Mi COMPADRE no se QUEDÓ con las GANAS

  • Mi compadre, con esa mirada suya que parecía  encender los rincones más oscuros del alma, me tomó de la mano. Creo que nuestro  escondite nos espera, ¿No cree usted que ya van unos buenos días que no nos ve por  allí? Yo pienso que hasta nos ha de extrañar. Sus palabras me hicieron sonreír, lo miré de  reojo, con una coquetería que me traicionó sin querer.
  • A mí también me parece —le respondí,  casi en un hilo de voz—, ya me imagino que las paredes han de estar hasta húmedas… de tanto que  ha llovido y nadie ha llegado a limpiar por allí. Él soltó una leve carcajada, esa risa que  siempre mezclaba un no sé qué con ternura, y me dijo: Entonces, ¿qué dice?, ¿Vamos a  saludarlo? Yo creo que nos vendría muy bien hoy. Yo lo golpeé suavemente en el hombro  con el dorso de la mano.
  • ¿Cómo se le ocurre compadre? —le dije entre risas y nervios—.  ¿No ve la cantidad de gente que hay hoy aquí? El bullicio en la casa era un mar de voces  entrecruzadas: el tintinear de los vasos, el arrastre de las sillas contra el suelo, las  risas de los niños corriendo por el pasillo. Mi compadre se inclinó un poco hacia mí, con  esa calma peligrosa de quien sabe lo que hace.
  • Pues creo que eso es lo que lo hace  más emocionante, ¿no cree usted? —me dijo, casi rozándome el oído—. Porque ahora sí veremos  si es un buen escondite. Usted solo siga mis instrucciones, y yo me encargo de todo lo demás. Mi compadre me hizo la señal, esa que sólo él y yo entendíamos. Un leve movimiento de su  mano, casi imperceptible, pero suficiente para estremecerme. Era el llamado silencioso que  usábamos cuando esa necesidad no podía esperar.
  • Vi cómo él se alejaba lentamente, con la  serenidad de quien aparenta no tener prisa, hasta perderse detrás del corredor que conducía a  nuestro escondite. Sentí el impulso de seguirlo, la urgencia de aquel secreto que me quemaba  por dentro. Pero justo cuando di un paso, una voz conocida me detuvo en seco.
  • Oye, dijo mi cuñada desde atrás, ¿no crees que tu compadre está como raro últimamente?  El corazón me dio un salto. Me giré despacio, tratando de ocultar la culpa detrás de una  sonrisa. ¿Raro?, No, no creo —respondí, aunque el tono de mi voz me delataba. Ella se cruzó  de brazos y frunció el ceño. La verdad no sé, pero parece que, ay no mejor no digo nada.
  • Sabes que por más que intento agradarle, nada que me hace caso. Yo creo  que está saliendo con alguien más. Sus palabras cayeron sobre mí como una piedra  lanzada al agua. Me quedé un momento muda, no digas eso, Más bien tenle paciencia, ya ves que es  un poco tímido, y le cuesta decir lo que siente. Ven, quiero enseñarte algo —me interrumpió  con un brillo de ilusión en los ojos—.
  • Quiero que me des tu opinión. No tuve opción, y la  seguí hasta su habitación estaba en penumbra; las cortinas color crema dejaban pasar una luz  amarillenta que hacía danzar el polvo en el aire. Sobre la cama, perfectamente tendida, había una  cajita de cartón. Ella la abrió con cuidado, como si destapara un tesoro.
  • Dentro, un vestido  lila, de tela suave, con unos tirantes finos que parecían hechos para resbalar por la piel. ¿Qué dices tú cuñada?, preguntó ella, con un dejo de timidez que la hacía parecer  una adolescente—. ¿Será que me lo pongo? Es que estoy pensando que tal vez tu compadre  no se ha fijado en mí porque no me veo bien… Yo no sabía qué decir, sentí un vacío en el pecho.  Cuñada… yo creo que te verás hermosa.
  • Además, si él no se da cuenta de lo bella que eres,  es porque está muy ciego. Pero yo sé que más de uno estaría encantado de salir contigo. Ella sonrió, bajando la mirada, mientras pasaba los dedos por el borde del vestido. Ay cuñada…  es que nunca me he puesto algo así —respondió con una risa nerviosa—.
  • Tú sabes que ya tengo  mis treinta y tres años, y bueno… sigo soltera, y la gente pensará que estoy desesperada. Treinta y tres años y una soledad que se le notaba en los ojos, en la manera en que tocaba  aquel vestido como quien toca un sueño que no se atreve a vestir. La miré con ternura, treinta y  tres no es mucho —le dije—. Y deja de pensar en lo que los demás creen. Vive con libertad, que la  vida es corta y los sueños se marchitan rápido.
