Las costumbres sexuales más extrañas de los vikingos, algo que dejará a todos en shock…
El salón olía a humo, a grasa derretida y a hidromiel dulce.
Las vigas ennegrecidas sostenían un techo bajo del que colgaban escudos, cabezas de jabalí, restos de antiguas campañas. Antorchas clavadas en soportes de hierro hacían bailar sombras doradas sobre los rostros tatuados, sobre los cuernos ornamentados levantados en brindis, sobre las manos callosas que golpeaban mesas de madera al ritmo de canciones que hablaban de sangre, mares y dioses.
Era todo lo que un extranjero esperaba ver al pisar por primera vez una sala vikinga.
Y sin embargo, mientras avanzaba entre bancos y cuerpos, el monje Arnulfo de Bremen —enviado como escriba y espía— comprendía, con un malestar que le apretaba el estómago, que aquella imagen heroica era solo la superficie pulida de algo mucho más extraño.
Lo había intuido antes de llegar. Había leído rumores en cartas, escuchado confesiones veladas, oído historias de mercaderes que se enrojecían al contarlas. Pero esa noche, en la casa del jarl Sigurd Lengua de Hierro, en algún fiordo del norte donde el invierno caía como una espada, iba a verlo con sus propios ojos.
No solo los barcos de esos hombres desafiaban las leyes de su mundo. También lo hacían sus camas.
—Siéntate aquí, hombre de la cruz —dijo Sigurd, señalando un banco cerca del fuego—. Escribe lo que veas, pero asegúrate de que tu Dios tenga estómago.
Arnulfo obedeció. Se sentó, abrió su tablilla encerada, y dejó que el murmullo del salón lo envolviera. A su derecha, dos jóvenes competían a pulso. A su izquierda, una mujer de trenzas gruesas repartía cuernos llenos de hidromiel a guerreros y sirvientas por igual. Al fondo, cerca del asiento elevado del jarl, dos mujeres más maduras discutían algo mirando unos anillos de plata: tomando decisiones, no pidiendo permiso.
Nada allí encajaba del todo con las cortes cristianas que Arnulfo conocía.
A su lado, un hombre de barba entrecana y ojos vivaces lo observaba con curiosidad. Llevaba un manto de lana verde y un colgante con un martillo: Thor.
—Dicen que sabes escribir mucho —comentó en nórdico—. Pero apuesto a que lo que escribes de nosotros son mentiras bonitas o mentiras feas. Nunca lo que es.
—¿Y qué es? —preguntó Arnulfo, con cautela.
El hombre sonrió.
—Soy Ketill, escaldo de este salón. Canto lo que los jarlar quieren oír y algunas cosas que no quieren que otros recuerden. Si quieres entender a mi gente, deja de mirar solo las espadas. Mira nuestras camas, nuestras esposas, nuestros insultos. Ahí está el verdadero hierro.
Pidió más hidromiel, bebió un trago largo y, señalando con el cuerno el salón entero, comenzó a desgranar una historia que Arnulfo jamás olvidaría.
—Ves a Sigurd —dijo Ketill, apuntando al jarl en el asiento alto—. Tiene dos esposas sentadas bajo su protección. Njálla, la de vestido azul, es la principal. Hija de un gran caudillo de más al sur. Ella guarda las llaves de la casa. Ves cómo cuelgan de su cinturón.
Las llaves, pesadas, brillaban a la luz del fuego. Eran símbolo, Arnulfo lo sabía ya, del poder sobre el hogar.
—La otra, Svanhild, vino como botín de Irlanda. Podría haber sido esclava. Sigurd la tomó como esposa secundaria. Su hijo será legítimo si él lo dice. Nadie aquí se escandaliza por eso. Un hombre fuerte puede tener más de una mujer si puede mantenerlas. No es pecado, es señal de poder.
El monje frunció el ceño.
—Pero tu Cristo dice que un hombre toma una mujer —rió Ketill—. El nuestro dice que un hombre fuerte puede tomar muchas… y que una mujer fuerte, si enviuda, puede tomar más de un hombre.
Arnulfo parpadeó.
—¿Cómo?
