Mi COMPADRE ENTRÓ cuando mi ESPOSO no Estaba

  • La puerta se abrió lentamente, con un  chirrido suave que me erizó la piel, y quien se asomó fue mi COMPADRE. Ay compadre —le  dije, con una mezcla de sobresalto y reproche—, ¿no cree que debería tocar la puerta o  esperar a que alguien lo atienda en la sala? Él bajó la cabeza, y como un pequeño sorprendido  en su falta, murmuró: Perdón comadre.
  • Se volteó hacia la pared, evitando mirarme, como si el verme  así fuera un peligro. Yo respiré hondo, todavía con el corazón acelerado, por favor compadre,  vaya a la sala mientras termino de arreglarme. Mientras hablaba, mis manos inquietas buscaban  corregir los tirantes de mi vestido rojo, que se deslizaban sobre mis hombros con una  terquedad casi provocadora.
  • La tela brillaba bajo la luz de la lámpara como un fuego secreto que  no debía encenderse, y sin embargo, allí estaba. La verdad es que me dio un susto verlo irrumpir  así, pero a la vez algo extraño recorrió mis venas, un cosquilleo que no supe sofocar. No sé  por qué, pero mi mente se escapó hacia rincones ajenos, a esas imágenes que uno no debería  permitir ni en el silencio de los sueños.
  • Con manos seguras me recogí el pelo en un  chongo improvisado, dejando caer algunos mechones rebeldes que acariciaban mi cuello.  Luego me puse los aretes con forma de luna que guardaba para las ocasiones especiales,  esos que parecían alumbrar más de lo debido. Me incliné y acomodé una cadenita en el  tobillo derecho, sintiendo el frío del metal sobre la piel como un recordatorio de  que estaba viva, demasiado viva.
  • Finalmente, me calcé los zapatos de tacones de aguja, y con  un suspiro, empujé la puerta y salí hacia la sala. Mi compadre se puso de pie despacio, como si  le pesara el cuerpo entero, y con voz baja, casi en un susurro que parecía temer despertar  a los muebles, dijo: Perdón comadre, no quise incomodarla, y perdone que haya irrumpido  así en su habitación.
  • Pero es que hay algo que quiero decirle, para mí es muy importante. Yo entrelacé los dedos sobre mis rodillas y lo miré con cierta extrañeza. ¿Pero usted no tenía  que estar ya con mi marido en la recepción? —le pregunté, levantando la barbilla con un  gesto que intentaba aparentar serenidad. Él bajó la mirada, tragó saliva con un  ruido seco, y en su garganta se notó un nudo que parecía asfixiarlo.
  • Sí, comadre… pero  es que lo que quiero decirle es muy importante para mí… y sé que también lo será para usted. Vi cómo se frotaba las manos, como si buscara fuerza en el roce áspero de su propia piel. Su voz  temblaba, y esa fragilidad me estremecía más que cualquier palabra. El silencio entre nosotros era  tan espeso que hasta el leve zumbido de una mosca, atrapada contra el vidrio de la  ventana se me hizo insoportable.
  • Oiga compadre —dije en un murmullo cargado de  curiosidad—, ¿le pasa algo?, ¿Qué es eso que tiene que decirme que lo pone tan nervioso? Él se  lamió los labios, señal de que tenía la boca seca. Se quedó quieto, y sus ojos oscuros  me buscaron como si quisiera encontrar allí una respuesta antes de arriesgarse.
  • Pues comadre… es algo que no sé si debería decir… porque no sé cómo lo tomará  usted, además de que tengo planes. Yo arqueé las cejas, me recosté un poco  hacia atrás, y con un gesto deliberado, me acomodé el escote de mi vestido, que se  había deslizado levemente hacia un lado. Lo hice sin pensarlo mucho, aunque en el fondo  sabía que aquel movimiento no era inocente.
  • Pues compadre, si tiene dudas, creo que es mejor  que no diga nada. Para qué va a echarse una carga encima, si no está seguro de lo que va a decir…  es mejor que se quede callado. Él soltó un suspiro profundo, como quien se prepara a saltar al vacío. Tiene toda la razón comadre, pero creo que me voy a arriesgar.