  • Ella asintió despacio, y en ese silencio  que siguió, me sentí la peor de las mujeres. Porque mientras ella imaginaba conquistar  el corazón de un hombre que la ignoraba, yo sabía perfectamente por qué él no la veía… Mi compadre al ver que no llegué se puso a beber antes de tiempo. Y fue un caos soportarlo  durante la fiesta de cumpleaños de mi Cuñada.
  • COMPADRE, ¿usted quiere que esto siga  sucediendo, o ya se está aburriendo? Porque dicen que lo muy dulce, al final empalaga,  le dije tratando de que mi voz sonara ligera, aunque por dentro me temblara la calma. Él sonrió, esa sonrisa suya que se detenía justo antes de ser peligrosa.
  • Claro que  sí comadre —respondió con voz grave—, ¿cómo va a creer usted que yo me voy a aburrir  de esto, si es lo que tanto anhelé? Y ahora que lo vivo, no quiero pensar siquiera en perderla. Entonces compórtese un poco, porque ayer, por poco y usted suelta la sopa. Mi cuñada hasta le  preguntó qué quiso decir con eso de que no había otra como Yo.
  • Y a donde yo me movía usted iba  detrás de mí, Yo ya estaba muy preocupada, porque los vecinos me miraban de manera sospechosa. No me diga comadre —replicó llevándose la mano al pecho—, no puede ser. Yo, que debo velar porque  usted esté bien, soy quien la pone en apuros. Pero no me tome eso como una falta, es solo que…  —bajó la mirada, y su voz se quebró apenas—, a veces yo quisiera gritar a los cuatro  vientos cuánto la amo.
  • Quisiera que todos supieran que mis intenciones con usted  son las más limpias, las más puras… Su sinceridad me desarmó por un instante.  Sentí un leve escalofrío cuando se acercó a mí, y con la mano temblorosa, me acomodó  un mechón de pelo detrás de la oreja. Sus dedos olían a perfume y madera, como las  manos de un hombre que madruga a trabajar, pero carga en el alma un deseo prohibido.
  • Porque al final de cuentas, yo nunca había pensado en algo más allá, yo estoy casada me decía  a mi misma, y seguía esperando a mi esposo. Y como sea el compadre solo estaba haciendo el favorcito.  Pero tenía que cuidarme para que nada saliera a la luz, pero él cada vez empezaba a descontrolarse. Sabe compadre —le dije mirándolo a los ojos, esos ojos que a veces parecían pedir perdón  antes de pecar—, sus palabras son dulces, pero yo tengo miedo.
  • Quizá ahora diga  eso, pero cuando vea las cosas serias, se eche para atrás. ¿Qué vamos hacer si mi  MARIDO se entera?, o ¿Qué vamos a hacer si mi marido decide regresar? Usted sabe que él siempre  consigue lo que se propone. ¿Ha pensado en eso, o es que usted no piensa en el futuro? Él me tomó de la barbilla, tan suavemente que apenas me atreví a respirar. La cocina  entera se quedó en silencio.
  • Solo se escuchaba el zumbido del refrigerador y el lamento leve de  una mosca atrapada en el cristal de la ventana. Pero entonces —como si el destino esperara justo  ese momento para recordarnos que nada es eterno—, oímos pasos en el corredor. El golpe de unas  sandalias contra el suelo de baldosas retumbó como un aviso divino.
  • Nos separamos con la rapidez  con que uno aparta la mano del fuego, y yo fingí buscar un vaso para servir agua, tratando de  que no se notara cómo me temblaban las manos. Buenos días, dijo mi cuñada al entrar, con su  voz aguda y la mirada siempre inquisitiva. Y usted tan temprano por aquí… Más parece como si  viviera aquí, porque yo no sé ni por dónde entra, dijo mi cuñada dirigiéndose a mi COMPADRE.
  • Pero  yo sabía que eran un tanto celos de su parte, porque ella sentía algo mu profundo por él. Tan exagerada tú, le respondí, intentando sonreír—. ¿Por dónde más va a entrar mi compadre,  sino por la puerta? Lo que pasa es que cuando tú te duermes, pareces piedra que no escuchas nada;  aunque el timbre suene como campana de iglesia… Mi compadre soltó una risita nerviosa, y su  mirada me buscó un instante antes de apartarse.
