Mi SOBRINO no lo PENSÓ Y

  • Mi Sobrino, hijo de mi HERMANA, estaba frente  a mí, apoyado en el respaldo de la silla, con la mirada fija y una sonrisa que  parecía ocultar algo más que afecto. Qué suaves tiene las manos tía —me dijo,  tomando mi mano con una delicadeza que rozaba lo temerario—.
  • Parecen de seda… ojalá yo tenga la  suerte de encontrarme a una mujer tan atractiva y tan bella como usted. Su voz temblaba apenas,  como si temiera quebrar el aire entre nosotros. La he observado, y la he comparado con muchas  muchachas más jóvenes… pero no hay quien le llegue ni a los tobillos. Usted tiene una luz,  una de esas que encandilan a quien la mira. Su belleza opaca hasta las flores más bellas que hay.
  • Yo retiré la mano con suavidad, sintiendo aún el rastro de su contacto como una brasa que no se  apaga. Me reí, aunque mi voz sonó más temblorosa de lo que hubiera querido. Oye, pero qué poeta  estás hoy —le dije tratando de disipar la tensión con una sonrisa—. Agradezco tus halagos, me hacen  sentir bien… querida. Pero tú tendrás a alguien mil veces mejor que yo. Eres un muchacho noble,  educado, y eso vale más que cualquier otra cosa.
  • Él se inclinó hacia la taza, tomó un sorbo de  café y la dejó sobre el plato con un sonido seco, como un pequeño golpe que interrumpió el  silencio. Tía —dijo alzando la vista—, sé que ser respetuoso es una virtud… pero a veces ese  respeto me impide decir lo que realmente siento. Sus ojos, claros y profundos, se clavaron en  los míos con una intensidad que me desarmó.
  • Sentí un escalofrío recorrerme desde la nuca  hasta los tobillos, una corriente silenciosa que me obligó a desviar la mirada. Instintivamente  me acomodé el cuello de la blusa, sintiendo cómo la tela al rozar mi piel, me recordaba mi propia  vulnerabilidad. El sol que se colaba entre las cortinas de lino se reflejaba en mí, delineando  mis formas de una manera que me incomodó.
  • No puedo decir que soy una modelo —pensé—, ni la  más bonita del mundo. Pero la naturaleza con sus caprichos, me dio más de lo que a veces quisiera  tener. Y es un don que a veces se vuelve castigo, porque los ojos ajenos se detienen donde no  deberían. Por eso evito las blusas ligeras, los vestidos que amo, los colores  que revelan más de lo que esconden.
  • Él se pasó una mano por el cabello, nervioso,  y preguntó: Tía… ¿puedo hacerte una pregunta personal? No quiero que te molestes conmigo,  es solo curiosidad y nada más. A veces me pregunto cosas… y como ahora estamos solos,  pensé que podrías responderme con libertad. El tictac del reloj se hizo más fuerte, y hasta  escuché un perro que ladró a lo lejos.
  • Me estás asustando un poco —le dije arqueando las cejas,  aunque en el fondo algo en mí quería escuchar lo que iba a decir—. Pero está bien… pregúntame lo  que quieras, siempre que tenga respuesta. Porque más o menos pienso en lo que tú estás pensado. Él sonrió, con esa sonrisa que tiene el peligro cuando se disfraza de ternura.
  • ¿Y qué crees tú  que es tía?, me dijo inclinándose apenas hacia adelante, ¿Acaso ya te lo imaginas? No sé por  qué, pero el corazón me latía con la misma fuerza, que cuando uno se descubre en un sueño del que no  puede despertar. Estuve a punto de responderle, pero en ese preciso instante el  timbre de la casa sonó, rompiendo el hechizo con su campanada aguda y metálica.
  • El sonido me sobresaltó, y me levanté de prisa, agradecida por la interrupción, tratando de  recuperar la compostura. Voy a ver quién es —dije con voz más alta de lo normal—.  Tómate el café, que se está enfriando. Caminé hacia la puerta, sintiendo detrás de  mí el peso de su mirada. El suelo de mosaico crujía bajo mis pasos, y el aire, cargado del  aroma del café y de algo que no sabría nombrar, se quedó suspendido entre nosotros, como si la  tarde no quisiera dejar que me alejara del todo.
