes que su figura, alargada, temblorosa, con ese gesto sereno que solo los hombres acostumbrados a mentir con elegancia pueden mantener.
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¿Interrumpo algo?, preguntó con voz baja, casi un susurro. Mi suegra sonrió débilmente, como si su alma se sostuviera solo por costumbre. No viejo, pasa, le decía a tu nuera que te me desapareciste, pensé que no estabas en casa. Mi suegro avanzó hasta la cabecera y apoyó una mano sobre la frente de ella. Su tacto fue breve, casi ritual, como quien toca un objeto sagrado antes de profanarlo.
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Fui al patio a ver si el perro había comido, es que está inquieto últimamente. Yo sabía que mentía, y él como que presentía lago, por la forma en que evitó mirarme. Ella lo observó con una dulzura que me desarmó. No te desgastes tanto viejo, más bien deja que alguien más se encargue de él. Él sonrió con ternura impostada y le acomodó la almohada bajo la cabeza.
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Yo seguía de pie, con el vaso en la mano, sintiendo que ese cristal era más pesado que una piedra. Lo dejé sobre la mesita, junto a un frasco de medicinas sin tapa y una Biblia abierta por la mitad. Gracias hija —dijo mi suegra—, eres como la hija que nunca tuve. Mi suegro levantó la vista, y por un instante nuestras miradas se cruzaron.
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No dijo nada, pero en sus ojos había una corriente silenciosa que me heló por dentro. Era una mezcla de súplica una señal que solo dos personas con un pecado compartido pueden entender. Voy a dejar que descanse suegra —dije, y ella asintió con un gesto débil. Salí despacio, y él me siguió, cuando cruzamos el umbral, cerró la puerta con delicadeza, como si temiera despertar los pecados dormidos entre esas paredes. Gracias por cuidarla —murmuró, sin mirarme.
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Es lo menos que puedo hacer —respondí, intentando mantener la voz firme. Mi suegro se quedó en el umbral de la habitación, Oye dijo en voz baja—, te veo como rara… ¿acaso te pasa algo? Sus palabras rompieron el silencio como un vaso que cae al suelo. “Rara”, repitió mi mente, ¿Rara?, respondí al fin, forzando una sonrisa—. No sé por qué voy a estar yo rara, si no tengo nada que ocultar.
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No estoy haciendo nada que me haga sentir culpa… como para sentirme rara. Mi voz sonó temblorosa, y lo supe demasiado tarde. Él frunció el ceño, como quien descubre un matiz que no esperaba escuchar. Dio un paso hacia mí; el suelo crujió bajo su peso, y su sombra se proyectó enorme contra la pared. ¿Qué te pasa?, insistió sin apartar los ojos de los míos, ¿Por qué me hablas así? Sentí un calor repentino subir a mi rostro.
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Perdón suegro… creo que no sé ni lo que digo —respondí, bajando la mirada al suelo. Creo que sí me pasa algo —dije, apenas en un susurro— y mentí. Es que ya estoy… cansada. Aburrida de ver a mi marido siempre en la misma condición. Usted bien sabe que no hay fin de semana que venga bueno a casa. Siempre llega oliendo a vino, con palabras que no entiende ni él. Y eso cansa suegro… eso agota el alma.
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Él asintió lentamente, sin decir nada. Caminó hacia la silla del rincón y se sentó, dejando escapar un suspiro pesado. Pues sí… dijo por fin, eso cansa hija. Pero mejor —añadí, buscando un respiro en el aire—, mejor vamos a descansar… que apenas son la una de la mañana. Él me sostuvo la mirada unos segundos más, y en esa mirada había algo que no era compasión, ni enojo. Era otra cosa, más profunda, más peligrosa.
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Entonces se levantó despacio, se acercó a mí y con una voz que apenas rozó mi oído, dijo: A veces el cansancio no se cura con el sueño. Luego pasó junto a mí y entró cerrando la puerta de su habitación. La voz de mi suegro todavía temblaba en el pasillo cuando fui a abrir la puerta. Por favor, levántense ya, porque mi mujer ya descansó —había dicho con esa mezcla de autoridad y fragilidad que lo hacía cincelar en dos mitades: el hombre que manda y el viejo que se derrumba.
