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Mi padrino se me acercó despacio, arrastrando los zapatos por el piso. Tenía los ojos vidriosos, como dos espejos empañados, y por un instante pensé que iba a llorar. Su voz salió temblorosa, impregnada de una gravedad que no se podía esconder: Oye… ¿y en verdad lo pensaste bien? —me dijo, acariciándose el bigote con los dedos nerviosos—.
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No sé, pero me parece que aún estás muy joven para casarte. Quizá haya alguien que te ame más que él. Mi corazón comenzó a golpearme las costillas con una furia que me dejaba sin aire. El eco del reloj de péndulo, que colgaba en la pared junto al retrato amarillento de mis abuelos, marcaba con un “tictac…” lento y desgarrador.
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Yo suspiraba cada vez que lo veía entrar a la casa, con ese aire de hombre que todo lo sabe pero que todo lo calla, y esa mañana no era la excepción. Era el gran amigo de mi padre, casi su sombra, y sin embargo había algo en sus silencios que me desarmaba. Tomé aire y dejando que mis palabras flotaran entre el olor a flores que llenaba la sala: Padrino… más bien dígame cómo me veo.
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Él movió la cabeza lentamente de un lado a otro, como quien contempla algo imposible de retener, y respondió con voz ronca: La verdad no hay palabras suficientes para describir tu belleza. Eres una mujer hermosa… te ves divina, toda una diosa. Yo lo miré fijamente, tan fijo que sentí que el silencio se volvió una daga que cortaba la distancia entre los dos.
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¿Usted cree —le pregunté— que habrá alguien más que me ame en silencio? Tal vez alguien que no se atreve a decirlo, por miedo… o porque piensa que yo lo rechazaría. Él tragó saliva, con un movimiento tan marcado que pude escucharlo en la quietud sofocante de la casa. No solo lo pienso —dijo con voz quebrada—, estoy seguro de eso. Mis manos se aferraron al borde de la mesa donde descansaba un jarrón de cristal lleno de rosas blancas.
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Pues ojalá ese alguien apareciera —le murmuré—. Quizá tomaría mis cosas y saldría por esa ventana, para escapar de este enredo en el que mi padre me metió. La ventana estaba entreabierta, y una ráfaga de viento hizo sonar las cortinas como alas inquietas, mientras un perro ladraba a lo lejos.
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Él iba a decirme algo más, lo vi en el temblor de sus labios, en el brillo febril de su mirada, pero en ese mismo instante la puerta se abrió de golpe. Mi padre entró con el ceño fruncido y la voz áspera, impregnada de la prisa de los hombres que nunca saben esperar: ¡Oye mujer apúrate! Los invitados ya están nerviosos y tu novio está impaciente. Y recuerda poner una cara feliz, porque más parece que fueras a un velorio.
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Y tú, ven que necesito que me ayudes con algo —le dijo a mi padrino, como si lo arrancara de un sueño ajeno. El era mi Padrino de bautizo, y gran amigo de mi padre, un hombre que me doblaba la edad. Yo respiré hondo, como quien se sumerge en un río helado, y salí hacia la sala donde el murmullo de los invitados se mezclaba con el repicar de las campanas de la iglesia cercana.
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Cada paso mío sobre las baldosas resonaba como un eco de condena, mientras la idea de la fuga por la ventana me quemaba todavía en la garganta. Pero mi PADRINO no dijo nada, y Yo me casé esa tarde, pero tres años después me lo encontré y aquí fue donde las cosas tomaron un rumbo diferente. Dichosos los ojos que te ven —dijo mi PADRINO, mientras se acercaba.
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Su voz arrastraba un dejo de nostalgia, como si el tiempo se le hubiera quedado pegado a la garganta—. Porque ya hace mucho que no te veo, y como que te olvidaste de mí, en casa brilla tu ausencia. Yo sonreí, aunque el gesto me pesaba, y me acerqué a abrazarlo. El perfume de sándalo y cuero me envolvió, y por un instante sentí un alivio extraño.
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Hola padrino, qué gusto verlo —le respondí, acomodándome los tirantes del vestido rosa que llevaba. El satén frío me rozaba la piel, recordándome que la belleza que vestía era solo un disfraz. Pues mire, aquí ando haciendo unas diligencias —dije—, y ya sabe usted… que una mujer casada tiene muchas otras responsabilidades. Él me miró con esos ojos que parecían atravesar el alma, y me di cuenta de que había leído en mí lo que tanto quería ocultar.
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Porque aunque la ropa era de lujo, y mis bolsillos estaban llenos, mi corazón estaba vacío, como una casa con las ventanas abiertas al viento. Mi padrino, hombre que me doblaba la edad, se veía mejor cuidado que yo misma. Pantalón formal, camisa blanca con las mangas remangadas, las gafas sobre la frente y unos zapatos lustrados que reflejaban la luz de la tarde.
