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Mi compadre se quedó detenido en el umbral de la puerta, mientras Yo trataba de sostener a mi marido, que pendía de mi brazo como un costal de maíz húmedo; su cuerpo pesaba más de lo que mis fuerzas podían soportar, y el olor a vino que salía de su boca me mareaba. En ese forcejeo no noté que mi blusa se había estirado más de la cuenta.
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Cuando levanté la mirada, vi los ojos de mi compadre fijos, abiertos como si hubiera visto una aparición. Sus pupilas no miraban a mi marido, sino a mí. Entonces le dije, con voz que temblaba más de coraje que de cansancio: Oiga compadre, no se quede ahí parado, venga ayudarme. Usted fue quien se lo llevó, y mírelo ahora, ni puede con él mismo.
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Pero al ver que seguía allí, con esa media sonrisa torpe, y notando cómo el aroma a vino también lo envolvía a él, mejor cambié el tono: ¿Sabe qué?, mejor váyase compadre. Él se enderezó, tambaleándose un poco, y respondió con ese aire de hombre que presume de fuerzas: No, tranquila comadre, yo puedo con él.
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Si gusta, lo llevo hasta su habitación, Yo soy fuerte, lo cargo en peso sin problema, usted solo diga. Me acomodé la blusa, que todavía parecía tener vida propia, y agarré un suéter liviano que estaba tirado sobre el sofá; era de lana gastada, pero me dio la cobertura que necesitaba. Le dije entonces, con cierta dureza: Sería bueno compadre, pero no, mejor déjelo aquí en la sala.
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Mi esposo, hundido en el sofá, murmuró entre sueños: Gracias compadre… usted sí que es más que mi hermano… gracias por tan buena amistad… Su voz se apagó como un farol al que le soplan la llama, y se desplomó más en el cojín, roncando como si la casa se le viniera encima. Yo me acerqué a la puerta y la abrí con la intención de despedir a mi compadre.
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Bueno compadre, gracias por traerlo —le dije, esperando que entendiera la señal. Pero él, con un aire entre ofendido y retador, contestó: ¿Será que me está echando comadre? No compadre, pero ya… ¿qué más se va a quedar haciendo aquí, si mi marido ya se durmió? El silencio que siguió fue pesado, y afuera, los perros del vecino ladraban como si hubieran visto un fantasma pasar por la calle.
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Entonces él dio un paso y bajó la voz y dijo: Pues comadre, hay muchas cosas que se pueden hacer, aunque su marido esté dormido. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Me sostuve con firmeza del marco de la puerta, y sin quitarle los ojos de encima, empujé con decisión. Que le vaya bien compadre. Él retrocedió, cruzando los pies como quien baja una cuesta invisible.
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Se acomodó la bufanda, y antes de perderse en la calle, lanzó con un dejo de amenaza disfrazada de paciencia: Está bien comadre… pero yo soy muy paciente con lo que quiero. Afuera los perros empezaron a ladrar fuerte, y aún escuché que él decía, no ha habido quien me diga que no, y todo lo que quiero lo consigo, y sino pues lo compro, porque aquí lo que sobra es billete.
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Me gusta cuándo se ponen difíciles las cosas, porque me obliga hacer ver que todo cae tarde o temprano. Yo moví la cabeza en señal de negación, y la verdad me causo gracia lo que el Compare iba hablando mientras se alejaba. O eso pensé yo, porque no se fue. Vaya Compadre si que es tremendo, me dije a mi misma, mientras cerraba la puerta, y me apoyé en ella con la espalda, como si de ese pedazo de madera colgara mi seguridad.
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En la sala, mi marido seguía hundido en el sofá, con la boca entreabierta y el ronquido espeso que olía a vino. Acomodé el suéter contra mi pecho y traté de convencerme de que todo había terminado allí, con aquel crujido seco de la puerta. Pero no habían pasado ni quince minutos cuando escuché los pasos de regreso. Primero el golpe de unos zapatos arrastrados sobre el empedrado de la calle, luego el chirrido de la verja, y después los nudillos contra la madera: toctoctoc… Un llamado que parecía insistente y manso al mismo tiempo, como la gotera que, por ser leve, termina agujereando la piedra.
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Me quedé inmóvil, esperando que se cansara. Pero volvió el llamado, ahora más fuerte, acompañado de su voz: Comadre… yo dejé algo aquí… ¿me abre un momento? El corazón me saltó en el pecho, mientras los grillos afuera guardaban un silencio cómplice. Caminé despacio hacia la puerta, cuidando que el piso de madera no delatara mis pasos.
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Me acerqué apenas lo suficiente para hablarle sin abrir: Compadre, aquí no dejó nada. Ya le dije que se fuera. ¿Cómo no? —respondió, y su tono llevaba un retintín de burla—. Dejé mi billetera aquí dentro, y hasta que no la recoja, no me voy a quedar tranquilo. Sentí un temblor recorrerme, y vi a mi marido que seguía en el sofá, inconsciente, como un bello durmiente.
