Me llamo Josefina Morales, tengo 52 años y esta historia que voy a contar no la sabe nadie completa, ni mis hijos, ni mi mamá, ni siquiera la señora para la que trabajé tantos años.
Me llamo Josefina Morales, tengo 52 años y esta historia que voy a contar no la sabe nadie completa, ni mis hijos, ni mi mamá, ni siquiera la señora para la que trabajé tantos años. Pero ya no me lo quiero guardar porque a veces una piensa que aguantarse es lo correcto, pero no. Lo que duele se va acumulando como lumbre por dentro. Nací en Cuautla. Morelos, en una casa chiquita de esas de adobe con techo de lámina. Mi papá era panadero, de esos de antes que se levantaban a las 3 de la mañana a preparar todo.
Mi mamá ama de casa con cinco hijos y una paciencia que yo nunca heredé. Yo soy la cuarta de los cinco y desde chiquita siempre fui la que ayudaba más, no porque fuera buena, sino porque no me quedaba de otra. Tuve que dejar la escuela en secundaria porque mi papá se enfermó y pues ya no alcanzaba. Me fui a trabajar a unas casas en Cuernavaca, limpiando y cuidando niños. De ahí conocí a Gerardo, el papá de mis hijos.

Él era chóer de una de las casas donde yo trabajaba. Al principio todo fue bonito, ya sabes, promesas, ilusiones, planes que uno cree que sí se van a cumplir. Nos juntamos cuando yo tenía 20 y al año nació mi hijo mayor, Luis. A los 2 años llegó mi niña, Carmen. Pero Gerardo no era lo que parecía. Era celoso, machista y de repente violento. No físicamente, pero con las palabras como dolían. Siempre me decía que yo no servía para nada, que sin él yo me moría de hambre, que los niños eran suyos.
Yo aguanté 5 años, 5 años de gritos, de humillaciones, de lágrimas en silencio. Hasta que un día ya no pude más. Me fui con mis hijos a casa de mi mamá y él nunca los volvió a buscar. Ahí empezó lo más difícil, ser madre soltera, sin un peso y con dos niños que dependían de mí. Hice lo que pude, limpiar casas, vender gelatinas, lavar ropa ajena, pero era una lucha diaria y los niños crecían y necesitaban más cosas, uniformes, zapatos, cuadernos y yo ya no sabía cómo estirar el día para que alcanzara.
Un día una vecina me dijo que su prima se había ido a Estados Unidos y ganaba en una semana lo que aquí ganábamos en dos meses. Yo no lo pensé mucho. Solo me acuerdo que esa noche no dormí. Me acosté al lado de mis hijos, los abracé fuerte y lloré. Lloré bajito para no despertarlos, pero lloré con todo el cuerpo. A la semana siguiente ya estaba buscando cómo irme. Conseguí una visa de trabajo temporal para cuidar a una señora mayor en San José, California.
Me la consiguió una señora que conocía una familia allá. Solo era por 6 meses, según eso. 6 meses. Eso me repetía yo. Antes de irme hablé con mi mamá. Le pedí que se quedara con mis hijos mientras yo trabajaba y juntaba dinero. Me acuerdo de lo que me dijo. Ve, hija, pero prométeme que vas a volver pronto. No dejes que el dinero te robe a tus hijos. Y yo le juré que sí, que solo eran 6 meses, que no iba a dejar que eso pasara, pero pasó.
Cuando llegué a San José me impresionó todo, las casas, los carros, la limpieza, los parques, hasta el olor del aire era diferente. La señora que cuidaba se llamaba Nancy. Tenía Alzheimer. A veces no sabía quién era yo, otras veces me confundía con su hija. Me hablaba en inglés y yo solo sonreía porque no le entendía casi nada. Al principio fue durísimo. No conocía a nadie, no tenía a quién abrazar, no podía hablar bien. Me sentía como una sombra.
