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Mi COMPADRE se quitó la gorra y dijo: Comadre, no quiero faltarle al respeto, ni que piense mal de mí. Pero es que… aun sin maquillaje y con el pelo un poco enredado, se ve usted muy bella. Yo fingí una sonrisa, intentando apagar el temblor que me subía por la garganta. Déjese de cosas compadre, y pase adelante.
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Más bien parece que anda todavía medio tomado, o es la resaca la que le hace decir tonterías. No comadre, no son tonterías, si usted pudiera sentir o ver mi corazón, se daría cuenta de que hablo con toda sinceridad. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda, como si un viento invisible se colara por las rendijas del alma. Me acomodé el suéter de lana fingiendo sentir frío, aunque el calor me subía por las mejías.
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La verdad es que ya hacía un buen tiempo que no escuchaba un halago, y hubiera querido que viniera de la boca de mi marido… pero él ya no me miraba, ni siquiera cuando pasaba a su lado con el vestido que tanto le gustaba antes. Quise darme la vuelta, pero no sé por qué algo me lo impidió.
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No quería que el compadre me viera de espaldas; porque su mirada era una daga envuelta en terciopelo, y temía que si me daba la vuelta, se me clavara sin remedio. Extendí la mano, con el pulso casi invisible, y señalé el sofá de terciopelo verde, siéntese un momento, Yo voy a llamar a mi marido. Pero el compadre no se movió, en lugar de eso, clavó sus ojos en los míos, con una sonrisa ladeada que me erizó hasta los pensamientos.
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Prefiero quedarme de pie comadre… porque no quiero perder ni un detalle —dijo. Yo arqué las cejas y le pregunté: detalles de qué compadre. De todo Comadre, porque estando de pie puedo ver todo lo que me rodea, dijo con esa sonrisa suya. Por fortuna no tuve que ir a buscar a mi marido, porque su voz se dejó oír desde las gradas de madera, con ese tono cansado que ya no tenía amor ni interés. ¡Hola, compadre! Qué bueno que vino… y gracias por traerme.
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La verdad, ni me acuerdo de cómo llegué anoche. Yo aproveché para respirar, y dejar de pensar en lo que no debía. Cariño, ¿podrías traerme un poco de agua? —me pidió mi marido con un suspiro. Asentí, ¿Y usted también quiere agua compadre? —pregunté, tratando de que mi voz sonara natural. El compadre me miró con unos ojos donde parecía haberse encendido una brasa.
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Si no es mucha molestia comadre… se lo agradecería mucho. Me dirigí hacia la cocina, el agua cayó en el vaso con un murmullo leve, como si la jarra tuviera miedo de romper el silencio. Me detuve con el vaso entre las manos, tratando de convencerme de que el escalofrío que sentía era solo producto de mi imaginación. Pero no, de repente escuché la voz de mi compadre a mis espaldas.
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No se moleste tanto comadre, Yo puedo servirme solo. Se me helaron los dedos, pero no me giré. Solo respondí con la voz entrecortada: No es molestia… faltaba más. El vaso tintineó cuando lo puse sobre la bandeja, y esa pequeña vibración pareció despertar algo que dormía en el ambiente.
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La cortina se agitó levemente con el viento, rozando mi brazo. Él estaba tan cerca que podía sentir su respiración, lenta y pesada. Entonces él dijo, más despacio aún: a veces el respeto no evita el ir más allá comadre… y Yo estoy dispuesto a llegar muy lejos. El vaso resbaló de mi mano y cayó, se hizo añicos sobre el suelo de ladrillo, y el agua se deslizó entre mis pies formando una figura irregular, como una sombra líquida.
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¡No puede ser! —dije casi sin voz, inclinándome para recoger los pedazos, pero mis manos temblaban. Él se agachó también, y nuestros dedos se rozaron sobre un fragmento de vidrio. El contacto fue mínimo, pero bastó para que el aire se hiciera más espeso. Sentí su mirada bajar despacio, y supe —sin tener que verlo— que estaba observando cómo se movía mi respiración bajo el suéter. Cuidado comadre, se puede cortar.
