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Pero pasen, que están en su casa, dijo Mi COMPADRE mientras tomaba mi maleta en sus manos. El roce fue leve, casi imperceptible, pero sus dedos demoraron más de lo necesario, como si quisieran decir algo que su boca callaba. Su mirada tampoco fue la de siempre: no tenía la ligereza de la amistad, sino el peso de una palabra atrapada en la garganta.
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—Venga compadre, pasen por aquí, sigan por favor. Pues compadre, cuánta pena me da molestarlo —dijo mi marido, mientras arrastraba la maleta más grande, que rechinaba con cada piedra del suelo—, pero es que no teníamos otro lugar a dónde ir, y pues aquí nos tiene. En ese instante se escuchó el golpe seco de una puerta que se cerraba en algún rincón de la casa, y enseguida apareció mi comadre, con el delantal aún húmedo en la cintura, sosteniendo dos vasos de limonada que sudaban como si tuvieran vida propia.
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Ay compadres, ya los estábamos esperando, dijo ella, con esa sonrisa que siempre la caracterizaba. Tómense un fresquito, que la tarde está muy calurosa. Yo la miré, con el pelo recogido y las mejillas enrojecidas por el calor de la cocina, y sentí una punzada en el pecho. Comadre, qué pena —le dije—, la verdad es que no quería incomodarla.
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Ella dejó los vasos sobre la mesa de madera, y se limpió las manos en el delantal antes de responder: No se preocupe comadre, que no son los primeros en pasar un mal momento. Además, aquí son bienvenidos, esta casa es grande y pueden quedarse el tiempo que sea necesario, mientras se vuelven a levantar. El ventilador en el techo giraba lento, con un zumbido que parecía acompañar cada palabra, como si la casa entera supiera más de lo que nosotros nos atrevíamos a decir.
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Gracias comadre, lo que pasa es que… empecé a hablar, pero ella me interrumpió, casi con firmeza. No me diga nada comadre, ya fue suficiente con lo que les pasó. A mí me basta con saber que están bien, y con gusto les extiendo la mano. Yo la miraba en silencio, y me dolía el alma.
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Mi comadre era una gran mujer, y lo sigue siendo, pero su bondad es la misma razón por la que aún cargo con esta culpa, porque yo no supe devolver aquel favor como debía. Vengan, dijo de pronto, adelantándose por el corredor largo donde los cuadros familiares parecían vigilarnos con ojos inmóviles, les voy a mostrar el cuarto donde se quedarán. Yo caminé detrás de ella, con la sensación de que los pasos de mi marido resonaban demasiado fuerte, como si fueran la carga misma de nuestros fracasos.
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Él, de trabajo en trabajo, sin nunca establecerse; siempre buscando la vida buena, pidiendo prestado aquí y allá, hasta que al final nos quedamos sin nada. Y en ese pasillo, entre el perfume rancio de las flores marchitas en un florero, y el lamento de una puerta que se abría sola con el viento, supe que entrar en esa casa era también entrar en un destino del que ya no habría regreso.
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El pasillo nos condujo hasta una habitación sencilla, con una cama amplia cubierta por una colcha de flores en el estampado, recién lavada, todavía con ese aroma a jabón y sol que me hizo recordar la ropa tendida de mi infancia. Había una mesita de noche con un crucifijo pequeño de madera, y una lámpara que titilaba con la corriente débil, como si respirara.
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Aquí van a estar cómodos, compadres, dijo mi comadre, abriendo las cortinas para que entrara el aire. La ventana da al patio, así podrán ver el limonero, que este año anda cargado de frutos. El sonido de los pájaros se colaba por las rendijas, y una brisa tibia agitó las cortinas, rozándome la piel como un suspiro. Mi COMPADRE dejó mi maleta en la esquina, y por un instante nuestras manos volvieron a encontrarse en ese gesto torpe de acomodar el equipaje. Fue un instante mínimo, pero suficiente para sentir cómo me ardían las mejillas.
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Comadre, dije yo, con la voz quebrada por el peso de la gratitud, usted no se imagina lo que significa esto para nosotros. Ella sonrió, y sus ojos brillaron con una ternura que me desarmó. No diga más, la familia está para esto, para sostenerse cuando el mundo se viene abajo. Mi marido, que hasta entonces había guardado silencio, se sentó en la orilla de la cama con un suspiro cansado, y acarició con los dedos la costura de la colcha, como si allí encontrara un refugio. Dios les pague compadres —dijo él, con la voz ronca—. Yo sé que
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no hemos sido los mejores en corresponder, pero créanme que esto no lo vamos a olvidar. Mi COMPADRE, que permanecía de pie junto a la puerta, asintió en silencio, pero sus ojos buscaron los míos un segundo más de lo necesario, y en esa mirada se escondía algo que no se decía, una promesa o quizá una culpa compartida.