Iba al trabajo, regresaba al cuarto que rentaba, lloraba, me dormía y así cada día. Pero empecé a mandar dinero. A los dos meses ya podía mandar $300 cada quincena. Mi mamá me decía que con eso alcanzaba para la comida, para los útiles, para los zapatos y eso me daba fuerza. Los seis meses pasaron volando y cuando llegó el momento de regresar, Nancy se puso muy mal. Su hija me ofreció quedarme otro tiempo con más paga. me dijo, “Josefina, si te quedas te arreglamos aquí algo.
No te preocupes, estás haciendo un trabajo maravilloso.” Y yo pensé en mis hijos, en sus caritas, en la escuela, en el futuro, y acepté quedarme. Ahí empezó el verdadero sacrificio. Los años se me fueron encima. Trabajé en esa casa por 7 años. Después la señora falleció y su hija me recomendó con otra familia, siempre haciendo lo mismo, limpiar, cocinar, cuidar, siempre con la cabeza agachada, con miedo a la migra, con ese vacío en el pecho, porque aunque comía, dormía, respiraba, algo me faltaba.
Y lo que me faltaba eran ellos, Luis y Carmen. Los veía por videollamada en cumpleaños, en Navidad. Yo compraba los regalos por internet y los mandaba desde acá, pero no era lo mismo, nunca lo fue. Yo sonreía frente a la cámara, pero cuando colgábamos me rompía. Me quedaba viendo el celular apagado como si pudiera volver a verlos si me concentraba mucho. Ellos crecieron sin mí. Luis se hizo callado, muy callado. Siempre me contestaba con pocas palabras. Carmen era más cariñosa, pero con los años también se fue alejando.
Ya no me contaban nada, ya no me preguntaban nada, solo me daban las gracias por el dinero y se despedían rápido. Y yo entendí que me estaba volviendo una extraña para ellos, que en mi intento por darles todo, les había quitado lo más importante, una mamá presente, pero yo seguía porque tenía miedo de regresar y no tener nada, porque acá ya tenía una rutina, un trabajo seguro, porque me decía a mí misma que lo estaba haciendo por ellos.
hasta que un día sonó el teléfono. Pero eso te lo cuento después. Allá en San José todo era tan diferente. Desde el primer año mi vida se volvió una rutina que no cambiaba nunca. Me despertaba a las 5 de la mañana siempre, aunque fuera domingo. El cuerpo ya se acostumbraba solo. Me levantaba, me preparaba un café con pan, a veces solo pan porque no quería gastar, y me iba caminando a la casa donde trabajaba. 15 minutos exactos.
La familia para la que trabajaba era buena gente, sí, pero siempre me vieron como la señora que ayuda. Nunca fui Josefina, siempre fui ella, la que limpia, la que cocina, la que recoge los trastes. Yo no decía nada porque, ¿qué podía decir? Era mejor eso que estar sin trabajo. Nunca me trataron mal, pero tampoco me trataban como persona y una lo va aceptando. Poco a poco, sin darse cuenta. Los lunes eran los más pesados. Limpiar baños, aspirar alfombras, lavar ropa, planchar, acomodar la cocina.
A veces me dolían tanto los pies que me tenía que sentar en el baño un ratito no más para aguantar. Pero no lo decía, solo apretaba los dientes. Me acuerdo que siempre traía los dedos resecos, con grietas en las uñas, porque los productos de limpieza ya son muy fuertes. Pero nunca usaba guantes, sentía que me atrasaban. A mediodía me daban una hora para comer. Yo traía mi comidita en un topercito, arroz con huevo o sopita con frijoles.
Comía en la parte de atrás de la casa, en el jardincito. A veces me quedaba viendo el cielo. A veces me ponía a pensar en cuautla, en el olor de las tortillas en la mañana, en el calor de la casa de mi mamá y se me nublaban los ojos, pero solo un ratito. Después me limpiaba y seguía. Porque allá no hay tiempo para ponerse triste. Allá si te caes, nadie te levanta. Los miércoles eran días ligeros, según ellos, pero para mí era igual.