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Miré hacia él buscando alguna señal, pero lo único que recibí fue otro ronquido profundo. Entonces, la perilla de la puerta se movió suavemente, como tanteando. Yo la sujeté con ambas manos por dentro, apretando fuerte. Compadre váyase —dije con voz baja pero firme—, no quiero problemas. Del otro lado se escuchó una risa ahogada, corta, como si la hubiera querido ocultar.
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Después, un silencio espeso, y me quedé escuchando con el oído pegado a la madera, hasta que sentí que los pasos se alejaban otra vez por la calle. No sé si fue el viento o si realmente lo dijo, pero juraría que al perderse en la oscuridad murmuró: Ya le dije comadre… yo sé esperar. Me quedé un largo rato mirando a mi marido, Yo lo observaba y no podía evitar pensar en mi compadre.
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Sí que es atrevido —me dije para mis adentros—, y aunque debería indignarme, la verdad es que no está nada mal de ver. Es un hombre atractivo, de esos que caminan con seguridad, y no solo eso: tiene bienes, tierras, pero le hace falta compañía. Todo lo que mi marido, en sus borracheras, deja perder como arena entre los dedos. Pero apenas esas ideas se me cruzaron, vinieron como un látigo las palabras de mi madre, que parecían estar guardadas en algún rincón de mi memoria esperando el momento de recordarme quién soy.
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Hija, nunca pongas los ojos en nadie más que no sea tu marido. Ni siquiera lo pienses, porque los pensamientos son semillas, y de ellos nacen los planes, y los planes tarde o temprano se cumplen. Ten cuidado hija, porque allá afuera los lobos se visten de ovejas, y si no los reconoces, te devoran con palabras dulces. Su voz me resonaba tan viva que me pareció escucharla en el cuarto, como si estuviera sentada en la mecedora de mimbre, moviendo las manos y repitiendo sus advertencias.
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Recordé también la historia de mi tía, esa mujer que se creyó más lista que la vida, y terminó de brazo en brazo, hasta que la soledad la abrazó como castigo. Sacudí la cabeza, tratando de espantar esas imágenes, y cerré las ventanas de la sala para no dejar entrar más aire frío ni más recuerdos. El reloj de pared dio la media noche con un campanazo grave que recorrió toda la casa.
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Entonces me envolví con el suéter, como quien se protege de un mal augurio, y me fui a dormir a mi habitación, con la sensación de que el sueño sería un refugio débil contra todo lo que estaba empezando a gestarse a mi alrededor. Por estar pensando en MI COMPADRE, casi no pude dormir.
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Me revolvía entre las sábanas como si el colchón estuviera lleno de piedras, y cada vez que cerraba los ojos, lo veía de pie en el umbral, con esa sonrisa que me dejaba más preguntas que respuestas. Apenas empezaba a clarear, cuando escuché los golpes discretos en la puerta: toc toc toc… Me levanté, pero ya mi marido iba a abrir.
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Desde el pasillo reconocí enseguida la voz de mi compadre, grave y firme como la noche anterior. Compadre, ¿cómo amaneció?, Vine a ver si necesitaba algo. Aquí… aquí estoy hermano —respondió mi marido, con esa voz cascada de resaca—. Gracias por anoche, no sé cómo hubiera llegado sin usted. El compadre soltó una risa baja y respondió: No se preocupe compadre, para eso andamos juntos. A veces pasa, con un par de copitas uno se dobla… a mí me ha pasado muchas veces.
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Lo bueno es que tiene una mujer comprensiva. Porque yo conozco a unos amigos, que la verdad las mujeres no son nada agradables. Imagine, aquel que vive en la colina… la otra vez la mujer me maltrató, según ella porque yo soy quien lo induce a beber. Mi marido, con tono jactancioso, replicó: No compadre, usted sabe que aquí yo soy quien lleva el control, Aquí se hace lo que yo digo.
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Esas palabras me atravesaron como un alfiler, y toqué levemente mi garganta, fingiendo una tos para anunciar mi llegada a la sala. Vi al compadre con una sonrisa bien medida, como si lo de la noche anterior nunca hubiera ocurrido. Sus ojos, sin embargo, me buscaron con rapidez, y en ese segundo entendí que la memoria compartida existía, aunque se ocultara detrás de la cordialidad.
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Muy buenos días comadre, ¿Cómo amaneció? —preguntó, mirándome con disimulo. Yo acomodé el suéter sobre mis hombros y respondí, sin perder la compostura: Pues sinceramente, aunque desvelada, creo que amanecí mejor que ustedes dos, porque no tengo ese malestar de resaca que se les nota a leguas. ¡Eso sí es verdad! —rió mi marido—.
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Más bien compadre, ¿qué tal si nos quitamos este peso de encima? Lo miré con fastidio, y dije: Ay no tú… solo en eso piensas. Mejor ayúdame a ordenar la casa. El compadre se rió, esa risa seca que parecía quedarse trabada en la garganta. Luego dejó un paquete envuelto en papel sobre la mesa: pan recién horneado, aún tibio, cuyo aroma llenó el aire con una dulzura inesperada.
