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Mi suegro estaba inclinado sobre la jaula de los conejos con las mangas arremangadas hasta los codos y el sudor formándole una línea brillante en la 100. Desde donde yo estaba, podía oír el leve chirrido del alambre cuando él ajustaba los ganchos. De vez en cuando levantaba la vista, solo un segundo, pero el suficiente para que yo sintiera que su mirada se quedaba pegada en mí más tiempo del necesario.
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Al principio pensé que era idea mía. Quizás solo se aseguraba de que los conejos no escaparan o que yo no pisara los tiestos que había puesto a secar al sol. Pero luego, en medio de ese silencio de patio viejo, escuché la voz de mi mejor amiga. Oye, ¿ya te diste cuenta de que tu suegro te mira mucho? El aire se me atascó por un momento en la garganta.
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fingí indiferencia, levantando una sábana húmeda para tenderla en el alambre. “Pues como no me va a ver si estoy aquí”, dije riendo, intentando que mi voz sonara ligera. Pero ella insistió. No me refiero a eso. Me refiero a que su mirada no es tan inocente que digamos. “Ay, no, tú, le contesté, empujándola suavemente con el codo.
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¿Cómo se te ocurren esas cosas? Se nota que andas muy urgida.” Ella soltó una risa escandalosa que resonó contra las paredes encaladas del patio. “Pues no solo yo, porque tu marido ya tiene sus 3 años fuera.” Le di un golpecito en el hombro, fingiendo en ojo, aunque sus palabras se me quedaron rebotando en la mente. “Tú sí que eres tremenda”, le dije.
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“No, pero de verdad”, replicó mientras torcía un trapo con las manos mojadas. “¿Ya viste cómo te mira tu suegro cuando tú estás distraída?” “Yo he visto su mirada. Es como la de un hambriento frente a una mesa servida. Me eché a reír, aunque sentí un ligero escalofrío recorrerme la espalda. Ay, no. Tú ya me estás asustando.
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¿Y por qué te asustas? Me dijo acercándose. ¿Acaso es un monstruo? Él también es un ser humano y yo lo veo muy bien cuidado. ¿Para qué negarlo. La miré con una sonrisa forzada. Más bien eres tú la que anda mirando lo que no debe. ¿No será que tú eres la que anda tras los huesitos de mi suegro? Ella me guiñó un ojo.
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Pues amiguita, una con hambre no anda pidiendo gustos. Las dos soltamos una carcajada que rompió la pesadez aire. Justo en ese momento escuché el silvido agudo de la tetera desde la cocina, un pitido insistente que parecía llamar por auxilio. Corrí a apagar la estufa y vi como el vapor escapaba por la boquilla empañando el vidrio de la ventana.
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A través del velo húmedo, alcancé a ver a mi amiga que todavía colgaba algunas prendas en el patio con su falda agitada por el viento y más allá estaba mi suegro. Tenía la camisa abierta y un hilo de luz se deslizaba sobre su piel tostada. Lo observé un instante más de lo prudente.
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Es un hombre fuerte de esos que no se doblegan fácilmente ante los años. El tiempo lo había sincelado con suavidad, dándole esa mezcla peligrosa de experiencia y vigor. Me sorprendí pensando en eso y enseguida negué con la cabeza. Pero mujer, me dije en voz baja mientras apagaba la hornilla. ¿Qué es lo que te pasa? Olvida esas tonterías que no te van a traer nada bueno.
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El reloj del comedor marcaba las 9 con un sonido hueco. Afuera, los conejos volvían a moverse dentro de la jaula, haciendo resonar el alambre. Entonces, mi amiga entró secándose las manos con un trapo. Traía una sonrisa ladeada en los labios. “Por fin terminamos”, dijo y se dejó caer en la silla de la mesa.
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Mi suegro seguía luchando con los conejitos. Se escuchaba que le hablaba como si fueran personitas. Entonces mi amiga dijo, “Yo te lo digo en serio, si yo viviera aquí como tú, ya habría ido a tocarle la puerta hace rato.” “Cállate, mujer le respondí bajando la voz y mirándola con los ojos abiertos de par en par.
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¿Y si te escucha? ¿Y qué si escucha?”, dijo riendo. “Que sepa lo que una piensa. A mí me gusta la gente que todavía tiene fuego, no los que se apagan con los años.” Porque él se ve que es todavía una brasa encendida y basta con echar un par de leños para que arda. Me reí, pero el corazón me palpitaba rápido. Ella hablaba sin malicia, como quien juega con el peligro, sin medir su alcance.
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En la mesa, el vapor del té se elevaba lento, dibujando figuras que se deshacían en el aire caliente. El reloj volvió a sonar, marcando los minutos con un tic tac que parecía acentuarse con cada palabra de ella. No deberías decir esas cosas. Le advertí mientras recogía una servilleta que había caído al suelo. Tú no sabes lo que pasa por la cabeza de los hombres. Ah, no me vengas con eso.
