Mi PADRINO Hizo lo que mi ESPOSO NO

  • Tienes las manos muy heladas, me dijo mi PADRINO.  Sonreí, tratando de no mostrar el temblor que me subía por los brazos. Sí, es que estaba lavando  un poco de ropa, ya ve que casi no hay agua. Y hay que aprovechar cuando viene el chorrito. No  sé cómo se acumula tan rápido la ropa, es como si creciera sola durante la noche.
  • El sol de la  mañana atravesaba los ventanales del corredor y se colaba en el patio, derramando una luz  amarilla que parecía recién exprimida de un fruto. Mi blusa, ya delgada por los años y los  lavados, dejaba pasar la claridad como si fuera una segunda piel. Entonces sentí sus  ojos recorrerme con una lentitud que me erizó la espalda.
  • Usted sí está con buena temperatura,  —dije quitando mi mano de la suya, y me recogí el cabello en un chongo apretado, sujetándolo  con una peineta que tenía una piedra despegada. Pero él no respondió, solo se quedó mirándome,  y el silencio se llenó del zumbido del molino de viento que giraba allá atrás, susurrando  con el aire tibio. Venga padrino —dije para romper aquel silencio espeso—, le voy a servir  un poco de café, creo que con este frío cae bien.
  • No era el frío lo que me estremecía, sino  el calor repentino que me subía desde el pecho cuando sentía su mirada recorriéndome,  como una brasa que no quema pero deja marca. Caminé hacia la cocina evitando mirarlo,  procurando que el roce del suelo con mis sandalias disimulara el temblor de mis pasos.
  • No quería caminar delante de él, pero me dio pena pedirle que se adelantara. Así que apuré  el paso, como quien huye de algo invisible. El viento sopló y una hoja seca se coló por la puerta  justo cuando tropecé con la gradita del umbral. Caí de rodillas, y el sonido seco  del golpe retumbó en el patio como si hubiera caído una piedra en un balde vacío.
  • ¡Muchacha!, exclamó él, y en un instante estuvo a mi lado. Su sombra se alzó sobre mí, y  sus manos grandes me levantaron con una delicadeza que no le conocía. Ay padrino —dije  riendo, queriendo disimular la vergüenza—, hoy sí me di un buen golpe. Él me sostuvo del brazo, firme, mirándome con una mezcla de ternura.
  • Parece que  venías muy rápido, como si alguien te estuviera persiguiendo —dijo, mientras me guiaba hasta una  silla de madera que siempre dejamos en el patio, junto al viejo rosal que ya casi no florece. Siéntate aquí, añadió con un tono que no admitía réplica. Déjame ver tu rodilla,  no padrino, no es nada. Solo fue el golpe —respondí bajando la vista—. Con un poco  de agua con sal y un bálsamo se me pasa.
  • Él sonrió, pero no se movió, en cambio, con  su mano derecha tomó un mechón de mi cabello húmedo y lo acomodó detrás de mi oreja. Sentí el  roce de sus dedos como un relámpago silencioso, una corriente que me recorrió entera. Vaya que eres bonita —murmuró casi sin voz—. No te había visto tan detenidamente… pero  ahora veo que estás hermosa.
  • Mi garganta se cerró, y quise decir algo, cualquier cosa, pero  el aire parecía haberse espesado con el aroma del café que aún borboteaba en la cocina. De pronto, escuchamos pasos lentos, arrastrados, viniendo por el pasillo. Era un sonido pesado,  como si alguien deslizara la vida misma con los pies. Mi padrino dio tres pasos hacia atrás,  tan rápido que casi tira la silla.
  • Yo me quedé inmóvil, con el corazón latiendo en la garganta.  Solo atinó a decir: tú sabes no vaya hacer que piensen mal. El rostro de mi padrino se ensombreció apenas vio  quién asomaba por el corredor. Movió la cabeza en una leve señal de negación, como si hubiera  presentido que el aire se le iba a enturbiar. Era mi marido, tambaleante, con el pelo revuelto  y los ojos hundidos por la resaca de dos días.