Ir al mercado, hacer comida especial si tenían visitas, limpiar el cuarto de los niños, trapear los pasillos. Yo les cocinaba de todo, aprendía a hacer comida americana, pero también les encantaban mis enchiladas y mi arroz rojo. A veces la señora me decía, “Josefina, hoy cocina como en México, que nos encanta ese saborcito tuyo.” Y eso me daba un poquito de alegría. Sentía que algo mío todavía valía. Los viernes eran los días de lavar todo, sábanas, toallas, cortinas.
Terminaba rendida. Cuando salía ya era de noche. El frío me calaba los huesos, pero me daba más frío por dentro que por fuera porque llegaba a mi cuarto y estaba sola. un cuartito chiquito con una cama, una mesita y un ventilador. No tenía tele, solo mi celular y con eso me conectaba al mundo. A veces hablaba con mi mamá, me contaba que Carmen ya tenía novio, que Luis andaba trabajando en una ferretería. Yo escuchaba todo en silencio, solo decía, “Qué bueno, ma, me da gusto.” Pero por dentro sentía como si me estuvieran contando la vida
de alguien más, como si esos muchachos ya no fueran míos, como si solo fuera una tía lejana que se entera de las cosas. Y luego venía lo más difícil, las videollamadas. Los domingos a las 8 de la noche hablábamos los tres. Era la noche de mamá, como decía mi hija al principio, pero con los años se volvió rutina también. Ellos ya no me contaban tantas cosas. Se reían entre ellos, me decían que todo iba bien, que no me preocupara.
Yo los veía y me dolía el alma porque me daba cuenta que ya no me necesitaban, que habían aprendido a vivir sin mí. Una vez, en una llamada, Carmen me dijo, “Mamá, ¿por qué no mejor te quedas allá para siempre? Aquí ya estamos grandes. Y no me lo dijo con enojo, me lo dijo con esa frialdad que duele más, como si ya hubiera aceptado que su mamá no iba a volver nunca. Esa noche lloré hasta quedarme dormida.
Me acuerdo que en esa época yo ya llevaba más de 15 años allá. 15 años. casi la mitad de mi vida adulta y no tenía nada, no tenía papeles, no tenía seguro, no tenía una casa mía, no tenía pareja, no tenía mis hijos, tenía dinero. Sí, pero de qué servía si yo no podía abrazar a nadie, si cada Navidad la pasaba sola calentando tamales en el microondas, viendo las fotos que me mandaban por WhatsApp y aún así seguía porque me daba miedo volver y no saber qué hacer, porque allá uno se vuelve como un mueble
más, se acostumbra a la rutina, al silencio, a que nadie te llame por tu nombre, a no celebrar tu cumpleaños, a que lo único tuyo sea tu tristeza. Una vez una compañera Lucía de Puebla me preguntó si yo nunca pensaba en regresar. Le dije que sí, pero que ya no sabía si tenía a dónde volver. Me contestó algo que se me quedó clavado. José, a veces uno se va a tanto tiempo que cuando vuelve ya no hay nadie que te espere.
Y eso me dejó helada, porque era cierto. Yo ya no sabía si mis hijos querían que regresara, si me veían como su mamá o como una señora que manda dinero. Ya no sabía si ellos eran míos o si solo eran recuerdos, pero igual me levantaba cada día y me iba a trabajar porque allá el tiempo no te espera, porque si te detienes te caes. Y yo no quería caerme. No haya, no sola. Hasta que sonó ese teléfono.
Ser mamá a distancia es como querer abrazar con las manos amarradas, como querer estar, pero sin poder tocar, sin poder oler a tus hijos, sin escuchar su risa en persona, solo por llamada, solo por fotos, solo por recuerdos. Al principio traté de estar presente lo más que pude. Cuando llegué a Estados Unidos les mandaba cartas. Sí, cartas, porque ni celular tenían allá en la casa de mi mamá. Les escribía con mi letra chueca, con pluma azul, en hojas que compraba en la farmacia.