—¿Ves a aquella viuda, allá? —señaló a una mujer de cabello gris trenzado, rodeada de tres hombres más jóvenes que reían con ella—. Es Runa, heredera de un buen barco y un campo grande. Su marido murió hace tres inviernos. Podría haberse ido a un rincón a llorar. En lugar de eso, tomó amantes. Nadie la obliga a elegir uno solo. Mientras pague, mientras mande, mientras sus elecciones no traigan deshonra abierta, su lecho es su asunto.
Arnulfo sintió algo revolverse en su educación.
—¿Y nadie la llama…?
Ketill le lanzó una mirada filosa.
—Aquí la palabra más sucia no es para la mujer que toma amantes. Es para el hombre que se deja tratar como “mujer”, ¿entiendes? La vergüenza no está en el deseo. Está en ser tomado por otro como si fueras menos que él.
Vio la incomprensión en el rostro del monje y se inclinó, bajando la voz.
—En nuestra ley, llamar a un hombre argr es casi sentencia de muerte. Arg: pasivo, blando, usado. Peor que ladrón, peor que asesino. Decir que un hombre ha sido penetrado, que es sansorðinn o stroðinn, es lanzarle fuego al rostro. Tiene derecho a matarte por ese insulto. Porque estás diciendo que dejó de ser hombre.
Arnulfo tragó saliva.
—Entonces… —eligió con cuidado las palabras— ¿un hombre puede acostarse con otro hombre, si…?
—Si toma, no si es tomado —contestó Ketill, sin rodeos—. Si penetra, no si lo penetran. El acto no es el problema. El lugar que ocupas en él, sí. El que domina sale ileso. El dominado se convierte en motivo de burla, pierde honor, puede ser expulsado o peor. ¿No te parece curioso?
Al monje le pareció escalofriante.
Ketill continuó, casi recitando:
—En guerra, a veces los hombres fuertes violan prisioneros hombres. No porque los deseen, sino para romperlos. Es la peor humillación: convertir a tu enemigo en “mujer” a tus ojos. No lo escribas con gusto; escríbelo con asco. Es horror, pero es verdad.
Arnulfo apretó la tablilla. Aquello no era la imagen gloriosa que sus compatriotas gustaban contar.
La noche avanzaba. Alguien sacrificó un animal fuera; el olor de la sangre se mezcló con el de la carne asada. Al centro del salón, un goði —sacerdote— murmuraba palabras a los dioses, levantando un cuenco. Hombres y mujeres bebían, algunos desaparecían hacia la oscuridad del exterior, risas entre dientes, manos en cinturas.
Ketill siguió hablando, hilando escenas con conceptos.
—En primavera celebramos los blót de fertilidad. Bebemos, comemos, cantamos. Y muchas parejas se van a los campos. Dicen que si el trigo los ve juntarse, crece mejor.
—¿Eso es… ritual? —preguntó Arnulfo, escandalizado.
—Es vida —replicó el escaldo—. Nuestros dioses no odian la carne. La exigen. Frey y Freyja ríen cuando la gente se mezcla en la hierba. No hay pecado en usar el cuerpo. El pecado es ser cobarde, robar sin canto, romper juramentos.
Arnulfo miró a las mujeres del salón. No estaban relegadas a un rincón; caminaban, decidían, alzaban la voz. Una discutía con un hombre sobre el precio de un caballo. Otra se reía con una esclava de cabello oscuro.
—Dices “pecado” como nosotros —observó.
—Es una palabra que nos robamos de ustedes —sonrió Ketill—. Pero no significa lo mismo. Mira: una mujer puede decir: “No quiero más a este hombre”. Delante de testigos, anuncia su divorcio. Guarda su dote, se queda con parte de lo ganado juntos. Si él es cobarde, si la golpea demasiado, si se viste como mujer para burlarse de sí mismo, ella puede marcharse. No necesita sacerdote que firme.
El monje lo anotaba con trazos tensos. Aquello derribaba discursos.
Ketill se inclinó más.