  • El olor agrio del vino llegó antes que él,  mezclándose con el aroma tibio del jabón que aún flotaba en el aire del patio. Buenos días padrino —dijo mi marido arrastrando las palabras—. ¿Y usted qué  hace tan temprano por aquí?, ¿Lo echaron de su casa o qué? Mi padrino lo miró con una  paciencia vieja, de esas que solo tienen los hombres que han aprendido a callar lo que saben.
  • Más bien al que van a echar, si no se porta bien, es a ti —le dijo con voz grave—.  Mírate cómo estás. Debería darte pena; tu mujer te ha aguantado tanto, y tú ni siquiera  ves lo valiosa que es. Se acaba de caer, y si no estuviera yo aquí, ¿quién la hubiera levantado? Mi marido me miró con esos ojos turbios que a veces me daban miedo.
  • ¿Y qué estabas haciendo  mujer? Ni que aquí fuera un pantano, más bien no tienes cuidado por dónde caminas. Y si hay  algo en el suelo, es porque tú no limpias. Las palabras se me clavaron como espinas, me levanté  despacio, sacudiéndome el polvo de las rodillas. Ay padrino —dije tratando de sonreír—, hablar con  él es como hablar con la pared. Nunca hace caso, y si no se preocupa por él, menos se va a  preocupar por mí. Voy a ver si preparo el café.
  • A mí sírveme un vaso con agua bien fría —ordenó mi  marido, dejándose caer sobre la silla del comedor. Sobre la mesa había un mantel floreado  que ya empezaba a desteñirse por el sol. La cafetera hervía con un sonido intermitente,  como si también ella respirara con cansancio. Mi padrino se sentó frente a mi marido, entre  el vapor del café y el olor a leña húmeda.
  • Oye —le dijo con voz firme—, deberías tomarte la  vida más en serio. Te estás descuidando demasiado, y tarde o temprano tu mujer se va  a cansar. Recuerda que no solo tú eres hombre en este pueblo. Nunca falta  el lobo que ronda el corral descuidado. Yo bajé la mirada, pero el rubor ya me subía  a las mejillas.
  • No era solo por las palabras, sino por lo que callaban. Sentí que él me  hablaba a mí, no a mi marido, como si me hubiera leído el pensamiento, como si supiera  que algo en mi interior ya se estaba quebrando. Mi marido soltó una carcajada ronca. ¿Y quién se  va a fijar en ella padrino? Mire sus fachas… —dijo señalándome con el vaso de agua en la mano—.  Si alguien se la llevara, hasta me haría un favor.
  • El golpe de esas palabras fue tan fuerte, que  hasta el reloj del comedor pareció detenerse. Mi padrino apretó la mandíbula, y sus ojos se  endurecieron como piedra. Pues anda en esas fachas porque tú nunca le compras nada —dijo—. Una  mujer se viste con lo que el hombre le da, y tú no le das nada. Yo sentí un calor subirme al rostro,  pero esta vez era una mezcla de rabia y vergüenza.
  • Bien me dijo mi madre que tú no eras un buen  hombre —dije casi sin pensarlo—. Ella siempre me aconsejó que me fuera con mi otro novio. Lo  dije solo para defenderme, sin pensar en las consecuencias. En realidad, nunca hubo otro novio,  pero las palabras ya habían salido, y quedaron flotando en el aire como un insecto venenoso. Él se puso de pie y vi que los ojos le ardían.
  • Pues la puerta no es tan angosta —dijo  golpeando la mesa con el vaso. Entonces mi padrino intervino con una calma tensa.  Esa no es la forma de resolver las cosas. Tiene razón padrino —respondió mi marido medio  riéndose—. Más bien, de casualidad no tiene por ahí unos pesitos que me preste.
  • Así me quito esta  resaca y me olvido de lo que esta mujer acaba de decir. Mi padrino lo miró largo rato, y luego  metió la mano al bolsillo del pantalón, sacó un billete doblado y se lo tendió sin decir palabra. Era la primera vez que lo veía darle dinero. Pero mientras él lo hacía, sus ojos buscaron los míos,  y comprendí que lo que realmente quería no era ayudarlo, sino quedarse.
  • El sonido de la puerta al cerrarse resonó  al cerrarse detrás de Mi marido que se había marchado. Mi padrino seguía sentado, con la mirada  hundida en la taza vacía que tenía frente a él. Yo, avergonzada por lo que había dicho —y por  lo que él había oído de labios de mi marido—, me giré hacia el fregadero.