Les ponía dibujos, les contaba lo que veía en la calle, lo que comía, lo que soñaba. Les decía que los extrañaba, que eran mi motor, que todo lo estaba haciendo por ellos. Me acuerdo cuando me contestaron por primera vez. Luis me dibujó un carrito con su nombre y Carmen me mandó un corazón con crayolas. Lloré como niña cuando abrí ese sobre. Lo guardé muchos años hasta que se me perdió en una mudanza, pero lo tengo grabado en la cabeza clarito.
Después, con el tiempo, empezamos a hablar por teléfono. Mi mamá tenía un celular viejito, pero servía. Yo hablaba con ellos una o dos veces por semana. Les preguntaba cómo estaban, qué comían, cómo les iba en la escuela. Carmen siempre me contaba más, que le gustaba una canción, que la maestra regañó a un niño, que soñó que yo volvía. Luis era más callado. Siempre ha sido así, pero cuando me decía, “Te extraño, ma,” se me partía el alma.
Y así fueron creciendo. Yo les mandaba todo lo que podía. Ropa, juguetes, mochilas, libros, zapatos buenos. Cada diciembre les mandaba cajas llenas con todo. Les escribía una carta, les metía dulces, algo con mi olor, lo que fuera. Y me sentaba frente al teléfono esperando que llegara el día de la videollamada para verles la cara al abrir los regalos. Pero también empecé a notar que ya no me necesitaban igual, que mi voz ya no les emocionaba tanto, que sus vidas seguían con o sin mí.
Cuando Carmen cumplió 15 años, yo quise mandarle todo para que tuviera una fiesta bonita. Le mandé el vestido, los zapatos, el pastel lo encargué desde acá, hasta le pagué a un cuate de Cuautla para que tomara fotos y me las mandara. Ese día yo me arreglé solita como si fuera una boda. Me puse una blusa que me gustaba, me peiné, me pinté tantito y me senté frente a la compu a verla por videollamada. La vi bailar con mi hermano, su chambelán.
Vi cómo apagaba las velas, vi cómo le daban abrazos y vi como me saludaba por la pantalla diciendo, “Gracias, ma. Estuvo todo muy bonito, pero en sus ojos no había la emoción que yo esperaba y eso me dolió más que si me hubiera gritado, porque entendí que yo ya no era su centro, que era su mamá, así, pero a la distancia, que era como un recuerdo que ayuda, pero no acompaña. Luis ni siquiera quiso tener fiesta. me dijo que prefería que le mandara el dinero para comprarse una moto usada y se la compró.
Nunca la vi en persona, solo en fotos. Nunca supe si era segura, solo confié. Y así se fue yendo el tiempo. Yo veía cómo crecían, cómo cambiaban sus voces, sus caras, su forma de hablar, cómo dejaban de decirme mamá para decirme ma. ¿Cómo me hablaban menos? Me contaban menos, me preguntaban menos y yo sonreía, fingía que todo estaba bien, pero por dentro me sentía cada vez más lejos, como si cada dólar que mandaba construyera una pared más entre nosotros.
Una vez Luis me dijo, “Tú no sabes cómo es vivir sin mamá.” y me lo dijo sin coraje, con tristeza, con esa verdad que pesa. Yo solo le dije, “Yo tampoco, hijo. Yo también los necesito.” Y me arrepentí de decirlo porque sentí que no tenía derecho, que ellos tenían más razones para estar tristes que yo. Y claro que traté de volver. Una vez lo intenté. Fue cuando Carmen tuvo a su primer hijo. Sí, ya soy abuela. Pero ni eso me alcanzó para tomar la decisión.
Tenía miedo. Miedo de llegar y que no me reconocieran. Miedo de que me vieran como una intrusa. Miedo de que el bebé me dijera señora en lugar de abuela. Y además ya no tenía papeles. Salir era fácil, entrar otra vez imposible. Entonces me quedé, me aferré a esa rutina, a ese trabajo, a esas llamadas donde solo decía cómo están y me contestaban, “Bien, ma, todo bien.” Y así se me fue la vida. Con los cumpleaños por videollamada, con las noticias por mensajes, con los abrazos imaginados.