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El reloj de péndulo en la sala comenzó a sonar las tres campanadas, y la casa se llenó de ese eco solemne que parecía recordar que el tiempo, aun en medio de la desgracia, no se detiene. Entonces mi comadre, con un gesto ligero, me tomó del brazo y me condujo hacia la cocina. El olor a café recién colado inundaba el aire, y sobre la mesa había un plato de pan dulce, todavía tibio. Siéntese comadre, me dijo, sirviéndome una taza.
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Aquí no hay deudas ni favores que pagar comadre, solo cariño, ustedes no tienen que sentir que deben pagarnos algo, dijo Mi COMPADRE. Y mientras estemos juntos, ninguno de nosotros va a estar solo. Yo sentí que el corazón me palpitaba con fuerza, y en ese instante supe que aquella casa, con sus paredes que crujían y sus ventanas abiertas al patio, sería testigo de un amor silencioso y familiar, uno que se expresaba en la generosidad, Y en la complicidad de una mirada. El pan aún estaba tibio cuando mi comadre me
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sirvió la taza de café. La porcelana blanca tenía una pequeña rajadura en el borde, como si guardara también sus propias cicatrices, y cuando ella me la entregó, yo suspiré tristemente, pues estaba en casa ajena, recomendada por causa de mi MARIDO. Cómase el pan comadre, le va a caer bien después de tanto trajín, dijo Mi COMPADRE, mirándome desde el umbral de la puerta.
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Yo apenas pude agradecer, porque su voz llevaba un temblor escondido, y ese temblor se me quedó clavado en el pecho. El ventilador en el techo zumbaba con desgano, como si marcara un ritmo secreto. Afuera, en el patio, el limonero agitaba sus ramas, y cada vez que el viento lo movía, sus hojas hacían un murmullo semejante a un susurro que quería confundirnos.
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Bueno pues venga y hablemos, dijo Mi COMPADRE dirigiéndose a mi marido, y se fueron a la sala. Mi marido conversaba con Mi COMPADRE sobre las cuentas y los trabajos que nunca alcanzaban. Sus voces llegaban apagadas, entrecortadas por el golpeteo de los cubiertos que mi comadre colocaba en la mesa.
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Pero en medio de ese murmullo cotidiano, había otra corriente invisible, hecha de miradas esquivas, de silencios demasiado largos, de respiraciones contenidas. ¿Sabe qué pienso comadre? —me dijo ella de pronto, inclinándose un poco hacia mí, Que la vida, cuando más dura parece, también sabe regalarnos compañía. Como dicen por allí, siempre hay un ángel que ayuda.
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Yo no sé exactamente lo que usted piense, pero sí sé lo que yo pienso, y pienso que aquí usted va estar bien. Yo estoy en toda la disposición de ayudarla, hasta donde mi brazo puede extenderse. En verdad comadre, estoy muy agradecida con ustedes, le dije yo, pero no dejaba de ver hacía la sala. Mi COMPADRE y mi Marido se levantaron de la sala, y entraron a la cocina.
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Les tengo buenas noticias, dijo Mi COMPADRE. Mañana mismo tu marido va empezar a trabajar conmigo, tengo un puesto para un ayudante en la construcción, y él dice que está dispuesto a trabajar en lo que sea, mientras consigue un trabajo más formal y acorde a lo que él quiere. El compadre le puso una mano en el hombro a mi Marido, y dijo: pues compadre lo felicito, porque no cualquiera hace lo que usted está dispuesto hacer.
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La mayoría empieza a poner peros, que esté trabajo no es para mí, o que yo para eso estudié para no hacer cualquier cosa. Y mientras seguía hablando, me miró a mí con esos ojos claros que decían lo que su boca no se atrevía, y dijo: ya ve comadre, que afortunada es usted, creo que tiene un buen marido. Y usted compadre tiene una gran mujer, aparte de bella, también es comprensiva, porque no cualquier mujer se aguanta compadre.
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Ya ve como están las cosas ahora, suficiente con que no les den gasto y se van a casa de sus papás. Por eso aprecié mucho a su mujer compadre, le dijo mientras me miraba fijamente. La noche llegó con su manto espeso y el zumbido constante de los grillos, como si la casa entera respirara en compás con el campo.
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La cena había terminado, y las risas se fueron apagando junto con las luces de la sala. Mi marido, rendido por el cansancio, se quedó dormido apenas se recostó en la cama. Sus ronquidos comenzaron a llenar el cuarto, pesados, rítmicos, como un tambor lejano. Yo me puse a pensar, mientras miraba el techo de la habitación. Aunque el compadre mostraba un rostro de ángel, había algo que a mí me decía que ocultaba algo, y lo peor de todo era que yo también esperaba que fuera así.