—También sabes que las esclavas, las þrælar, son otra historia. Ellas no eligen. Un hombre puede usarlas sin castigo. Si un extraño fuerza a una mujer libre, eso puede desencadenar venganzas, matanzas entre familias. Si fuerza a una esclava, no cambia nada, dicen los hombres de ley. Es propiedad. ¿Ves? Grandes libertades para unas, ninguna para otras. Así es nuestro mundo: orgulloso y cruel a la vez.
Un silencio breve se interpuso entre ambos, lleno de chasquidos de huesos en el fuego.
En un rincón del salón, Arnulfo vio a un hombre de barba trenzada que movía pequeñas figuras sobre una mesa, rodeado de jóvenes atentos. No cantaba, no bebía en exceso. Ketill señaló hacia él.
—Ese es Hrólf, que practica seiðr, magia. Habla con espíritus, lee hilos de futuro. Es un arte de Freyja, de mujeres. Por eso muchos lo llaman argr. Dicen que toma un lugar femenino ante los dioses.
—¿Y lo toleran? —preguntó Arnulfo.
—Lo necesitan —contestó el escaldo—. Pero lo desprecian. Incluso de Odín se dice que practicó seiðr y Loki se burla de él por ser “poco hombre” en ciertos cantos. Nuestro más grande dios acusado de blandura por hacer magia como mujer. Así somos: adoramos el poder, despreciamos lo que se percibe como femenino, incluso cuando nos salva.
Arnulfo pensó en los suyos, que despreciaban lo femenino sin permitirle casi ningún lugar.
La contradicción le supo amarga.
La hidromiel seguía corriendo. Las risas subían. Una joven esclava pasó con una jarra. Un hombre la tomó por la muñeca con familiaridad brutal. Ella disimuló el gesto; nadie intervino. El monje sintió el impulso de decir algo, pero Ketill le detuvo con una mirada.
—No somos mejores que tus barones —dijo el escaldo, seco—. Solo somos más sinceros con algunos horrores.
Hubo una pausa. Luego, Ketill cambió de tono.
—Pero escucha también esto: una esclava lista puede ascender. Si gana el favor del amo, si le da hijos, si lo convence, puede ser liberada, incluso convertida en esposa. Hay sagas de mujeres que empezaron en cadenas y terminaron dueñas de granjas. No es justo. Es juego de poder. Pero hay resquicios por donde se cuela la astucia.
La sala vibraba con historias no dichas.
—¿Y las mujeres con mujeres? —se atrevió a preguntar Arnulfo.
Ketill se encogió de hombros.
—¿Por qué habría de importarle a un hombre lo que dos mujeres hagan entre sí si ambas paren cuando deben, si la casa sigue en pie? Lo que no amenaza la herencia rara vez entra en las leyes. Eso no es tolerancia. Es indiferencia.
Las horas pasaban, pero la historia se ensanchaba.
Ketill le habló del héroe acusado no por tomar a una mujer por la fuerza, sino por hacerlo sin permiso de su marido: crimen contra el dueño, no contra la víctima. De los insultos más graves, siempre ligados a cuestionar la virilidad de otro. De bodas donde testigos esperaban tras la puerta y revisaban las sábanas, no por obsesión religiosa, sino como parte de un contrato entre familias.
Le habló de mujeres como Aud la Rica, que navegó con sus hombres y eligió ella misma con quién compartir lecho sin pedir permiso; de viudas que gobernaban tierras, de esposas que iniciaban el divorcio con la misma palabra con la que los hombres iniciaban una pelea.
Le habló de reyes que, ya bautizados, seguían con veinte esposas y concubinas, riéndose de los cánones de obispos que aún necesitaban sus ejércitos.
—La cruz tardó en clavar sus uñas en nuestras camas —dijo Ketill—. Cuando llegó, quiso hacernos monógamos, castos, obedientes. Algunos aceptaron. Otros fingieron. Los cantos cambiaron despacio.
Ardulfo anotaba furiosamente. Cada frase rompía o confirmaba rumores.
En un momento, el escaldo lo miró con curiosidad cansada.