A veces me sentaba en mi cama en la noche y me preguntaba si había valido la pena. Si todos esos años trabajando como burra, mandando dinero, aguantando soledad, realmente ayudaron a mis hijos. Si les di un futuro o si les quité algo que ya nunca se iba a recuperar, porque el dinero compra muchas cosas, pero no compra el tiempo perdido. Y yo perdí tanto, tanto hasta que un día sonó el teléfono otra vez, pero esa vez algo cambió.
Era un martes, no se me olvida, martes a las 10:17 de la mañana. Yo estaba limpiando los vidrios del comedor cuando sentí que el teléfono vibraba en mi pantalón. Lo saqué rápido porque esa hora no era normal que alguien me llamara. Casi siempre mis hijos me mandaban mensaje por la tarde, después del trabajo o cuando tenían ratito libre, pero esa vez no. Esa vez era una llamada. Vi el nombre en la pantalla, Luis. Mi corazón se aceleró.
Me acuerdo clarito que se me resbaló el trapo de las manos y cayó al piso. Contesté sin pensar, con las manos todavía mojadas. Bueno, hijo, ¿todo bien? Del otro lado se escuchaba ruido como si estuviera en la calle, pero no me contestaba, solo respiraba. Luis, ¿qué pasa, mi amor? ¿Estás bien? Entonces me dijo con la voz quebrada, “Ma, la abuela se nos fue. Ahí se me fue el aire, como si me hubieran metido la cabeza bajo el agua.
No escuché más, solo un zumbido en los oídos. El cuerpo se me congeló. El teléfono casi se me cae de las manos. Me senté en el piso ahí mismo, sin importarme que estaba sucio, sin importarme nada. que fue lo único que pude decir. Se puso mal anoche, no despertó. El doctor dijo que fue el corazón. No sufrió, ma, no sufrió. Y ahí me rompí. Mi mamá, la mujer que había criado a mis hijos, la que me cubrió las espaldas por casi 20 años, la que me mandaba bendiciones en cada llamada, la que me decía que
me cuidara del frío, la que siempre me decía, “Ya vente, hija, ya cumpliste.” Esa mujer ya no estaba y yo no estuve ahí. No estuve cuando se sintió mal. No estuve cuando la llevaron al hospital. No estuve cuando dio su último respiro. No estuve. Y eso, eso no se me va a olvidar nunca. Luis me decía que estaban todos bien, que no me preocupara, que ya la estaban velando en casa, que Carmen estaba con su bebé, que él estaba con ellos.
Pero yo solo pensaba una cosa, ¿por qué no estuve? Colgué la llamada y me quedé ahí en el piso como una piedra. No lloré en ese momento. No podía. Me sentía vacía, como si me hubieran sacado el alma. Después de una hora me levanté, fui con la señora de la casa, le dije que necesitaba salir, que había una emergencia familiar. Me miró con cara de duda, como si no entendiera. No dijo nada más que, “Okay, tómate el día.” Y salí.
Me fui a caminar sin rumbo, solo caminé. Las calles de San José me parecían más frías que nunca. La gente pasaba a mi lado con sus cafés, sus audífonos, sus perros como si nada. Y yo cargando la muerte de mi madre sola en el pecho. Esa noche no dormí. Me senté en la cama con la luz apagada y lloré. Lloré con el cuerpo, con la garganta, con los dientes apretados. No era solo por mi mamá, era por todo, por los años, por los abrazos que no le di, por las veces que me decía que ya me quería ver, por la última Navidad que me dijo, “El año que viene ojalá estés aquí.” Y no estuve.
Y lo peor era que no podía ir. Si salía, ya no podía regresar. Y aunque me moría por estar allá, me daba pánico dejar todo lo que tenía acá, mi trabajo, mi renta, mis años, todo eso que me costó tanto. Pero, ¿qué valía más? Al día siguiente hablé con Carmen. Estaba más entera que yo. Me dijo que la abuela se veía en paz, que mucha gente fue a despedirse, que todos preguntaban por mí. Y entonces me soltó lo que me partió el alma.