  • Y justo cuando estaba a punto de  pronunciar lo que parecía contenerle el alma entera, escuché pasos apresurados en el pasillo.  Era mi cuñada, que se asomó por la esquina con el bolso colgado del brazo, y la impaciencia escrita  en la frente. Oye mujer, ¿dónde estás?, que nos vamos ya, y detrás de ella venía mi Cuñado. Mi compadre me miró fijamente, y en ese instante  vi cómo sus mejillas cambiaron de color; un rubor intenso se le trepó hasta las  orejas, delatándolo sin remedio.
  • Trató de sostener mi mirada, pero lo traicionaba  la sangre que se le agolpaba en el rostro. Mi cuñado, que estaba a su lado le puso  una mano en el hombro con gesto fraternal, y le dijo en voz baja, como si quisiera  aliviar una pena invisible: Tranquilo hombre, que todo está bien.
  • Yo sentí el roce del brazo  de mi cuñado, cuando me lo ofreció con esa cortesía antigua que nunca pasaba desapercibida. Lo tomé, casi por inercia, y juntos atravesamos la puerta, dejando al COMPADRE unos pasos detrás de  nosotros. Sin embargo, algo me obligó a volver la cabeza: quizá fue el instinto, quizá la sospecha. Al mirarlo, lo descubrí con los ojos entretenidos en mis movimientos, como si cada detalle de mí  —el taconeo, la caída del vestido, el vaivén de mis pasos— fuese una revelación.
  • En ese instante  una corriente invisible me recorrió, desde la nuca hasta el tobillo adornado con la cadenita. Fue  como un relámpago secreto, imposible de disimular. Comadre —dijo entonces mi compadre, aclarando  la garganta con cierto atrevimiento—, si hay alguien más a quien llevar, yo vengo  solo y hay espacio. No sé… quizá usted quiera venirse conmigo… o tal vez su cuñada.
  • Dijo esto mirando de reojo a la hermana de mi marido, que nos seguía con paso ligero, pero yo  sentí que aquellas palabras eran lanzadas a mí, como un anzuelo escondido en el río del  azar. La verdad, no lo niego, la curiosidad me mordía el pensamiento. Algo dentro de mí  quería saber qué era eso tan importante que no se atrevió a decirme en la sala.
  • Eso que le hizo temblar las manos y ruborizarse frente a mí. Y aunque intentaba  convencerme de que no debía prestarle atención, el COMPADRE ya había sembrado en mí una duda  que crecía como un murmullo en el pecho. Mi cuñado me miró con una sonrisa en los labios,  esa sonrisa que llevaba siempre entre burlona y cómplice, y dijo: Si gustas puedes acompañar a  tu compadre.
  • Vamos, súbete que la hora se nos va —añadió, dirigiéndose a mi cuñada, que  ya buscaba asiento en la parte de atrás. Yo asentí apenas con la cabeza, pero dentro de mí  la sangre me corría con un ritmo distinto, como si de pronto el destino me hubiera dado un empujón  hacia lo incierto. Vi cuando mi compadre, con una rapidez que no le conocía, corrió a abrirme la  puerta del auto.
  • Ese gesto, tan caballeroso y a la vez tan cargado de intención, me hizo sentir un  estremecimiento que procuré disimular al sentarme. El motor rugió suavemente, y el auto comenzó a  moverse con un vaivén acompasado. El compadre, con la mano aún temblorosa sobre el volante, buscó  desatar la tensión con una pregunta: Comadre… ¿qué música le gusta a usted? Digo… para que hagamos  de este viajecito algo más ameno.
  • Porque no sé ni cómo vaya a estar el tráfico ahora. Yo mantuve los ojos fijos en el horizonte, en esa línea incierta donde el asfalto  parecía fundirse con el cielo gris. No quise mirarlo todavía; porque el aire dentro  del auto estaba demasiado cargado de silencios. Más bien quisiera escuchar lo que usted  quería decirme, dije con voz firme, aunque en mi pecho la curiosidad me  golpeaba como un tambor—.