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Ya estoy acostumbrada —respondí, aunque no sabía bien por qué lo decía. Me incorporé de golpe, y él también. Sus ojos me buscaron, insistentes, con una ternura que me confundía y un atrevimiento que me inquietaba. No diga eso —murmuró—, uno nunca debería acostumbrarse a lastimarse.
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En ese instante, la voz de mi marido sonó desde la sala, algo ronca, impaciente: ¿Y el agua?, ¿Qué pasa que tarda tanto? Yo respiré hondo, y me obligué a sonreír. Ya va, respondí, tratando de que la voz me saliera firme. El compadre dio un paso atrás, y el hechizo se rompió. Mi compadre venía detrás de mí, con ese andar silencioso que parece no dejar huellas, pero que se siente en la nuca.
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Cuando entré a la sala, mi marido me miró con el ceño fruncido, y su voz sonó áspera, como si arrastrara piedras. Oye, ¿y tú qué tanto haces que no te apuras?, mira que estoy muy sediento. Le extendí el vaso de vidrio, todavía fresco por el agua. Pero en cuanto lo tomó, noté el brillo rojizo que manchaba el borde, era mi sangre.
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Me miré el dedo y vi una leve fisura en el índice, apenas un hilo de color que se deslizaba hacia la palma. No puede ser —dijo él, levantando el vaso a la altura de los ojos—. Aparte de que te tardas, vienes lastimada, mira cómo lo dejaste. Antes de que yo pudiera responder, el compadre intervino con voz serena, casi protectora: Es que se le cayó un vaso en la cocina, seguramente al recoger los pedazos se cortó.
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Ah claro, replicó mi marido, con una risa sin alegría, aparte de lenta, destruyendo las cosas. Se levantó, tomó aire y añadió: Siéntate, voy a traer algo para limpiarte y vendarte el dedo. El compadre dejó su vaso sobre la mesita de centro. Déjeme ver comadre —dijo con voz suave. No es nada compadre, solo un rasguño; ya sabe que la sangre es muy escandalosa.
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Pero él insistió, y antes de que pudiera negarme, tomó mi mano entre las suyas. Sentí el contacto cálido y firme, el roce de sus dedos limpiando con una servilleta de lino que tomó del brazo del sofá. Su tacto era tan cuidadoso que el dolor se me volvió ternura. Levanté la vista, y nuestros ojos se encontraron, y por un momento, el mundo se detuvo.
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El reloj dejó de sonar, el viento dejó de moverse, y hasta el tictac del corazón pareció confundirse con el suyo. No sé por qué, pero en ese instante se me olvidó quién era él… y quién era yo. El silencio se volvió tan espeso que podía cortarse con la misma servilleta. Y justo cuando supe que debía retirar la mano, escuché la voz de mi marido, fuerte y punzante: Oiga compadre, ¿usted es doctor o enfermero? Se acercó despacio, mirándonos con una sombra en los ojos.
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¿No le parece que soy yo quien debe curar la herida de mi mujer? El compadre me soltó de golpe, como si mi piel quemara. Claro compadre… —respondió con voz contenida—. Pero usted sabe que sin necesidad de ser doctor, uno puede limpiar una herida. Yo quise hablar, pero las palabras se me quedaron atoradas en la garganta.
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Entonces mi marido me miró fijamente y dijo, sin apartar los ojos: ¿Y tú?, ¿No crees que no deberías dejar que otro hombre te esté tocando las manos? Sentí la vergüenza subir como fuego por el cuello. Cariño, dije con voz baja—, no hay nada de malo en eso. Además, no entiendo por qué te molesta tanto, el compadre solo me estaba ayudando.