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Le traje esto, para que agarre fuerzas —dijo. Pero sus ojos, otra vez, se detuvieron en mí. Apenas un segundo, pero bastó para que el recuerdo de sus palabras en la oscuridad volviera a quemarme por dentro. Sentí el rubor treparme por el cuello, y para disimular, me ajusté el suéter y tragué saliva.
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Muchas gracias compadre —respondí, fingiendo naturalidad. Pero no se vaya todavía compadre —intervino mi marido—. Cariño, ¿qué tal si nos sirves un poco de café? Asentí, resignada, con tal de que no salgas más, con gusto cocino —dije, encaminándome hacia la cocina. Al volver la mirada, vi que el compadre me seguía con los ojos. Una sonrisa apenas perceptible se dibujaba en sus labios, como si estuviera escribiendo un mensaje secreto que solo yo debía entender.
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Y ese gesto, tan leve, me dejó más inquieta que todas sus palabras de la noche anterior. Escuché a mi compadre decir, con ese tono que se arrastra como un secreto: Oiga, si de verdad quiere, yo traigo allí para que nos quitemos la resaca. Al fin y al cabo es solo esta vez, que dice compadre, le dijo a mi marido. Los dos rieron con una complicidad que a mí me sonó como martillos golpeando la mesa, y yo me resigné a que el café se quedara sin ser probado, enfriándose poco a poco sobre la hornilla. El aroma del pan recién horneado se mezclaba con el del café, y el vino seco que
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flotaba en el aire como un recuerdo espeso. Pasaron unos cuarenta y cinco minutos. Yo, desde la cocina, podía oír cómo la voz de mi compadre se hacía más baja, más medida. Compadrito, ¿qué tal si va por unas cuantas más?, Yo le doy el dinero —le dijo a mi MARIDO. Claro que sí —respondió mi marido, con gusto.
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Es que tengo un leve dolor de estómago y en lo que usted va yo voy al baño —dijo mi compadre, entregándole unos billetes arrugados en la mano. Apenas mi marido cruzó la puerta, sentí el aire cambiar de temperatura. La casa quedó en silencio, salvo por el goteo intermitente del grifo de la cocina. El compadre se me acercó despacio, con pasos que no querían sonar, y cuando estuvo a un metro de mí dijo: Comadre, siento mucho lo que dije ayer, Pero no es por nada… no me arrepiento.
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Son cosas que he querido tener el valor de decirle. Yo me giré lentamente y lo miré a los ojos. Compadre, ¿de qué está hablando?, si usted no dijo nada, lo único es que no se quería ir. Él respiró hondo, como quien se va a lanzar a un abismo: Bueno comadre, si no lo dije entonces, creo que este es el momento.
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No sé por qué tiene que ser así, ni por qué razón tuve que poner mis ojos en usted. La verdad, hace ya un buen tiempo que he querido quitármela de la cabeza, pero no he podido. Quizá no sea tan valiente como creo, porque como ve… tuve que tomarme una copa para tener valor. Se pasó la mano por la nuca, nervioso, y luego la dejó caer, mirándome fijo: Pero comadre, yo solo quiero decirle que estoy locamente enamorado de usted. Sentí que la sangre se me helaba en las manos.
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Retrocedí un paso, tropezando con el marco de la puerta, y él levantó una mano, como para tranquilizarme: Comadre, no se asuste, por favor. No quiero que me vea como un mal hombre. Yo tragué saliva con dificultad, pero es que compadre… ¿cómo va usted a creer eso? Eso no puede ser, Yo no haría nada que dañara a mi marido. No sería capaz de vivir con eso, Usted no es un mal hombre… pero llegó tarde.
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Y no hay nada que se pueda hacer. Él bajó la vista un instante, luego la volvió a subir con un brillo ansioso: Comadre, deme aunque sea un poquito de esperanza. Dígame qué quiere que haga y lo hago. Ay no sé compadre… mejor dejemos así las cosas por ahora y ya veremos después —dije, sin reconocer mi propia voz.
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Él dio un paso más, tan cerca que pude sentir el olor de su perfume mezclado con el del vino y el pan. Su mano temblaba, a punto de extenderse hacia mí, cuando de repente la puerta principal se abrió de golpe. El ruido de las bisagras fue como un latigazo. La figura de mi marido apareció en el umbral, cargando la bolsa con las botellas. El compadre retrocedió un medio paso y se recompuso, como si nada hubiera pasado.
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El corazón me golpeaba en el pecho, y el sonido del reloj de pared marcó la hora con un campanazo grave que selló aquel instante como si fuera una fotografía que nadie debería haber visto. Al siguiente día, le pedí a mi MARIDO que nunca más llevará al COMPADRE a la casa. Que si lo hacía me iría yo, y no era porque tenía miedo del COMPADRE, sino de mi misma.
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A veces es mejor huir a quedarse, porque si quieres tener una conciencia limpia, debes mantenerte firme en tus decisiones.