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Había en él una dignidad silenciosa, como si el tiempo le hubiera perdonado lo que a mí me estaba arrebatando. ¿Y tu marido cómo está? —me preguntó, —Pues… allí está padrino, bien creo yo. Él levantó las cejas en señal de sorpresa. ¿Y por qué lo dices así? Porque he escuchado que como que anda con otras, padrino. Mi voz se quebró sin querer—. Creo que usted tenía razón, no debí haberme casado con él.
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Pero mi padre me dijo que si quería que me fuera bien, debía casarme con él. Ahora sé que no todos los consejos son de bien… que a veces hay que decidir con la razón, no con la emoción. Me quedé en silencio, mirando cómo una mariposa blanca revoloteaba sobre un rosal que adornaba el parqueadero en que estábamos. Pero bueno padrino, no quiero incomodarlo con estas cosas.
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Mejor cuénteme, ¿qué hace usted por aquí? Él bajó la mirada, y en ese gesto vi que algo dentro de mí se encendía. Porque al fin y al cabo, yo había sentido siempre algo por él. Y aunque él nunca lo dijo claramente, más de una vez me dio a entender que en su pecho guardaba palabras que nunca se atrevió a soltar. Yo antes callé por miedo al qué dirán; ahora callaba porque ya estaba casada.
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Mi dilema era más grande, y el silencio más pesado. Vengo a escoger unas flores para llevar a la tumba de mi madre —me dijo—. Mañana ya son diez años de que se fue. Hablando de eso —agregó mi padrino—, me enteré de que la madre de tu marido está enferma. Ay padrino… —suspiré—, esa alma noble de mi suegra sigue enferma.
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Ojalá y salga bien de todo, Aunque la verdad… mi marido como que ni lo siente. Sentí un nudo en la garganta, y no es que me esté quejando, pero a veces una necesita desahogarse con alguien. Y perdone que sea usted, pero no sé a dónde más ir o a quién contarle. Mi padrino me tomó de la mano, y sentí su piel cálida, y por un segundo sentí que todo mi dolor cabía en ese gesto sencillo.
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Vamos acompáñame, y tomamos un café —me propuso. Pero entonces, mi teléfono sonó. La vibración me estremeció los dedos, era mi madre. Sabe padrino —le dije—, mejor dejemos el café para otro día. Pero me dio mucho gusto verlo. Él apretó mi mano, inclinándose un poco hacia mí, y su voz se volvió un susurro que me heló la sangre: No voltees a ver. Quédate quieta, tu marido se está parqueando enfrente… pero no viene solo.
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Mi PADRINO me detuvo fuerte del brazo, tan fuerte que sentí cómo me crujieron los huesos bajo sus dedos. Su voz me llegó baja y contenida, como si temiera que hasta las paredes del centro comercial pudieran delatarnos: No hagas nada todavía. No vaya a ser que no es lo que pensamos… Y si quieres tener pruebas, es necesario ver lo que hace.
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Mira, si tú no te controlas ahora, terminarás siendo la mala de la historia, porque nadie te va a creer. Me haló hacia atrás y nos escondimos detrás de una de las columnas del corredor, junto a un puesto que exhibía relojes de imitación, y pulseras brillantes que tintineaban con cada corriente de aire. El eco de los pasos apresurados de la gente retumbaba en el suelo de mármol, como si el mundo siguiera indiferente a mi desgracia.
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De pronto volvió a sonar mi teléfono. El timbre metálico se me clavó en los nervios: era mi madre. Angustiada, respondí con la intención de contarle todo lo que estaba viendo. Pero mi padrino me miró fijamente, y con un gesto seco de la cabeza, me ordenó callar. ¿Qué te pasa hija? —escuché la voz de mi madre, preocupada al otro lado—.
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Te noto agitada, ¿te encuentras bien? Todo bien mamá… estoy bien —mentí, apretando los labios—. Solo que ya ves que subí un poco de peso, y cuando camino mucho me sofoco. Mis palabras apenas alcanzaron a cubrir el silencio que se rompió de golpe cuando vi cómo mi marido tomaba de la mano a su acompañante.
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Abrí los ojos tanto que hasta me dolieron, como si la visión quisiera atravesarme desde dentro. Y en ese instante, mi padrino, sereno como un cazador paciente, sacó su teléfono y lo sostuvo en alto para grabar. Escúchame —susurró—, Tú sabes que tu marido es de una familia poderosa, y ellos no van a querer que te quedes con parte de sus bienes.
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Por eso, si decides dejarlo, tienes que tener pruebas. Pero si decides aguantarte, entonces no es necesario que yo grabe esto. ¿Qué tal que yo estoy pensando lo que tú no piensas hacer? Sentí que el aire me faltaba, Ay padrino… claro que quiero tener pruebas. Apenas han sido tres años a su lado, pero han sido una eternidad para mí. Ya había escuchado rumores, pero ahora lo confirmo.
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Quédate aquí —me dijo, sosteniendo el teléfono con un movimiento hábil—. Yo los voy a seguir, y luego tú ves lo que pasa con ellos. Se alejó ocultándose entre los pasillos, deslizándose entre vitrinas de tiendas que brillaban con luces frías. Antes de perderse en la multitud, me miró de reojo: sus ojos estaban cargados de tristeza, y aunque quise creer que me sonreía, su boca permaneció dura, cerrada. Yo, incapaz de contenerme llamé a mi madre.