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Los hombres son todos iguales, respondió cruzando los brazos. Solo que algunos saben esconder mejor el anhelo que tienen dentro. En ese momento, la puerta del patio se abrió con un chirrido largo, casi solemne. Las dos nos quedamos quietas. Mi suegro apareció en el umbral con las botas cubiertas de tierra y una sonrisa leve en el rostro.
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En la mano traía una jaula pequeña con un conejo blanco que se agitaba nervioso. “Qué raro”, dijo él con voz grave. Pensé que las risas que oía eran de unas muchachas, no de dos mujeres tan formales. Mi amiga, siempre rápida, fue la primera en romper el silencio. “Es que nos hace bien reír, si no una se marchita como flor sin agua.
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” Él sonrió, dejando ver la hilera perfecta de sus dientes. “Eso es verdad”, dijo posando la jaula sobre la mesa. “Aunque hay flores que no necesitan mucha agua para mantenerse vivas, solo buena compañía.” Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, como una campana que no termina de apagarse.
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Yo sentí que el suelo se movía levemente bajo mis pies. Fingí ocuparme del té para no cruzar su mirada, pero la sentí sobre mí constante, como una corriente tibia que me recorría entera. Mi amiga lo miraba con descaro y una sonrisa que mezclaba picardía y reto. ¿Y qué clase de compañía sería esa?, preguntó. Él la miró y luego giró hacia mí con un gesto lento, casi estudiado. Depende.
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Hay compañías que alivian el alma y otras que la encienden sin remedio. El conejo golpeó la jaula con las patas traseras, como si su pequeño cuerpo también sintiera la tensión que llenaba la cocina. Mi amiga soltó una risita nerviosa y bebió un sorbo de té. “Creo que me voy a ir antes de que alguien se queme”, dijo en voz baja, levantándose con una sonrisa que parecía más bien una huida.
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Él no respondió, solo se quitó el sombrero, lo puso sobre la mesa y se sentó donde ella había estado hace un instante. Yo aún sostenía la tetera en las manos y el aroma del té de hierbabuena se mezclaba con el olor terroso de su ropa. No le haga caso, suegro, dije intentando sonar natural. Ya sabe usted cómo es ella.
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A veces dice cosas sin pensar. Él levantó la vista. No te preocupes. A veces las palabras más sinceras son las que se dicen sin pensar. Y entonces sonó el golpe seco de la puerta del patio al cerrarse detrás de mi amiga, dejándonos a los dos en medio de ese silencio espeso, apenas roto por el goteo constante del fregadero.
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Yo sentí que algo había cambiado en el aire, como si el patio, la mesa y hasta el pequeño conejo nos miraran en secreto, sabiendo que a partir de ese instante ya nada sería igual. Mi suegro seguía sentado frente a mí con los codos apoyados sobre la mesa y la vista fija en la taza que había dejado mi amiga. Aún quedaba un poco de té y el vapor se elevaba perezoso, como si se negara a desaparecer.
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Se fue con prisa, dijo al fin con una sonrisa que no sabría describir si como amable o como algo más. Siempre me ha parecido una mujer ligera de espíritu. Sí, respondí mientras buscaba un paño para limpiar la mesa. Es así. dice lo que piensa sin pensar lo que dice. Él asintió despacio.
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Eso tiene su encanto, murmuró levantando la taza para beber el último sorbo. La gente que no disfraza lo que siente, aunque a veces escandalice un poco, vale oro. No supe qué contestar y me quedé de pie junto al fregadero, moviendo una cuchara sin sentido dentro de la tetera vacía. El sonido metálico se repitió varias veces, seco, hasta que él lo interrumpió con su voz.
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Hace días que no se escuchaban risas en esta casa, dijo, ni siquiera las tuyas. Sentí que el corazón me dio un vuelco. No esperaba que me hablara así, con ese tono suave, casi paternal, pero con una cadencia que me rozaba el alma. Últimamente no hay mucho que me haga reír, dije intentando restarle importancia.
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Tal vez,” replicó él, “no es que no haya motivos, sino que los estás evitando.” Levanté la vista y lo vi observándome con esa calma que a veces es más peligrosa que el deseo. No había descaro en su mirada, pero sí una especie de curiosidad profunda, una búsqueda silenciosa que me desarmó. “Deberías cuidar más de ti”, añadió después.
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Las mujeres que esperan mucho tiempo acaban olvidando que siguen vivas. No supe si lo dijo por compasión o por algo más. Yo estoy bien, suegro, solo que a veces, pues me ocupo mucho en los queaceres de la casa. Él se levantó entonces y el ruido de la silla arrastrándose por el suelo resonó como un trueno. Caminó hasta la ventana, abrió las cortinas y dejó entrar un hilo de luz dorada que atravesó el polvo suspendido.
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En su perfil había algo melancólico, algo que me recordó a los hombres que callan demasiado y cargan el peso de los años en el pecho. “El sol está bonito hoy”, dijo sin mirarme. “Debería salir un poco, dejar que te dé en la cara, te haría bien.” Su voz era grave. pero suave, como el eco de algo que quiso decir y no se atrevió.