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Estaba desesperada, y sinceramente me imagine en el lugar de la comadre, siendo yo la esposa que era dueña no solo de su corazón, sino también de su casa. “Tragué saliva, y me dije: ¿pero mujer qué es lo que estás pensando?”. Tú misma has dicho que no es correcto ver con otros ojos a quien no es tu marido. Me levanté lentamente para salir, pero el sonido de la madera en mis pies se escuchaba fuerte, debido a que ya la casa estaba en completo silencio.
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Entonces volví a recostarme, y estaba a punto de taparme la cara, cuándo vi la silueta de alguien pasar lentamente por mi ventana, como si buscara ver algo. El corazón me dio un vuelco al ver aquella silueta proyectarse sobre la cortina. Era alta, firme, reconocible en la penumbra. No podía ser otro más que él: mi compadre.
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Su sombra se detuvo apenas un segundo frente a la ventana, como si dudara entre avanzar o retroceder, como si buscara asegurarse de que yo aún estaba despierta. Contuve la respiración, mientras el murmullo de los grillos afuera parecía multiplicarse, llenando el aire con un zumbido que me apretaba el pecho. Volví a mirar a mi marido, que seguía profundamente dormido, con los ronquidos resonando como martillazos sordos contra las paredes.
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“¿Qué busca?, o ¿Qué quiere?”, me repetía en silencio, y al mismo tiempo, una parte de mí ya lo sabía, aunque me negara a aceptarlo. Me levanté de nuevo, esta vez más despacio, cuidando de no hacer crujir la madera. Corrí la cortina con la punta de mis dedos, y a través del resquicio vi sus ojos.
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Eran los mismos que en la cocina habían elogiado mi paciencia y mi belleza, pero ahora no había testigos, ni palabras de cortesía: solo una mirada que me invitaba a salir. El compadre no dijo nada, solo me miraba, y esa mirada era tan atrevida como peligrosa. Entonces un escalofrío me recorrió la espalda. Tragué saliva, recordando mis propios pensamientos de hacía apenas unos minutos, cuando me había sorprendido queriendo su vida como mía, su casa como mía, a él como mío.
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Me cubrí el rostro con ambas manos, como si así pudiera borrar lo que sentía. Pero la tentación estaba allí, tan clara como su sombra. Mi COMPADRE al ver que Yo no hice nada por delatarlo, sino que me quedé mirándolo, me hizo una señal con la mano, invitándome a salir y a seguirlo. Yo retrocedí un paso, con el corazón desbocado, y volví a mirar a mi marido, ajeno al secreto que se estaba gestando a escasos metros de su lecho.
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Y ahí comprendí que había llegado a un punto del que ya no podía volver atrás: lo que eligiera esa noche marcaría para siempre mi vida, la suya, y la de todos en esa casa. El reloj de péndulo volvió a sonar, marcando la una de la madrugada. Y cada campanada me caía encima como una sentencia. No podía dormir —me dijo mi COMPADRE, en voz baja—. La casa está llena de voces que uno no sabe de dónde vienen.
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Yo asentí, porque también las escuchaba: el crujido de las paredes, el murmullo del viento en el limonero, el tictac obstinado del reloj. Compadre y esté lugar qué es, le pregunté. Es la bodega donde guardo mis herramientas de trabajo. pero si gustas podemos irnos para otro lado, no, no hay problema le dije.
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Yo regresé y estaba a punto de recostarme, cuándo escuché la voz de mi marido, cariño qué hora es. No sé, es que quiero ir al baño, pero no sé por donde irme, que tal si me acompañas, le dije. Claro cariño, dijo él y se levantó para acompañarme, sin tener la menor remota idea de que yo ya conocía la casa más de lo que él comprendería.
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Se puso unas chancletas, una chaqueta encima, vamos cariño, me dijo. A la mañana siguiente, la comadre tocó a mi puerta y me dijo: ¿comadre ya se despertó?. Levántese y vamos a preparar el desayuno, así le enseño donde están las cosas, para que usted pueda servirse lo que guste. La verdad no pude con la culpa, escuchar a tan buena mujer, dispuesta ayudarme y yo pagándole de la peor manera.
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Decidí decirle a mi marido que me iría, que no podía seguir con él, que era mejor que nos diéramos un tiempo. Y pues fue como si él se quitara un peso de encima, porque no dijo nada, sino más bien dijo: cariño yo ya pensaba decirte eso, pero que bueno que seas tú quien lo haya dicho, porque así no cargaría yo con más culpas.
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Mi comadre me llamó hace unos días, y me dijo que quería hablar conmigo. Pero yo le dije que llegaría, aunque no pienso hacerlo. Yo no puedo decir que lo que hice lo hice sin razón, pero a veces hay decisiones que se toman en momento equivocados. Antes de cualquier cosa, analiza el resultados que obtendrás y recuerda que sobre todas las cosas, están las personas que nos hacen bien.