  • La verdad, es mejor salir de eso antes  de que me carcoma la duda. Vi cómo él tragó saliva, el movimiento de su  garganta fue tan notorio que parecía dolerle. Respiró hondo, llenándose los pulmones de un  aire pesado, como si fuese a soltar una verdad que llevaba años guardada.
  • Sus labios apenas se  entreabrieron, y yo podía sentir que el momento se avecinaba como una tormenta inevitable. Pero entonces, justo en ese instante, su teléfono sonó. El sonido vibró en el pequeño  espacio del auto como una bofetada, interrumpiendo el silencio cargado de expectativas. Un  momento comadre… es mi mujer —dijo sacando el aparato del bolsillo con torpeza.
  • Claro compadre, responda —le contesté, obligándome a sonar indiferente, aunque por  dentro sentí una mezcla de alivio y de rabia. Mi COMPADRE trataba de cerrar la llamada con palabras cortas,  pero su MUJER se le enredaba con reproches. Yo podía escuchar su voz aguda colándose por  el auricular, cargada de celos y cansancio. Pero si tú dijiste que vendrías por mí  —reclamaba ella, casi suplicando.
  • Él apretó el volante con una mano, como si quisiera  descargar allí la incomodidad. Sí cariño, pero es que el compadre me pidió un  favor… y tú sabes que es su mejor día. Yo no pude decirle que no —respondió, lanzándome  una mirada fugaz que pretendía ser de disculpa. ¿Y ahora cómo hago para irme? Si ya ves que estoy  lejos de donde están ustedes.
  • Ay no… tú siempre me haces lo mismo. Tienes más interés en los  demás y a mí siempre me dejas en último lugar. El golpe seco del teléfono al colgar resonó como  una sentencia dentro del auto. Mi compadre bajó los hombros y murmuró: Perdón comadre, es que a  veces ella se pone un poco eufórica… usted sabe. Yo sonreí sin ternura, pues compadre, creo que  también lo estaría yo si me dejaran a mi suerte —le respondí, clavando los ojos en él, como para  medir cuánto de verdad había en sus excusas.
  • El silencio volvió a envolvernos, apenas interrumpido  por el ronroneo del motor y el crujir de la palanca al cambiar de marcha. Afuera, la ciudad  parecía dormida; ni tráfico había, como si todo conspirara para que llegáramos antes de tiempo. Finalmente, el edificio del centro de convenciones se levantó frente a nosotros, solemne, con sus  ventanales reflejando un sol de mediodía que hería la vista.
  • Un muchacho uniformado, con  chaleco fluorescente y un silbato colgando del cuello, se acercó hasta la ventanilla: Por favor, use la planta dos para parquearse. El gesto obediente de mi compadre me resultó  extraño: ese hombre que hacía unos minutos parecía debatirse entre la confesión y el silencio,  ahora asentía como si no tuviera voz propia. Delante de nosotros, mi cuñado detuvo el auto.
  • Mi  cuñada bajó con prisa, acomodándose el vestido, y se acercó a mi ventanilla. Golpeó suavemente  el vidrio con las uñas pintadas de un rojo igual al mío. Bájate aquí —me dijo en voz baja—, que por  aquí es la entrada. Ya ellos nos buscarán adentro. Obedecí sin pensar, pero mientras mis  tacones tocaban el suelo del parqueo, sentí que mi compadre seguía mirándome desde el  interior del auto.
  • Aquella mirada era distinta, como un peso que se queda pegado a la  piel aunque uno ya haya dado la espalda. Y así caminé hacia la entrada, con el  corazón latiendo más rápido que antes. Porque si algo era cierto, es que me bajaba  más intrigada de lo que me había subido. Vi a mi marido acercarse con la seguridad que  siempre desplegaba en público.
