La Niña Lloraba Y Suplicaba: ‘No Nos Hagas Daño’. El Regreso Del Padre Millonario Lo Cambió Todo

La Niña Lloraba Y Suplicaba: ‘No Nos Hagas Daño’. El Regreso Del Padre Millonario Lo Cambió Todo

 

El millonario Samuel Valverde regresó inesperadamente de su viaje de negocios y se quedó helado al cruzar el umbral de su propia casa. Ante sus ojos, su pequeña hija Emilia, con un vestido rosa desgarrado y manchado, sostenía en brazos a Miguel, su hermano de apenas 8 meses.

La niña, con la voz rota por los hoyosos, suplicaba, “Por favor, no nos hagas daño más.” En ese instante, todas las sombras ocultas dentro de la finca comenzaron a revelarse. Horas antes, Samuel había estado en su despacho de cristal en Salamanca, rodeado de lujos y contratos. Un hombre respetado y temido, pero incapaz de recordar la última vez que había abrazado a sus hijos.

Don Samuel Valverde cerró lentamente el último archivo de aquel día, mientras las luces del paseo de la Castellana se reflejaban en los ventanales de su oficina en Madrid. Tenía 45 años, una fortuna en expansión y un despacho adornado con madera pulida y cristal. Pero la satisfacción era un huésped que hacía tiempo no visitaba su alma. Frente a él descansaba una pluma de plata, regalo de un socio italiano y una foto enmarcada que nunca miraba demasiado.

Sara Morales, su primera esposa, sonriendo con la calidez que había desaparecido de su vida tras aquella noche trágica en que ella no despertó más, el murmullo lejano de la ciudad y el cansancio le apretaban el pecho. Su secretaria le había recordado la agenda de la mañana siguiente, pero por primera vez en meses él desvió el rumbo de su rutina.

Decidió volver a Salamanca antes de lo previsto, sin avisar a nadie, como si un presentimiento lo empujara. Cogió el abrigo y salió al pasillo. El conductor lo esperaba. Pero Samuel tomó el volante del coche él mismo. Un Mercedes negro que brillaba bajo la lluvia ligera de abril en la carretera paró en una cafetería de barrio, una de esas con barra de acero y olor a café recién molido.

pidió un cortado, dejó unas monedas de propina y apenas cruzó palabra con el camarero que lo saludó con un Buenas noches, don El empresario, acostumbrado a cerrar tratos millonarios, apenas sabía responder con un gesto como si la amabilidad cotidiana le resultara un idioma extraño. Conforme se acercaba a Salamanca, las torres de la catedral emergieron en el horizonte iluminadas tenuemente.

Recordó entonces las tardes en que Sara lo llevaba a la Plaza Mayor para pasear con la pequeña Emilia, que apenas empezaba a balbucear. Se preguntó con un peso incómodo, cuánto había crecido su hija en su ausencia desde que Miguel nació y Sara murió. Él había huido al trabajo, convencido de que Verónica, su segunda esposa, cuidaba de los niños con paciencia y ternura, la finca se alzaba en las afueras, cerca del río Tormes, rodeada de un muro de piedra y cipres altos.

El portón de hierro se abrió con un chirrido y Samuel condujo hasta el patio empedrado. Apagó el motor y permaneció un instante dentro del coche, respirando hondo. Había decidido volver temprano sin llamar antes, con la idea de sorprender a los pequeños. Imaginaba a Emilia corriendo hacia él con la melena castaña agitada y al pequeño Miguel sonriendo entre sus brazos. Esa imagen lo enterneció más de lo que esperaba.

Entró en la casa, colgó el abrigo en el perchero y avanzó por el recibidor adornado con lámparas de hierro forjado. Reinaba un silencio extraño. Normalmente Verónica se apresuraba a recibirlo con su sonrisa impecable. Y la casa, aunque fría, tenía siempre algún eco de vida. esa noche. Sin embargo, el aire parecía detenido. Se quitó los guantes y dejó el maletín sobre una mesa lateral.

Subió la vista hacia el retrato de Sara colgado en el pasillo. Sintió un nudo en la garganta, una mezcla de reproche y súplica muda. He fallado pensó, pero enseguida apartó la mirada. El reloj de pared marcó las 10. Afuera. El viento golpeaba las contraventanas y la lluvia fina resbalaba por los cristales. Dio algunos pasos más hacia el salón, atento a cualquier ruido, cuando un sonido apenas perceptible lo hizo detenerse.

Primero fue un soyo, débil, como de alguien intentando ocultar su llanto. Luego, una voz pequeña, temblorosa, que desgarró el aire con súplica. Por favor, no nos hagas daño a mí y a mi hermano. Samuel se quedó inmóvil un instante, como si el tiempo se hubiera detenido en medio del pasillo. El llanto provenía del salón.

Caminó despacio con el corazón golpeándole en el pecho hasta asomarse por el marco de la puerta. Lo que vio lo hizo tambalearse. En el suelo, sobre una alfombra desordenada, estaba Emilia con el vestido rosa manchado y los cabellos castaños enmarañados. Apretaba contra su pecho al pequeño Miguel, que lloraba sin consuelo.

La niña temblaba, sus ojitos hinchados de tanto llorar. frente a ellos, erguida con un vestido rojo ajustado y el maquillaje impecable. Verónica Ruiz levantaba la voz con dureza. Callaos de una vez. Os he dicho mil veces que no me molestéis. Si seguís así, os saco a la calle, aunque sea de noche. Samuel sintió un latigazo en el estómago. El eco de aquellas palabras le atravesó como cuchillas.

Avanzó de golpe, poniéndose delante de los niños. Basta. Su voz salió ronca, pero firme. Emilia lo miró con los ojos abiertos de par en par, sin atreverse a moverse. Sus manitas se aferraban a la tela de su falda sucia, como si buscara un refugio que no encontraba. Samuel, torpe por la falta de costumbre, extendió los brazos para tomar a Miguel, que seguía llorando a gritos.