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Me levanté de golpe y salí sin decir nada. Mi marido apareció tras de mí, con el pelo hecho un nido y la cara descompuesta; lloraba sin palabras, con una pena que no me dejaba distinguir si era por su madre o por algo que en su interior se había quebrado para siempre. Entramos a la habitación y allí estaba ella: la luz de la lámpara acariciaba aún su rostro y parecía una pintura antigua.
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Tenía una sonrisa tenue, como si la muerte le hubiese permitido conservar un último gesto de ternura. Me acerqué despacio y le posé un beso en la frente, frío y reverente, como quien sella un libro cerrado. Al verle a mi suegro llorar —esas lágrimas que resbalaban por la barba— sentí un estallido raro dentro del pecho, algo entre náusea y asco, y pensé que no podía ser yo quien le consolara.
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Quise decirle que no llorara, porque él llevaba el olor de otros brazos y otras sábanas; pero las palabras se me atragantaron. Salí a llorar afuera, y me pregunté qué haría si fuera a la inversa: si mi vida hubiese sido la de ella y alguien me hiciera esa traición; la respuesta se me enredó en la garganta, sin forma ni consuelo. Entonces, con la furia como un instrumento frío, llamé a mi suegro.
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Él llegó con las manos temblorosas y me miró con esa paciencia de quien ha aprendido a no sorprenderse. Quiero sacarme esta espina que tengo clavada en el alma —le dije sin preámbulos—. No sé cómo llamarle ni cómo tratarlo, porque escuché su conversación esta madrugada. Sé que anda con alguien más y que sus lágrimas no me parecen legítimas.
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Un hombre que ama, ama hasta el último día; y la fidelidad es la prueba. Él se cubrió el rostro con las palmas, tragó saliva y al separar las manos, sus ojos brillaban como si hubiesen rostizado alguna verdad. Quizá tengas razón, dijo, pero no veo por qué te deba a ti explicación alguna. Su voz tuvo algo de evasiva y de culpable al mismo tiempo.
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Me preparé para un silencio de mentira o para una despedida de consuelo y repentina virtud. Pero te voy a contar algo, te voy a decir quién es la persona que anda conmigo, porque supongo que tú pensarás en decírselo a todos. Pero antes de que pudiera decir algo, mi marido cruzó el umbral buscando a su padre para organizar el sepelio, con la voz entrecortada y los ojos desbordados.
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Todo se movió entonces con la mecánica triste de las casas en duelo: alguien llamó al sacerdote, otro buscó un traje, una vecina ofreció café en un plato hondo. Y fue en ese instante cuando mi hermana entró, con los ojos hinchados y la boca rota por el llanto. Se acercó, me tomó la mano y sin miramientos, dijo: Necesito hablar contigo.
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La llevé a mi cuarto, cerré la puerta y el golpe del cerrojo sonó como la caída de un martillo. Ella habló rápido, sin poder articular el llanto en frases largas. —Me siento la peor mujer —me dijo—. Tengo algo con tu suegro, no sé cómo empezó, ni cómo llegó a esto, pero ahora que sé que tu suegra se fue, me siento fatal. Abrí los ojos de par en par, y el mundo se volvió un mosaico de cosas que ya no encajaban: la corbata con manchas, las sábanas, el rosario en la mesita, el vaso que antes sujeté.
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Había planeado en la oscuridad de mi pensamiento, que él sufriera; quería que la culpa lo mordiera hasta dejarle sin aliento. Pero nunca imaginé que la traición tuviera nombres que conociera tan de cerca, que alguien de mi sangre pudiera ser el instrumento de un dolor tan íntimo. Ahora no sabía qué hacer, el deseo de exponerlo todo se mezclaba con la protección innata hacia mi familia: ¿debería mostrar la verdad y destruirlos a todos, o callar y dejar que la mentira siguiera su curso como un río sucio? Afuera el reloj dio otra campanada;
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adentro, mi hermana sollozó contra mi hombro y yo sentí que la casa había cambiado de dueño: ya no era la calma del hogar, sino un teatro de confesiones.