  • Llevaba el traje perfectamente planchado, la corbata de seda azul  impecable y en el bolsillo un pañuelo blanco que parecía no haber respirado jamás el aire de  la calle. Me dio un leve beso en la frente, apenas un roce, como si estuviera marcando  presencia más que entregando afecto. Cariño, qué bueno que ya están aquí.
  • Ya  en un momento empieza todo —dijo, con una sonrisa apurada, la de alguien que más piensa  en la solemnidad del acto que en la compañía. Por favor, busquen el salón número doscientos  y acomódense mientras empieza —añadió, señalando hacia un corredor alfombrado que olía  a madera encerada y perfume caro. De pronto me miró con gesto inquisitivo: Y a mi compadre,  ¿no lo viste por allí? Es que hace rato lo vi, pero de repente se desapareció.
  • Yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿No le pediste tú ningún favor  acaso? —le pregunté, fingiendo inocencia mientras mis manos jugueteaban con el borde  de mi cartera, como si ese pequeño gesto pudiera protegerme de la mentira que se asomaba. No, para nada… no te digo que apenas lo he visto —respondió con naturalidad, mientras se acomodaba  los gemelos de plata en las mangas.
  • Luego, con un aire de sorna, añadió: —Quizá esté trayendo a su  mujer… ya ves cómo es la comadre de arrebatadita. Soltó una risita breve, y sin esperar respuesta,  se marchó deprisa porque un compañero lo llamaba desde el otro extremo del salón. Mi compadre apareció como si la multitud  lo hubiera escupido en mi dirección.
  • No esperé y sin más le dije, como quien abre una  puerta para que entre el viento: —Ahora sí, dígame qué es lo que usted quiere decirme. Yo sé todo lo que pasa con usted y su cuñado —dijo—. Sé que se anda viendo  a espaldas de su marido con él. Tengo pruebas de los lugares que visitan y de  las tardes que se quedan enteras.
  • Sentí que el corazón me intentaba salir por la boca y que la  respiración, traidora, se había hecho de plomo. Era cierto: y la verdad tenía el sabor agrio de  la guayaba demasiado madura. Más de cinco meses de pasos prohibidos, de tardes que se desmigajaban  entre miradas; eso era lo que yo llevaba dentro, tan apretado como el pañuelo que  siempre llevó mi madre en la muñeca.
  • No quiero justificarme, pero mi marido se había  olvidado de mí como quien deja de regar una planta creciente; su atención se había perdido  en libros y en el brillo de los exámenes que prometían dinero—, y aunque las razones no borran  el hecho, y el hecho ahora iba con la frente alta. El compadre me observaba con la disciplina  de quien mira un mapa en busca de la última ruta.
  • Y antes de que pudiera articular una sola  excusa, él inclinó la cabeza, como quien va a ofrecer limosna. Pero comadre —dijo, y los ojos  le brillaron con una mezcla de chanza y hambre—, no se preocupe en preguntar nada. Yo lo único  que quiero es una tajada del pastel, nada más. Usted sigue como antes y aquí nada ha pasado. Lo miré con calma, sabe compadre —dije, lo que hice lo hice porque así lo quise. No estoy para  disculpas que suenen a monedas.
  • Pero lo que usted me pide es como para salvarme yo, y la verdad es  que no quiero. Prefiero contarle todo a mi marido. Así es que según el apreció que usted le tenga a  su COMPADRE, pues usted decide si decirle ahora o después de su investidura. Usted verá compadre,  solo quiero que sepa que yo no voy a negar nada. Voy afrontar mi situación, así es que ya sabe,  le dije y me fui a buscar un asiento en el salón.
  • Se lo conté a mi cuñado, pero él se puso como  loco, y dijo que si el compadre decía algo, que él lo negaría o que me culparía a mí. Pero  por fortuna el compadre no dijo nada, y hasta hoy solo me ve, pero se ha guardado mi secreto. No  volví hablar con mi cuñado, y tampoco he vuelto a pensar en algo así. Pero no sé, la verdad es que  mi COMPADRE, cada vez se porta mejor conmigo.