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El compadre se incorporó despacio, Compadre, dijo al fin—, creo que mejor me voy. Yo venía para que habláramos, pero veo que usted tiene mucho que arreglar aquí. Mi marido no respondió, solo dio media vuelta y se sirvió otro vaso de agua, mientras el compadre tomaba su gorrita y se acercaba a la puerta.
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Yo lo seguí con la mirada, sintiendo algo extraño en el pecho… una mezcla de culpa y un no sé qué, como si la herida del dedo se hubiera abierto también en el alma. Antes de salir, él se volvió un instante, y sus ojos se detuvieron en los míos. No dijo nada, pero supe con una certeza que dolía, que ese adiós no era un final, sino el comienzo de algo que ninguno de los tres estaba preparado para enfrentar.
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Mi COMPADRE es un buen hombre, de eso no tenía duda. Su forma pausada de hablar, su educación antigua, su mirada que parecía cargar secretos y ternuras a la vez. Pero yo no sería una buena mujer —me repetía a mí misma— si me atrevía siquiera a pensar en él más de lo necesario. El problema era que Yo lo pensaba en él, su sonrisa, sus palabras, y esa manera suya de inclinar la cabeza cuando me escuchaba… habían empezado a ocupar un espacio en mi mente.
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Y lo más peligroso de todo era que sin darme cuenta, yo ya le había hecho un lugar en mi corazón. Mi marido seguía hablando, furioso, dando vueltas por la sala como un perro que no encuentra su rincón. Sus palabras me llegaban como un rumor distante, como si vinieran desde el fondo de un pozo. Yo lo veía moverse, gesticular, levantar la mano, pero en realidad no escuchaba nada.
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Mi cabeza estaba en otro sitio, entonces el teléfono vibró sobre la mesita, rompiendo el aire como un zumbido de abeja. Mi marido y yo lo miramos al mismo tiempo. ¿Y eso?, dijo él, con una ceja levantada. Tomé el teléfono con la mano buena, mientras él se acercó de ponerme la gaza en el dedo.
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Su toque era torpe, casi mecánico, como si curarme fuera un deber y no un gesto de amor. Con la otra mano abrí la pantalla… y vi el número del compadre. Tragué saliva, el mensaje estaba ahí, brillante, como una tentación encendida: “¿Está bien su mano, comadre?” Tan simple, tan inocente… y sin embargo, el corazón me dio un salto. ¿Quién es? —preguntó mi marido.
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Lo miré, su rostro estaba tan cerca que podía ver las pequeñas arrugas que el enojo le marcaba en la frente. Es la vecina —mentí—, no sé qué quiere, terminemos con esto y luego veo qué dice. Dejé el teléfono de nuevo sobre la mesita, sintiendo que el calor me subía hasta el cuello. Oye, dijo él mientras ajustaba la venda—, hablando de la vecina… creo que sería bueno que dejaras de hablar tanto con ella.
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¿Y eso por qué? —pregunté, fingiendo naturalidad. Él soltó una risa corta, sin humor. Porque ya va por el tercer marido, y no vaya a ser que te meta ideas raras. Me quedé viéndolo, sin poder creer lo que oía. Ay no tú… ¿cómo puedes pensar eso? No debes juzgar a los demás, ella sabrá por qué vive como vive.
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Además, cuando una persona decide hacer algo, no necesita que nadie la convenza. Cada quien sabe bien lo que hace, nadie puede fingir que no distingue entre el bien y el mal. Él me observó en silencio, con ese gesto que mezcla desconfianza y curiosidad. Ajá —dijo al fin—, entonces déjame ver lo que te escribió. El tiempo se detuvo, y sentí el corazón golpearme el pecho, tan fuerte que creí que lo escucharía. No… —dije alzando la voz sin querer, no te voy a dejar ver nada.