—Tú escribirás para los tuyos que somos bárbaros licenciosos —dijo—. Otros nos pintarán como guerreros puros. Ninguno dirá la verdad completa. La verdad es que somos como cualquier pueblo: mezclamos deseo y poder, libertad y cadena. Damos a unas mujeres leyes que otras no tienen. Castigamos no el daño, sino la vergüenza. Decimos que un hombre puede matar al que insinúe que le quitó su lugar de “arriba”. ¿No te parece que dentro de mil años alguien leerá esto y verá nuestra locura con la misma sorpresa con que nosotros veríamos las suyas?
Ardulfo levantó la mirada de la tablilla.
—Creo que sí.
—Entonces anótalo. —Ketill se inclinó, sus ojos brillando a la luz de las antorchas—: En nuestra tierra, durante estos siglos, una mujer podía alzar la voz ante un consejo, divorciarse, poseer tierras, mandar barcos. Un hombre podía tomar amantes, esclavas, incluso humillar a enemigos varones por medio de la carne sin que lo llamaran desviado. Podíamos celebrar sexo como fuerza de la cosecha y al mismo tiempo tolerar violencia indecible contra quienes no contaban. Éramos fieros con nuestra idea de honor, y esa idea estaba clavada entre las piernas.
Bebió.
—Y cuando llegaron vuestros sacerdotes, nos dijeron que todo era pecado. Nos quitaron esposas, concubinas, divorcios, blót en los campos. Nos vistieron de negro y de blanco. Algunas cosas que cambiaron fueron buenas; otras, cadenas nuevas. Hoy tú decides qué llamas barbarie.
Ardulfo no respondió. Miró alrededor.
Vio a Njálla, la esposa principal, levantar la voz para mandar callar a un guerrero borracho. Vio cómo este se callaba. Vio a un joven ruborizado por una broma sobre su virilidad, llevando la mano a la empuñadura del hacha. Vio a una esclava mirando de reojo la puerta, calculando algo que quizá le daría mejor suerte otro invierno.
Vio complejidad donde antes solo había imaginado simple brutalidad.
Años después, de regreso en su monasterio, Arnulfo escribiría un manuscrito que pocos leerían. Algunos fragmentos serían copiados, otros arrancados por manos puritanas que no querían preservar historias de insultos sexuales, violaciones ritualizadas o viudas con amantes. Parte de lo que escuchó moriría en el fuego. Parte se mezclaría con leyendas.
Siglos pasarían.
Vendrían bardos románticos a limpiar la sangre de las barbas vikingas y dejar solo el brillo del acero. Vendrían académicos tímidos a omitir detalles incómodos sobre hombres que medían su honor por no “ser usados”, sobre mujeres que podían abandonar maridos sin pedirle nada a un sacerdote. Vendrían películas que mostrarían cuernos, barcos y batallas, pero no leyes que permitían asesinar a quien insinuara pasividad sexual, ni rituales donde sexo, tierra y dioses se entrelazaban sin pudor.
Y, sin embargo, enterrada en sagas, códigos legales como Grágás, restos de casas llenas de hijos de distinta procedencia, persistiría la huella de aquel mundo donde:
La poligamia era herramienta política.
El divorcio femenino era posible con palabra firme.
La esclava podía ser usada sin culpa, pero también, en raras ocasiones, ascender.
La relación entre hombres se medía no por con quién se acostaban, sino por quién ocupaba el lugar “de arriba”.
La magia femenina usada por un hombre lo marcaba como sospechoso, incluso si se llamaba Odín.
La violación era crimen contra la propiedad del hombre, no contra el cuerpo de la mujer.
Las fiestas de fertilidad mezclaban rezos y sexo sin sentir contradicción.
Y las futuras generaciones, mirando hacia atrás desde sociedades distintas, llamarían a partes de esto salvajismo, a otras, sorprendente libertad.
En la memoria de Arnulfo —y en la nuestra, si nos atrevemos a mirar sin filtros— aquel salón de madera iluminado por antorchas deja de ser solo postal romántica.
Es un espejo incómodo.
Refleja un pueblo que organizó el deseo, el honor y el poder de una forma tan radicalmente distinta que nos obliga a reconocer algo incómodo: lo que hoy llamamos “normal”, “natural”, “moral” es solo otro conjunto de reglas, tan arbitrarias como las suyas y tan frágiles como un cuerno de hidromiel roto en una noche de invierno.