Mamá, tú ya no puedes seguir viviendo allá sola. Te estás perdiendo de todo. Yo no dije nada porque sabía que tenía razón. Ella siguió. Mi hijo va a crecer sin conocerte. No quiero eso. No quiero que seas una voz en el celular como fuiste con nosotros. No, otra vez, ma, por favor. Y me quedé muda porque esa frase me atravesó como cuchillo. ¿Cómo fuiste con nosotros? Lo había dicho sin malicia, sin coraje, pero era verdad. Yo fui una voz, fui dinero, fui recuerdos, no fui mamá de carne y hueso, no fui presencia, no fui abrazo.
Y ahí por primera vez, en casi 20 años empecé a pensar en dejar todo. Pasé días pensando, semanas. Cada noche me preguntaba si todavía tenía algo allá, si mis hijos me iban a aceptar, si mi nieto iba a llamarme abuela, si iba a ser muy tarde, si me iba a arrepentir. Pero también me preguntaba si tenía sentido seguir acá trabajando para otros en un país donde siempre fui invisible. La muerte de mi mamá fue el golpe que me abrió los ojos y también el que me hizo ver que ya no podía esperar más.
Ahí empezó la decisión más difícil de mi vida. Después de la llamada donde me dijeron que mi mamá había muerto, algo se quebró dentro de mí. Pero no fue de golpe, fue como una grieta que se fue abriendo poco a poco. Empezó esa misma noche y cada día se fue haciendo más grande, como si el aire ya no me alcanzara, como si todo lo que antes me daba fuerza ya no tuviera sentido. Durante los días que siguieron iba al trabajo como si fuera un fantasma.
Hacía todo en automático, limpiaba, cocinaba, barría. Pero no estaba ahí. Mi mente estaba lejos en Guautla, en la casa donde crecí, en la recámara de mi mamá, en la cocina donde ella me enseñó a hacer arroz, en el patio donde colgábamos la ropa juntas, en todo lo que ya no iba a volver. Y al mismo tiempo sentía un miedo que me apretaba el pecho, porque empezar a pensar en regresar no era cualquier cosa, era dejar todo lo que había construido.
Sí, era poco, pero era mío, mi cuarto, mis cosas, mi trabajo, mi rutina. Y aunque nunca me sentí completamente feliz allá, me daba miedo volver y no saber quién soy. No se lo conté a nadie ni a mis hijos. ni a mis compañeras. Solo lo pensaba en silencio. Me hacía preguntas que no sabía cómo contestar. Y si ya no me quieren allá. ¿Y si regreso y no encuentro trabajo? ¿Y si me enfermo y no tengo con qué pagar un médico?
¿Y si Carmen ya no me necesita? ¿Y si Luis me sigue guardando rencor? Pero por otro lado estaba lo otro. Y si me vuelvo a perder otro momento importante? ¿Y si mi nieto crece y no sabe quién soy? ¿Y si me muero aquí sola y nadie se entera? ¿Y si no me alcanza el tiempo para recuperar lo perdido? Una noche después de trabajar me senté frente a la mesa con mi cuaderno viejo, ese donde anotaba todo lo que mandaba de dinero, y empecé a escribir, no números, palabras.
Escribí todo lo que había hecho en esos 19 años. Cuánto mandé, cuántas veces lloré, cuántas veces quise volver, cuántas veces me aguanté. Escribí todo lo que había dejado, las Navidades sin ellos, las fiestas que me perdí, las enfermedades que me callé, los abrazos que me faltaron y al final escribí en grande. ¿Y ahora qué? Lo miré por un rato largo, luego cerré el cuaderno y me dije en voz bajita, “Ya basta, Josefina.” Esa misma semana hablé con Carmen.
“Hija, necesito hablar contigo en serio,” le dije. Ella se quedó callada. Luego me dijo, “¿Vas a venir?” Yo no supe qué decir. Sentí que las palabras se me atoraban en la garganta, pero luego, como si alguien más hablara por mí, lo solté. “Sí, hija, me voy a regresar. ” Se quedó callada un momento. Luego empezó a llorar. Ma, no sabes cuánto tiempo esperé eso. Ahí yo también lloré, pero no de tristeza. Lloré con miedo, sí, pero también con alivio.