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Tomé el teléfono y me levanté del sofá, apretándolo en la mano, como si fuera un objeto sagrado o prohibido. Ya que no quieres saber de ella, no hay por qué mostrarte nada —dije, caminando hacia el pasillo. Pero la verdad era otra, la verdad era que el mensaje no venía de la vecina, sino del compadre, y su sola voz escrita tenía más poder sobre mí que todas las palabras que mi marido había pronunciado en meses.
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Y me pregunté —mientras sentía el pulso latirme bajo la venda— si de verdad el pecado empieza con una acción… o si empieza mucho antes, cuando una simple mirada o un mensaje logran que el corazón traicione al alma. Leí el mensaje de mi COMPADRE con el corazón acelerado, como si cada palabra suya se deslizara dentro de mí con una dulzura ajena.
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Decía: “Comadrita, lamento mucho ser causa de disgusto entre su marido y usted. Sabe bien que mi única intención es verla bien, y que no tenga usted dificultades. Pero ya ve, su marido es un tanto celoso, y la verdad no lo culpo. Porque una mujer tan bella como usted, y sobre todo tan amable, pues no sé… ha de ser por eso.
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Me gustaría comadre, disculparme en persona, pero no puedo llegar por ahora por su casa. Qué tal si me acompaña a tomar un cafecito, usted dirá. Si no se atreve a escribir lo que siente, solo mándeme un emoji de una tacita, y yo entenderé que sí.” No pude evitar sonreír, una sonrisa verdadera, de esas que hacía años no me nacían del alma.
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El mensaje me pareció ingenuo, casi infantil, pero en sus palabras había una calidez que me hizo sentir viva. No sé en qué momento mi corazón empezó a latir de aquella manera, ni cuándo fue la última vez que algo tan simple como un mensaje me hizo sentir importante. Fue entonces cuando escuché los pasos de mi marido en el pasillo. Entró a la sala justo cuando yo sonreía.
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¿Y tú de qué te ríes? —preguntó, con esa mezcla de sospecha y burla que últimamente se le había vuelto costumbre. De nada cariño, de nada, respondí, cerrando el teléfono con un movimiento rápido. ¿Cómo que de nada?, bien dicen que el que se ríe solo, de sus mañas se acuerda. Reí suavemente, sin saber qué decir.
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Pero antes de que mi incomodidad se volviera visible, él cambió de tono: Más bien quiero preguntarte algo… Creo que quizá me excedí con el compadre. ¿Qué dices tú si voy a su casa, le pido disculpas y lo invito a almorzar aquí? Sentí que la sangre se me helaba, y por un instante, todo el aire se volvió espeso. No creo que sea conveniente cariño —dije al fin, esforzándome por parecer tranquila—.
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Ya lo que dijiste, lo dijiste, mejor déjalo así. Además… sería bueno que estuviéramos un poco alejados de él. Él frunció el ceño, ¿Alejados de él?, no mujer. Yo creo que lo correcto es disculparme, no me gusta dejar las cosas así. Yo intenté cambiar el tema. ¿Y si mejor me acompañas a comer fuera de casa? Tengo unos ahorritos, y podríamos salir un rato, los dos. Mi marido soltó un suspiro áspero, como si mis palabras lo cansaran.
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Cuando yo quiero hacer algo bueno, tú no me apoyas. Creo que es mucho más importante disculparme con el compadre que irme a comer contigo. Apreté los labios y fruncí las cejas. Había un silencio tan denso que se escuchaba el zumbido de la nevera y el crujir del techo viejo. Entonces dije, sin mirarlo, con una calma que ni yo comprendí: Bueno cariño… está bien.
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Ve y discúlpate con el compadre, mientras tanto, yo me pondré a cocinar… para darle de comer al compadre. Él me miró sin entender, pero yo ya estaba de pie, con la mirada perdida en la ventana, donde el cielo se teñía de un rojo profundo, como si el atardecer presintiera algo. Y así fue, porque el compadre nunca volvió a tener hambre desde entonces.