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La voz me temblaba cuando le conté lo que estaba pasando. Hija —me dijo ella, después de un silencio que me heló la sangre—, tú tienes que entender que él es hombre… y eso será solo por un tiempo. Ya verás que luego estará contigo como antes. Ten paciencia, si haces un escándalo ahora, puedes quedarte sin nada.
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Y tú sabes que tu suegro es quien ayuda a tu padre a salir de los enredos en que se mete por andar siempre apostando. Me quedé muda, y sentí un vacío en el estómago, como si todo mi cuerpo hubiera sido arrancado de mí. Pero mamá, ¿cómo puedes decirme eso?, ¿Acaso no te duele lo que me pasa? Claro que me duele, pero hay ocasiones en las que una mujer debe sacrificarse. De pronto, escuché un golpe de puerta al otro lado de la llamada y la voz de mi padre entrando.
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Llegó tu papá —dijo ella apresurada, voy a atenderlo y me colgó. Vi a mi padrino regresó con los ojos húmedos, y el teléfono apretado entre los dedos como si fuera un pez que aún no entiende que ya no nada. Aquí está —me dijo en voz baja, enseñándome la pantalla. En la pantalla brillaba la imagen de mi marido.
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Reía con aquella mujer que no era yo. Reían con la despreocupación de los que aún creen que la risa no deja huellas. Sus dedos estaban entrelazados, y era como si el mundo entero hubiera sido un juramento que se daban entre sí. Vi el brillo del anillo en la mano de él, el brillo doliente de mi propio nombre que no aparecía en ninguna boca.
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Tú decides —continuó mi padrino, guardando el teléfono con la delicadeza de quien vuelve a enterrar un secreto—. Si enfrentas todo ahora, puedes desatar un escándalo. Pero si callas, y te asesoras, podrás irte con bien. Su voz tenía la textura del papel mojado; sus palabras, la densidad de un papel que se puede doblar en sobres de promesas.
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Lo miré fijamente, Padrino —dije, y mi voz tembló como una campanilla de lata—, antes de que yo me casara usted dijo que quizá habría alguien que me amara de verdad. ¿Acaso usted conoce a esa persona que tal vez le habló de mí? Él me miró con esa mirada de hombre que ha aprendido a guardar las cosas en cofres invisibles.
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Finalmente tragó saliva, como quien traga una promesa que no es suya, y dijo: Sí, hay alguien que te ama tanto, y que está dispuesto a ser lo que sea por ti. Pero tiene miedo: miedo a que tú lo veas como un monstruo, o a que lo termines odiando. Mi corazón se enredó con esa palabra: monstruo. Pensé en los monstruos que había leído de niña, en los que se escondían bajo la cama y en los que a la luz del día, tenían la ternura de los vecinos.
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¿Quién era ese hombre?, pregunté sin rodeos. Mi padrino se llevó la mano a la boca y dejó escapar un suspiro con sabor amargo, y pronunció mi nombre como si lo cultivara desde hace años en un jardín secreto. El que habla contigo, soy yo —dijo—. Desde hace mucho mi corazón palpita por ti.
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Y sé que ahora no es un buen momento, pero si tú decides dejar a tu marido y me dices que sí, nos vamos lejos de aquí. Tú sabes que tengo mis negocios; no te va a faltar nada. Y si tienes pena por tu padre, también estoy dispuesto a ayudarlo. Aquellas palabras cayeron como monedas dentro de una alcancía: sonoras y con promesa de peso.
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Recordé, con la exactitud que el día de mi boda, yo le había dicho, medio en broma, que si aparecía un hombre así, yo me escaparía por la ventana con él. ¿Por qué ahora? —murmuré, y antes de que él respondiera, el teléfono que yo llevaba en la cartera sonó con la insistencia de una campana de llamada urgente. En la pantalla, el nombre de mi padre parpadeó como un faro.
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Hola papá, dije, ¿Dónde estás? —preguntó mi padre, quiero ir por ti. Mi padrino me observó con una mezcla de derrota y esperanza. Sentí que en el aire había una ecuación sin resolver: amor o silencio, fuga o dignidad. Y mientras el teléfono caliente me ardía en la mano, comprendí que la decisión no era solo mía; era la suma de muchas voces, muchas miradas y el rumor persistente de una ciudad que, como los buenos romances, sabe guardar los finales para después.
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Lo tomé de la mano y le dije: si caminamos juntos, no quiero que volteemos a ver al pasado. Él me tomó la mano con gusto y con una sonrisa, dijo: solo al frente cariño, solo al frente. Quiero darte las gracias por escuchar y dedicar tiempo a mis relatos. Y antes de despedirme, quiero recomendarte a que te suscribas a mi canal y que actives la campanita sin olvidarte de oprimir el pulgar arriba como muestra de que ha sido de tu agrado. Un fuerte abrazo de tu amiga Lucy. Hasta la próxima.