  • Mi Sobrino me miró, sonrió, y dijo: bueno vaya tía, que yo de aquí  no me muevo, hasta que usted vuelva y me responda a la pregunta que tengo que hacerle. El timbre  volvió a sonar una segunda vez, más insistente, como si el visitante supiera que detrás de esa  puerta había algo más que una simple demora.
  • Crucé el pasillo con paso apresurado, aunque  mi mente seguía aún en la mesa del comedor, donde el aire se había quedado espeso con  las palabras no dichas de mi sobrino. La puerta de madera cedió con un quejido  viejo, afuera estaba el cartero, con su sombrero ladeado y una sonrisa cansada. Buenas  tardes doña, le traigo una carta certificada.
  • Tomé la carta y firmé donde él me indicó, pero  antes de cerrar la puerta, vi que mi hermana venía subiendo la acera con paso rápido y el rostro  desencajado. Llevaba el cabello recogido a medias, y el viento se lo deshacía con rabia. Tenía esa  mirada entre molesta y decepcionada que solo una madre preocupada puede tener.
  • El cartero, al  verla se despidió con una cortesía automática: que tenga buen día señora, dijo inclinando apenas  el sombrero, antes de perderse por la esquina. Yo, aún con el sobre de la carta entre  los dedos, la miré y le hice espacio para entrar. ¿Y tú qué tienes?, le pregunté  intentando sonar tranquila, aunque sentía cómo el corazón me golpeaba el pecho.
  • Ella apenas  cruzó el umbral y sin sentarse, soltó con un tono que mezclaba frustración y tristeza: ¿No  ves que me acaban de llamar de la Universidad? Dicen que este muchacho lleva ya una  semana sin presentarse a clases. Tú sabes el esfuerzo que mi marido y yo hacemos  para que él estudie… no sé qué hacer. Mi marido dice que quizá anda en malas juntas,  pero yo más creo que anda con alguna chica.
  • Yo tragué saliva, y por un instante me quedé  sin palabras. Mi hermana siguió hablando, ajena al temblor que yo sentía. Porque últimamente  lo he visto dibujar corazones, escribir poemas y pegarlos todos en la pared de su habitación. No me  digas que eso no es señal de que anda enamorado… Yo no sabía si decirle la verdad: que su  hijo estaba justo allí, a pocos metros, escondido como un pequeño que teme ser descubierto  con las manos en el frasco prohibido.
  • Mientras ella hablaba, lo vi asomar la cabeza por la  rendija de la puerta de la cocina. Sus ojos se cruzaron con los míos por un segundo. Me  pidió silencio con un gesto leve, llevándose el índice a los labios, y luego desapareció  sigilosamente, moviéndose de puntillas, buscando un rincón donde esconderse.
  • Mi pecho se apretó, era como si la culpa se hubiera sentado a mi lado sin que la  invitara. Oye, le dije buscando una excusa—, ¿y si no es lo que tú crees? Quizá está siendo  hostigado por muchachos en la calle. Tú sabes cómo están las cosas ahora, a veces los  jóvenes no hablan por miedo o vergüenza. Ella se volvió hacia mí con una media sonrisa  cansada.
  • Ay hermanita… cómo un muchacho asustado se va a poner a escribir poemas y dibujar  corazones. No, Él conoció a alguien, estoy segura. Se está escondiendo porque sabe que no  puede tener novia hasta terminar la carrera. Yo solo quiero que no sufra, Tú sabes,  mi marido y yo nos casamos muy jóvenes, sin pensar en el futuro. La vida no fue fácil,  y no quiero que él repita nuestros errores.
  • Me quedé observándola, con una mezcla de ternura  y remordimiento. El reloj marcó la hora con un sonido hueco, y un rayo de luz atravesó el  polvo suspendido en el aire. No te martirices, le dije tratando de aliviar su peso. Ya  verás que él te dará una buena explicación. Ella suspiró, Ojalá, si lo ves, háblale,  dale un consejo.
  • Él te admira mucho, ¿sabes? Siempre le cuento cómo saliste adelante,  cómo te esforzaste hasta obtener tu título… dice que quiere ser como tú. Me quedé helada,  y no supe si sentir orgullo o miedo. Bueno, dijo alisándose el vestido, veo que  no ha venido por aquí. Mejor voy a buscarlo a casa de su mejor amigo.