  • El vaso que  mi marido había usado todavía guardaba el rastro de su boca en el borde, una línea  seca, blanca, que parecía una pequeña herida. Abrí el grifo y el agua salió con ese  chasquido torpe de las tuberías viejas, salpicando el acero y llenando el ambiente con  un olor a metal y jabón. Mientras el agua corría, sentí un leve crujido en el suelo detrás de mí.  Era el paso lento y calculado de mi padrino.
  • No quise voltear, pero el aire cambió de  temperatura; un calor invisible me recorrió la espalda como una corriente de electricidad,  que me obligó a moverme apenas, queriendo sacudirme aquella sensación que no era del todo  incómoda, pero que tampoco me dejaba tranquila. Él se detuvo a mi lado, apoyando un hombro  contra la pared.
  • Su voz, cuando habló fue casi un susurro: Oye… no vayas a creer lo que tu  marido dice. Yo seguí tallando el vaso, aunque mis manos ya no obedecían. Él no se da cuenta de  la joya que tiene en casa —continuó—. No sé por qué será… quizá un capricho de la vida. Pero los  que quisiéramos tener esa suerte, no la tenemos. Sus palabras flotaban lentas, pesadas, entre el  vapor del agua. Mírame a mí —dijo—.
  • He acumulado tanto en esta vida… y sin embargo no tengo con  quién compartirlo. Tú eres una mujer hermosa, elegante, y si algo me duele, es no haber  tenido la suerte de tu marido. Porque yo, te lo digo con el corazón, cambiaría  todo lo que tengo por estar a tu lado. El agua seguía cayendo, como si quisiera  ahogar las palabras que no me atreví a responder.
  • Finalmente lo miré, y vi que sus ojos  tenían un brillo que no le conocía, algo entre ternura y desamparo, como si una verdad vieja  y escondida se le hubiera escapado sin permiso. Pero padrino… —alcancé a decir,  sintiendo que la voz me temblaba—, ¿cómo puede decir usted esas cosas? Él respiró  hondo, y su mirada se hizo aún más profunda. Dime, ¿qué delito hay en decir lo que el corazón ordena?  —preguntó con suavidad—.
  • ¿Acaso solo yo no tengo derecho a sentir? ¿O crees que no soy capaz de  hacer lo posible por ver feliz a quien me acepte? Quise responder, pero las palabras se me  atoraron en la garganta. La conciencia me tiraba hacia un lado, y algo más fuerte, más  instintivo, me empujaba hacia el otro. No digo eso padrino —murmuré, tratando de mantener  la compostura—.
  • Solo digo que no me parece… conveniente. Usted sabe que fue mi padrino  de bodas, y… no creo que esto sea adecuado. Él no dijo nada, solo me miró. Y esa mirada  me desarmó, sentí que las manos me temblaban, que el vaso se me iba a resbalar, y el corazón  golpeaba contra mis costillas con la fuerza de un tambor.
  • El silencio entre nosotros era  tan espeso, que podía oír cómo el reloj de pared marcaba cada segundo, uno por uno, como si  contara los latidos de algo que no debía ocurrir. Entonces sonó el timbre, un timbre agudo,  largo, que me atravesó de pies a cabeza. Salté casi instintivamente, dejando el vaso en  el fregadero. Voy a abrir —dije con una voz que no parecía mía.
  • Salí de prisa, sin mirar atrás,  con el corazón corriéndome por dentro como si escapara de algo que me hubiera rozado el alma. Detrás de mí, el sonido del agua seguía cayendo, monótono, como si quisiera borrar lo que acababa  de pasar… o lo que estuvo a punto de pasar. Mi padrino se quedó quieto, con una mano apoyada en el marco de la puerta  de la cocina, mientras yo me dirigía a abrir la puerta de calle.
  • La madera vieja crujió al  girar la llave, y un hilo de aire frío se coló, trayendo consigo el olor del polvo y de los  mangos maduros que caían del árbol del vecino. La que se asomó fue mi cuñada, la hermana  mayor de mi marido. Llevaba un vestido de flores pálidas y el cabello recogido en una trenza  que ya se deshacía. Hola buenos días —me dijo con esa voz suya, algo áspera pero afectuosa—.  Mira, te traigo unas frutas recién cortadas.
