Fuego contenido: La monja, el fugitivo y la rebelión de amor que sacudió la Inquisición en 1742

En el oscuro invierno de 1742, bajo el peso de las alianzas políticas y la fe impuesta, la vida en el convento de San Lee era una prisión velada por el velo blanco para Beatrice da Vran, la hija del conde. Sus votos no nacieron del fervor, sino de la conveniencia, y su corazón ardía en silencio por una libertad que parecía imposible.

Esa noche, el destino tejió una trama cruel e inevitable. Mientras la nieve caía, sofocando el mundo exterior, un hombre, herido y exhausto, se tambaleaba contra los muros del convento: Amadi, fugitivo de las galeras portuguesas, perseguido y al borde de la muerte.

Beatrice, al abrir la puerta para recoger las capas, encontró el cuerpo inerte. La sangre manchaba la nieve como un pecado expuesto, pero el miedo impuesto por la Iglesia no pudo vencer la compasión. Sin dudarlo, lo arrastró al gélido claustro, iniciando un secreto que chocaría con todos sus votos.

El secreto en el claustro: Fe, fuego y lo prohibido
Beatriz escondió a Amadi en una vieja celda en desuso. Cada paso representaba un riesgo de profanación, deshonra y exilio. Rasgando un trozo de su hábito, detuvo la hemorragia. El calor de su piel, el contraste entre el silencio del convento y su respiración, hicieron que el corazón de Beatriz latiera con fuerza, confesando un secreto que no podía revelar.

Cuando Amadi despertó, ella se cubrió el rostro con el velo. «Cállate, o todos oirán». El fugitivo, acostumbrado a la crueldad, preguntó por qué lo ayudaba.

«Eres un hombre, y nadie merece morir abandonado en la nieve».

Así nació el vínculo. En los días siguientes, Beatriz fingía normalidad en los rincones, pero por la noche regresaba al claustro con pan, vino y ungüentos. El velo era su última defensa.

Amadi, aunque agradecido, la provocó: «¿Quién eres tú para desafiar reglas tan severas?».

«Solo soy una sierva de Dios, condenada al silencio».

«No es el silencio lo que habita en ti, sino fuego contenido», respondió él.

Cada noche, la llama crecía. El roce accidental de unos dedos, el aliento cercano… todo inflamaba un deseo que los votos no podían contener. Cuando Amadi le preguntó si le temía, Beatriz, aferrándose al velo, confesó: «Temo lo que siento, no a ti». El claustro se convirtió en el altar secreto de una pasión que desafiaba a Dios y a los hombres.

La caída del muro: «Si revelamos, ambos caeremos». El peligro comenzó a acechar. La abadesa Margarita, recelosa, intensificó su vigilancia. Las novicias murmuraban sobre figuras nocturnas.

Amadi, casi recuperado, era la personificación de la libertad que Beatriz anhelaba. Una noche de primavera, la confrontó.

—Estás viva entre frías piedras. No mereces esta prisión.

—No puedo —murmuró ella, pero sus ojos, a través del velo, delataban la atracción. Un amanecer, mientras le traía vino, le acercó la copa a los labios. Ella retrocedió, temblando.

—Tus ojos dicen lo contrario —respondió él con firmeza.

El claustro se había vuelto insoportable. Una tarde, Amadi la acorraló contra la pared. —¿Por qué escondes tu rostro? Si lo ves, no habrá defensa posible.

Con lágrimas en los ojos, Beatriz extendió la mano hacia su velo, vacilante. —Si lo revelo, ambos caeremos —susurró.

Pero la pasión venció. El velo cayó. Amadi vio el rostro iluminado por la lámpara, rasgos suaves, ojos rebosantes de miedo y rendición. —Eres más hermosa que la luz que me guio en mi huida —murmuró.

Sus labios se rozaron en un breve beso que pronto se tornó ardiente, lleno de la vida que les había sido negada. —Si este es mi error, que sea también mi verdad —confesó Beatriz. El muro se había derrumbado.

El Tribunal de la Inquisición: La Sentencia de Piedra y Fuego
Los cambios en Beatriz no pasaron desapercibidos. Su voz flaqueaba durante los salmos, su rostro se ruborizaba. La abadesa Margarita, siguiendo sus pasos al amanecer, oyó voces en la celda en desuso. El escándalo que tanto temía se había revelado.

En una carta sellada dirigida al Obispado, la abadesa denunció a la «serpiente en el jardín del Señor».

El convento fue asaltado. Amadi fue rodeado y encadenado. Beatriz corrió hacia él, pero los soldados la separaron, arrastrándola por el hábito, acusándola de profanación y herejía.

En la sala de la curia, ante los jueces eclesiásticos y bajo el escudo de armas de la Inquisición, la joven fue confrontada: «Hermana Beatriz, ¿qué responde?».

«Mi alma permanece con Dios, pero mi corazón ha hallado el amor en un hombre. Si esto es un crimen, acepto su sentencia».

El Conde, su padre, fue llamado a declarar y, abrumado por la vergüenza, repudió a su hija: «Esta hija ya no es mía».

El Inquisidor anunció la sentencia: «El pueblo necesita un ejemplo, y el ejemplo vendrá en piedra y fuego».

La Revuelta del Amor: La Victoria en la Plaza Pública

A la mañana siguiente, las campanas convocaron al pueblo a la plaza. Beatriz y Amadi fueron conducidos, encadenados, al cadalso de piedra, donde los esperaban cestas de piedras.

Mientras los colocaban de rodillas, el Inquisidor pronunció la condena. Aun herido, Amadi alzó la voz: «Este tribunal juzga lo que no comprende. Su fe es pura». Lo silenciaron con una piedra.

Comenzó el martirio. La primera piedra golpeó a Beatriz, manchándola.