  • Pues sinceramente vine porque pensé que quizá  necesitaban ayuda para limpiar —dijo—, ya ve, después de un cumpleaños siempre queda oficio. Qué bien, repuso mi cuñada, acomodándose el cabello. Entonces venga conmigo, que  necesito levantar las mesas del patio. Mi compadre, con ese aire sereno que tanto me confundía, dijo  mientras se servía café en la cocina: Comadre, ¿qué tal si hoy me aceptan la invitación para ir  a comer afuera? Porque con todo este enredo aquí, creo que no le va a dar tiempo de cocinar. El reloj de pared marcaba las once y cuarto, y
  • en la mesa aún quedaban rastros de  la celebración: platos sin lavar, serpentinas arrugadas y el perfume marchito  de las flores que habían adornado el centro. Antes de que yo dijera algo, mi cuñada respondió  con entusiasmo, sin dejarme abrir la boca: ¡Claro que sí! Sería un gusto enorme poder salir  y olvidarnos un poco de todo esto.
  • La verdad, me encanta celebrar mis cumpleaños,  pero tener que limpiar al día siguiente… eso sí que no lo aguanto. Sus palabras flotaron en el aire como una canción alegre que no encajaba  con el tono silencioso de mi alma. Ella me miró con complicidad, y en un gesto casi  infantil, me hizo una seña con los ojos.
  • Cuñada, por favor, vamos —me dijo en voz baja, mientras  se acercaba—. Es que quiero ponerme… ya sabes, el vestido. Luego tú te haces la que tiene algo  que hacer y te regresas, para dejarnos solos. Asentí, con el corazón encogido, bueno ve  y arréglate como es debido. Ella subió las escaleras casi corriendo, con el entusiasmo de  quien cree que el amor la espera al final del pasillo. Su perfume quedó suspendido en el aire,  dulce y leve, como el de las gardenias frescas.
  • Yo, en cambio, me quedé en la cocina, mirando  cómo el vapor del café se desvanecía lentamente. Me acerqué a mi compadre, que seguía  allí, apoyado en el marco de la puerta, con la mirada baja y una sombra de duda en el  rostro. Compadre —le dije con voz temblorosa—, mi cuñada está locamente enamorada  de usted.
  • No sé si sea correcto o no, pero… yo quisiera que usted le pusiera un  poco de atención. Tal vez salir con ella, distraerse un poco, hacerla sentir… Él  levantó la mano suavemente, interrumpiéndome. Comadre, su cuñada es una gran mujer —dijo con  un suspiro—, es alguien especial, pero usted sabe bien que la que ocupa mi corazón es usted.  No me pida que haga algo que no quiero.
  • Lo que menos quiero es burlarme de ella, no cree usted  que sería cruel ilusionarla… solo por lástima. Sus palabras me cortaron el aliento, y Ttagué  saliva, sintiendo que algo dentro de mí se rompía en silencio. Tiene razón, dije al fin mirando  el suelo—. Lo siento… es que ya no sé ni en qué pensar, quizá lo mejor sería que usted y yo  dejemos las cosas hasta aquí.
  • Él dio un paso hacia mí, y pude oír su respiración, sentir el calor que  emanaba de su presencia. Su sombra cubrió la mía, y en sus ojos vi un temblor que no era de miedo. Pero justo entonces, la voz de mi cuñada rompió aquel instante, ¿Qué tal me veo?, dijo asomándose  desde la escalera. Dio una pequeña vuelta, y el vestido lila resplandeció bajo la  luz del mediodía.
  • Los tirantes finos dejaban ver sus hombros, y por un  momento el aire pareció detenerse. Mi compadre sonrió, te ves de maravilla —dijo—.  La verdad, no te había visto así… pareces otra mujer. Sus palabras fueron como una daga, y  lo miré sin entender. Hacía apenas un minuto había jurado no querer ilusionarla,  y ahora la adornaba con elogios.
  • Yo, para no delatar mi sorpresa, me uní a su halago. Sí cuñada, le dije con una sonrisa forzada, te ves preciosa, y ese color te favorece  mucho. Ella se sonrojó, radiante, y bajó la mirada. En ese momento comprendí lo  injusta que puede ser la vida: ella, tan buena, tan recatada, siempre andando con la moral en  alto, y sin embargo condenada a vivir sola.