  • Me entregó una bolsa negra que pesaba como  si dentro llevara una disculpa. Detrás de mí, mi padrino apareció en el umbral, y ella,  al verlo, bajó un poco la voz. Buenos días, buenos días señora —respondió él, con  esa cortesía que no delataba nada. ¿Y mi hermano? —preguntó enseguida, acaba de salir  —le respondí evitando su mirada.
  • Ven, acompáñame un momento, quiero decirte algo —dijo, y sin  esperar respuesta, me tomó del brazo. Caminamos hacia el patio, donde el aire era más claro y el  canto de un gallo se confundía con el sonido de los trastos que aún goteaban sobre la pila. ¿Qué pasa cuñada? —pregunté. Ojalá que nada —dijo ella con un suspiro, mirando hacia la  casa—.
  • Pero dime, ¿qué hace ese señor aquí? Si tu marido no está, no deberías dejar que  se quede contigo a solas. La gente es mala, y ya sabes que aquí todo se ve y se comenta. No  supe qué contestar. Bajé la vista y jugué con el nudo de la bolsa que aún sostenía en las manos. Solo te lo digo porque te quiero —continuó—. Además, me contaron cosas de mi hermano… No  sé si sea cierto, la verdad no lo he visto, pero dicen que anda con alguien de por aquí. Ayer  lo vieron con una mujer, algo tomados los dos.
  • El aire se me atascó en el pecho, y sentí que la  sangre me subía a la cara, y que algo dentro de mí, se quebraba como un cristal fino. ¿Y dices que  lo vieron? —pregunté con voz baja, pues eso dicen. Pero no quiero que te pongas mal, quizá solo sea  chisme. Yo vine a decirte que te pongas las pilas, arréglate un poco, que si no lo vas a perder. Reí sin ganas, ¿Perderlo? —le dije—.
  • Si ya hace tiempo que no me pertenece. Aparte de que no se  preocupa por la casa ni por mí, ahora resulta que anda con otra. No cuñada, yo no voy a perseguir  a nadie. Si lo descubro, me voy, no hay sentido en quedarse al lado de quien solo te trae penas. Ella me miró con tristeza, ay no digas eso mujer. Yo te tengo cariño, eres una gran mujer, y  mi hermano no ha sabido valorarte.
  • Quizás todo sea mentira, pero, por si acaso… despide  pronto a ese señor, ya sabes cómo es la gente. Y se marchó, despidiéndose de mi padrino  con una sonrisa forzada. La seguí con la mirada hasta que su figura se perdió tras  la verja del jardín, dejando tras de sí el sonido de sus sandalias arrastrando el polvo.
  • Me quedé un momento mirando el patio, inmóvil, hasta que escuché su voz detrás de mí. ¿Todo  bien? —preguntó mi padrino desde la puerta. Me giré lentamente, y vi que el  sol le daba en la cara, y en sus ojos había una mezcla de serenidad y compasión. Padrino… —le dije con un hilo de voz—, ¿de verdad sería capaz de hacer una vida conmigo, o solo  me estaba bromeando? Él se incorporó despacio, con esa elegancia suya que imponía respeto.
  • Sonrió con dulzura, pero en su mirada había una decisión que me estremeció. Claro que sí —me respondió—, sería el hombre más feliz del mundo si  tú estuvieras conmigo. Te llevaría lejos, donde nadie nos juzgue. Caminaríamos sin  prisa, sin miedo, cuidándonos el uno al otro. Sentí que el aire se detenía, y no pensé más.
  • Solo  tomé un suéter que estaba sobre la silla, extendí la mano hacia él, y sentí la calidez de su palma  envolver la mía. No dijimos palabra, y salimos despacio, mientras el eco de nuestros pasos se  perdía entre las paredes silenciosas de la casa. Me enteré después de que mi marido vivió un  tiempo con aquella mujer. Pero no duraron mucho, igual que yo con mi PADRINO, porque  yo tomé una decisión apresurada.
  • Nunca tomes decisiones a la ligera, porque los  resultados no serán siempre los que