  • Me abrazó con la  misma calidez de siempre, y antes de salir, se giró para mirarme una vez más: No sabes cuánto  me tranquiliza hablar contigo, dijo y se fue. Cerré la puerta con lentitud, me quedé recostada contra la  madera y cerré los ojos. Por un momento solo se oía el zumbido lejano de una mosca y el tictac  insistente del reloj, que seguía recordándome que el tiempo no perdona ni los silencios.
  • Entonces escuché sus pasos, eran suaves y medidos, como los de alguien que camina sobre la frontera  entre la culpa y la valentía. Gracias tía —dijo mi sobrino con voz baja—, gracias por  no decirle a mi madre que estaba aquí. Lo miré sin moverme, y él sonrió con una  confianza extraña, la misma que tienen los jóvenes cuando creen que el mundo aún  les pertenece.
  • Sinceramente —continuó—, veo que tu casa puede ser un escondite perfecto.  Además, las paredes se quedarán calladas… siempre. Esas palabras me atravesaron, había algo en  su tono, un brillo en su mirada que no era el de un simple agradecimiento. Esto que  has hecho me llena de esperanza —añadió—, porque sé que no estoy solo en esto.
  • Sus  ojos me recorrieron como si buscaran en mí la confirmación de algo que no había dicho, pero  que ambos intuíamos. Eran ojos curiosos, oscuros, de esos que parecen leer más allá de las palabras. Levanté las manos, tratando de romper esa corriente invisible que se había  formado entre nosotros. Oye tranquilo, tranquilo muchachito —le dije tratando de sonar  firme—.
  • No sé de qué estás hablando, pero creo que es necesario que hablemos en serio. Estás  actuando muy raro, y ya hasta me estás asustando. Él sonrió con suavidad, casi con ternura, Tía,  no es mi intención asustarte. Al contrario… lo que quiero es que vuelvas a vivir. Que sientas  que estás viva, que tienes un propósito en este mundo. Sus palabras resonaron en la habitación  como si las paredes las devolvieran con eco.
  • ¿Y según tú cuál sería mi propósito? —pregunté  arqueando una ceja—. Porque según tú, hasta ahora no me he dado cuenta. Ser feliz —respondió  sin dudar—. Y hacer feliz a alguien más, vivir con plenitud… junto a quien se  muere por ti. Ese hombre que te sueña, que te añora cada mañana y cada anochecer.
  • Lo miré incrédula, aunque dentro de mí algo se estremeció. Me rasqué la cabeza fingiendo  ligereza. Bien dijo tu madre que lees demasiada poesía —le respondí con una sonrisa que no  alcanzó a ser burla ni afecto. Cuando uno se enamora tía —replicó él, sin apartar  la mirada—, se pierde entre las letras. Las frases bien escritas son un bálsamo… uno  que sana incluso lo que no se atreve a decirse.
  • Hizo una pausa, su respiración era tranquila,  pero sus ojos ardían con algo que me inquietaba. Y antes de que me des un consejo, quiero  que me respondas algo —dijo de pronto, bajando la voz—. ¿Tú serías capaz de  traicionar a tu marido? El aire se detuvo, y sentí cómo la sangre me subía al rostro. Lo miré  fijamente, con una mezcla de incredulidad y enojo.
  • ¿Pero qué pregunta es esa? —le dije con voz  cortante—, No, claro que no. ¿Estás segura tía?, insistió él, avanzando un paso sin apartar los  ojos de los míos. Sabes qué —le respondí—, este tema no lo voy a tratar contigo, no corresponde. ¿Por qué no? —dijo con calma—, si solo estoy preguntando… nada más.
  • Tragué saliva, porque no  sabía si me provocaba más temor su atrevimiento, o mi propia curiosidad ante aquella  conversación que nunca debió existir. Bueno, dije al fin bajando la voz—. Si alguna  vez lo hiciera… tendría que ser con alguien mucho mejor que mi esposo. En todos los sentidos, pero  hasta ahora —añadí mirando al suelo—, no he visto a ninguno que le llegue siquiera a los talones.
  • Él entrecerró los ojos, pensativo, y con voz serena me preguntó: ¿Y si tu MARIDO  te traicionara a ti?, ¿Qué harías?, ¿Le pagarías con la misma moneda… o fingirías que  nada pasó? Yo respiré hondo, Y Sentí una oleada de enojo mezclada con algo que no sabría nombrar. Ya basta muchacho, no estoy para esos juegos —le dije con tono seco—.