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Tal vez, respondí apenas audible, aunque no sé ni a dónde iría y además no sé suegro. Y si no quiere salir sola, agregó girándose apenas hacia mí, podríamos dar una vuelta por el parque esta tarde. Hay cosas que solo florecen cuando uno las mira de cerca. Lo dijo con naturalidad, pero en su mirada se encendió una chispa fugaz, un destello que apenas duró un segundo suficiente para encenderme las mejillas.
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“Veré si tengo tiempo”, dije buscando un refugio en la rutina. Él asintió con una media sonrisa y antes de salir al patio dijo, “A veces el tiempo no se encuentra, se busca. Me parece que sería bueno que te arreglaras bien. Recuerdo que antes te ponías vestidos y te recogías el pelo. Sinceramente, te veías muy elegante y bella.
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Porque no buscas uno de esos vestidos y te lo pones, me parece que sería un honor caminar a tu lado por el parque. Yo termino ya en un rato y nos vamos. Creo que sería bueno que almorzarnos fuera. Lo pensé una y otra vez y sinceramente mi suegro tenía razón. Había pasado demasiado tiempo encerrada entre paredes que olían a tristeza y polvo.
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Era momento de salir, de dejar que el aire me despeinara un poco el alma. Fui al ropero y escogí un vestido turquesa. Ese que el tiempo no había logrado marchitar. Los tirantes delgados se sostenían apenas en los hombros y el tejido suave caía con una naturalidad que parecía tener memoria de mi cuerpo. Frente al espejo dudé un instante.
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No era vanidad, era algo más. La sensación de que aquella tarde no sería como las otras. Cuando salía a la sala, él ya me esperaba. Tenía la camisa bien planchada, el cabello peinado hacia atrás con esmero y los zapatos brillantes como recién comprados. Al verme, sus ojos se abrieron con una sorpresa que no alcanzó a disimular.
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“Qu dicha la mía”, dijo con una sonrisa. No todos los días se tiene frente a uno tanta belleza. Sentí el rubor subirme hasta las mejillas, pero fingí no haber escuchado del todo. “Vamos antes de que se nos haga tarde”, respondí intentando aligerar el momento. El parque estaba cubierto de hojas secas que crujían bajo nuestros pasos.
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Nos sentamos en un banco bajo la sombra generosa de un almendro. A lo lejos, los niños corrían detrás de una pelota y sus risas se mezclaban con el canto de los pájaros. Qué suaves tienes las manos”, dijo él de pronto tomándome una con delicadeza. “Si no te conociera, pensaría que nunca trabajas, pero sé que eres una mujer muy oficiosa.
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” Reí nerviosa y retiré la mano con suavidad. Él guardó silencio unos segundos, mirando a los niños hasta que dijo, “¿Extrañas a mi hijo?” “Claro que sí”, respondí sin dudar. “Es mi esposo”. Él bajó la voz y en sus ojos brilló algo que me incomodó. No me referías solo a eso”, dijo. Digo, “porque tú sabes que estamos bajo el mismo techo y solo nos separa una pared.
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Yo creo que sería bueno que no dejáramos que la vida se nos vaya como agua entre los dedos. Más bien deberíamos aprovechar cada segundo que estamos juntos. Yo estoy dispuesto a callarme y cuando tu marido venga, pues tú sigues como si nada.” Me giré hacia él con calma. Mire suegro”, dije, “yo acepté quedarme en su casa porque quería hacer lo correcto.
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Quería que no le faltara nada, que tuviera la comida caliente, la casa limpia y que cuando mi marido volviera encontrara todo en orden.” Él asintió sin mirarme, pero esto que me dice, continué con la voz firme, “me hace pensar que tal vez he cometido un error. Usted no debería ser quien me confunda, sino quien me cuide.” El viento sopló fuerte, moviendo las ramas del almendro.
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Me puse de pie. Le agradezco el paseo, pero de aquí cada quien sigue su camino. Él me miró con una expresión que no supe leer. Tal vez culpa, tal vez desesperación, tal vez las dos cosas. En tus manos está toda decisión, murmuró finalmente. Lo que hagas que sea porque lo sientes, no porque alguien te lo imponga.
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Me di la vuelta sin responder. El camino de regreso se me hizo largo y cada paso resonaba sobre las hojas como si el suelo quisiera recordarme lo que acababa de dejar atrás. Esa tarde comprendí que no siempre el peligro se presenta con violencia. A veces llega vestido de cortesía, con los zapatos bien lustrados y palabras que parecen inofensivas.
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Quiero darte las gracias por escuchar y dedicar tiempo a mis relatos. Y antes de despedirme, quiero recomendarte a que te suscribas a mi canal y que actives la campanita sin olvidarte de oprimir el pulgar arriba como muestra de que ha sido de tu agrado. Un fuerte abrazo de tu amiga Lucy. Hasta la próxima