  • Y yo… que tenía lo que ella anhelaba  —su cariño, su atención, su mirada—, solo podía sentir culpa. El vestido lila relucía  como un símbolo de todo lo que no debía ser. Mi compadre me miró con esos ojos suyos, tan hondos, tan llenos de algo que dolía mirar,  y me preguntó despacio, casi con miedo: Comadre, ¿está segura de que usted quiere terminar con  esto? ¿Segura de que no nos volvamos a ver? Sus palabras flotaron en el aire como humo, y el  murmullo del restaurante era un rumor distante: cucharas tintineando contra el borde de los  platos, el zumbido tenue del ventilador de techo,
  • el murmullo apagado de conversaciones ajenas. Yo lo miré, sin poder sostenerle mucho tiempo la mirada, y dije: Creo que es lo mejor para los dos…  o quizá para mí. Porque yo tengo un compromiso, y cada día me pesa más pensar en lo que  hago. Tomé un sorbo de agua solo para ocultar el temblor en mis labios.
  • Dígame una cosa compadre —añadí—: ¿por qué habló tan bien de mi cuñada  si dice que no es bueno ilusionarla? Él sonrió levemente, esa sonrisa suya que siempre  tenía un filo de ironía y ternura. Parece que alguien está celosa —dijo—, y eso me gusta. No, claro que no —respondí, con un intento de dignidad que sonó falso incluso para mí—.
  • Usted  sabe que yo no creo que pueda llegar más lejos con usted de donde estamos ahora. Y quizá… quizá  esta sea la despedida. Hubo un silencio espeso, un silencio que dolía más que cualquier palabra.  En sus ojos vi el brillo del adiós y algo más, algo que se parecía al arrepentimiento. Mi compadre tragó saliva, y dijo en voz baja: entiendo comadre.
  • Usted sabe lo que yo realmente  estoy dispuesto a hacer, pero tampoco puedo insistir si usted no está de acuerdo. Solo…  me gustaría que me concediera una petición. ¿Cuál?, pregunté aunque temía saberlo. Él apartó  la vista, mirando hacia la ventana donde el sol se filtraba entre las cortinas de lino. Como  usted dice que es la última vez que hablamos de esto —susurró—, pues quiero que me conceda… ya  sabe, una despedida.
  • Cuando regrese su cuñada, usted dirá que se retira, y yo la  sigo minutos más tarde, solo eso. Sus palabras me atravesaron con una mezcla  de nostalgia y peligro. No sé por qué acepté, tal vez porque era más fácil decir sí que  sostener un no. Y lo más extraño… es que ambos me habían pedido lo mismo. Mi cuñada, horas  antes, me había rogado que los dejara solos.
  • Mi compadre en cambio, me pedía lo opuesto:  que el último instante fuera solo nuestro. El destino parecía burlarse de mí. Cuando mi  cuñada volvió de retocarse el maquillaje, traía en los labios un color nuevo y en el  rostro una ilusión que me partió el alma. Ay cuñadita —le dije, tratando de sonar  despreocupada—, creo que voy a dejarlos.
  • Me acabo de acordar de que hoy es el  último día de vacunación de perritos, y no puedo dejar al mío sin su vacuna. Está bien  cuñada —me respondió sonriente—, no te preocupes. Yo me quedo un rato más y luego te alcanzo. Le sonreí también, pero dentro de mí algo se quebró. Salí del restaurante con el alma apretada.
  • Caminé despacio por la acera, con la sensación de que mis pasos hacían más ruido del que debían.  Me quedé esperando a la vuelta de la esquina, mirando las sombras de los árboles moverse con el  viento. Minutos después, vi salir a mi compadre. Caminaba con las manos en los bolsillos, la  mirada perdida y el gesto cansado, y no me vio. Y aunque mi corazón pedía seguirlo, mi conciencia  me detuvo.
  • Esperé unos minutos más y regresé al restaurante. Mi cuñada estaba sola, con los ojos  hinchados y el maquillaje corrido. Cuando me vio, rompió en llanto. Me dijo, que  está saliendo con alguien más. No supe qué decir, solo la abracé, mientras  sentía que el corazón me latía tan fuerte que me dolía respirar. Esa noche, al llegar a  casa, el silencio fue insoportable.
  • El tictac del reloj me pareció un reproche constante.  Pensé en él, en ella, en mí… y entendí que el amor, cuando se esconde, siempre deja  manchas que ni el tiempo puede borrar. Y aunque lo que pasó entre mi  compadre y yo nadie lo supo, yo sigo hasta hoy cargando con la culpa.
  • Porque  puedes esconderte de todo, puedes fingir con una sonrisa y engañar hasta al más atento,  pero no puedes esconderte de tu conciencia.