  • No sé a qué vienes con  tantas preguntas, pero creo que esto ya pasó el límite. El silencio volvió a instalarse entre  nosotros, espeso y vibrante. Y justo cuando iba a decirle algo más, el timbre volvió a sonar. Esa campanada metálica resonó en toda la casa, cortando el aire, como si el destino hubiera  decidido salvarnos de lo que estaba a punto de decirse. Mi sobrino me dijo: tía no vayas abrir  la puerta.
  • Cerré los ojos un segundo, tratando de entender si lo que acababa de escuchar  era real o si mi mente me jugaba una mala pasada. Sentí su mano aferrada a mi brazo, firme  y casi temblorosa, y en ese instante me di cuenta de que no era el mismo muchacho que  había visto crecer, sino alguien distinto, cargado de algo que yo no sabía cómo nombrar. Tía, Creo que es mejor que hablemos tú y yo.
  • No sé por qué lo hice, pero obedecí.  Quizá fue la forma en que me miró, o el temblor que me recorrió el pecho cuando lo  escuché decirlo. Me quedé de pie frente a él, esperando que hablara, esperando entender qué  era eso tan urgente que necesitaba decirme. Hace tiempo que te observo —dijo al fin—.
  • No  sé en qué momento pasó, pero algo en mí cambió, no sé si fue tu manera de reír, o cómo  se te escapa el cabello cuando cocinas, o el modo en que te quedas callada mirando al  vacío, como si el silencio te pesara demasiado. Yo respiré hondo, sentí el aire quedarse a  medio camino, y no supe si estaba enojada, asustada o simplemente confundida.
  • No digas  tonterías, alcancé a decirle, tu madre está preocupada por ti, eso deberías pensar, no en  mí. Él sonrió, una sonrisa triste, casi burlona. Tía, tú sabes que lo que digo no son tonterías. Te  he seguido, sé adónde vas cuando mi tío no está. Sé con quién hablas y sé quién ocupa su lugar.  Sus palabras me atravesaron como un vidrio roto, y sentí cómo la sangre me golpeó las sienes.
  • Por  un instante, el sonido del timbre volvió a resonar en la casa, como si quisiera salvarme, pero no  me moví. Me quedé ahí, petrificada, escuchándolo. Y no te juzgo —continuó—, todos buscamos  algo, y Yo solo quiero… probar un poco de eso que te hace olvidarte del mundo. Sus ojos se  clavaron en los míos, había algo de anhelo, sí, pero también una necesidad extraña, una ternura  torcida. Yo no sabía si sentir pena o terror.
  • En ese momento comprendí que él tenía razón.  Que mi vida ya estaba llena de mentiras, que no era la mujer correcta que yo me imaginaba.  Que hacía tiempo había cruzado una línea. Pero también supe que no podía permitir que  nadie más me arrastrara hacia ese abismo. Vete, le dije, con la voz quebrada, vete y haz  lo que tu madre espera de ti.
  • Termina tus clases, tu vida, lo que te queda limpio.  Él me miró y dijo: piénsalo tía, recuerda que tienes un matrimonio de diez años,  tú verás si quieres que se acabé en un segundo. Porque no son solo mis palabras, sino que  en tus manos recibiste hoy la carta donde te digo el lugar exacto donde puedes encontrar  la evidencia que tengo de todo lo que has hecho.
  • Y así también llegará a manos de tu marido. Y  no me mires así, que te ves más bonita feliz. Lo siento mucho, quizá no era así como  yo quería, pero ya ves se dio la ocasión. Lo tuve que agarrar del hombro y lo empujé hacía  la calle, veté y no vuelvas por aquí. Claro con gusto, espero tu llamada, en el sobre  también dejé mi número, dijo y se marchó.
  • Yo me quedé allí, con la espalda apoyada en la  pared, sintiendo el peso de todo lo que había callado. La casa estaba muda, pero dentro de  mí los pensamientos eran un ruido interminable. Pensé en mi esposo, en lo que había  hecho, en lo que había permitido. Pensé en lo fácil que es abrir puertas, y en  lo difícil que resulta cerrarlas del todo.
  • Hagas lo que hagas, creyendo que nadie  se da cuenta, no te confíes mucho, que por donde quiera que vas hay ojos que te  ven, y tarde o temprano la verdad sale a la luz.