Como si al fin hubiera tomado la decisión correcta, como si al fin estuviera eligiendo algo por mí, no solo por necesidad. Esa noche no dormí. Me la pasé pensando en todo lo que tenía que hacer, empacar, decidir qué llevarme, a quién regalarle mis cosas, hablar con la señora para decirle que me iba, buscar un boleto y sobre todo prepararme para lo que iba a encontrar allá. Me daba miedo ver a Luis, miedo de ver en sus ojos reproche, miedo de que me mirara como una desconocida, miedo de que no me abrazara.
Con Carmen era diferente, siempre fue más abierta, más cálida, pero con él, con él las cosas eran más duras. Le escribí un mensaje, no me atreví a llamarlo. Hijo, voy a regresar. No sé cómo va a ser todo, pero quiero intentarlo. Perdóname si me tardé tanto. No me contestó de inmediato. Pasaron tres días, tres, que se sintieron como 3 años y luego me mandó un mensaje cortito. Aquí te esperamos, ma. Lloré otra vez porque aunque fue corto fue suficiente.
La señora con la que trabajaba no entendió mucho mi decisión. Me dijo que pensara bien las cosas, que no iba a encontrar lo mismo en México, que allá estaba más segura. Pero yo ya no quería seguridad. Quería estar con los míos, aunque fuera tarde, aunque no supiera cómo. Empecé a empacar mis cosas. Me di cuenta de cuántas cosas tenía que en realidad no necesitaba. Ropa que nunca usé, zapatos que ya ni me gustaban, cosas guardadas por si acaso, pero también guardé mis recuerdos, las fotos, las cartas de mis hijos, los regalos pequeños que me mandaron por cumpleaños, todo lo que me sostuvo esos años.
Compré el boleto con los ahorros que tenía, solo de ida. El día que me subí al avión me temblaban las piernas. Era la primera vez que regresaba en 19 años, casi dos décadas. Me subí sola con un nudo en el estómago con una mezcla de emoción y terror. Durante el vuelo me puse a mirar por la ventana y pensé en todo. En los días buenos, en los días malos, en las veces que quise rendirme. Y me dije, “Ya hiciste lo que tenías que hacer, ahora te toca volver a vivir.” No sabía qué me esperaba, solo sabía que al bajar ya no iba a estar sola.
Cuando el avión aterrizó en Ciudad de México, lo primero que sentí fue el olor, un olor que no puedo explicar, pero que conozco desde niña. Mezcla de tierra, de comal, de humo, de calle, no sé, algo que me hizo llorar sin querer. Me puse la mano en la boca para no soltar el llanto ahí mismo con la gente alrededor. En migración no tuve problema. Salí caminando con mi maletita vieja, esa que me acompañó desde que llegué a Estados Unidos.
Traía lo poco que me cabía y una bolsa con dulces y chocolates para mis nietos. No sabía cómo iba a hacer verlos, no sabía qué cara poner, solo sabía que era ahora o nunca. Mi hija me estaba esperando afuera, Carmen, en persona, después de tantos años. Cuando la vi, me costó reconocerla. Ya no era la niña que yo dejé, era una mujer con ojeras, con cuerpo de mamá, con otra mirada. Me acerqué despacio. Ella me miró, sonrió y me abrazó fuerte, sin decir nada, solo lloró y yo también.
Estuvimos así, en silencio por varios minutos. La gente pasaba, los carros pitaban, pero nosotras estábamos ahí pegadas, llorando como si el tiempo se pudiera borrar con un abrazo. “Bienvenida a casa, ma”, me dijo bajito. Y ahí me quebré otra vez. Luis no fue por mí. dijo que no podía, que tenía trabajo, pero yo supe que no era por eso, era porque no estaba listo. Y lo entendí, porque yo tampoco estaba lista para muchas cosas. El camino a Cuautla fue largo.
