La llamada de una niña que interrumpió una reunión millonaria y obligó a un ejecutivo a elegir familia

La sala de juntas de madera oscura de Grupo Córdoba quedó en silencio cuando el móvil de Javier Córdoba vibró sobre la mesa pulida. A sus cuarenta años imponía respeto: mandíbula marcada, ojos grises como acero y esa presencia que hacía que acuerdos millonarios se cerraran con un simple apretón de manos. La reunión de emergencia sobre la adquisición en Shanghái estaba llegando a su punto crítico cuando un número desconocido parpadeó en la pantalla.
—Cinco minutos de descanso, señores —dijo Javier, con una voz profunda que cortó la tensión.
Mientras los directivos removían papeles y susurraban entre ellos, él se acercó a los ventanales que iban del suelo al techo, con vistas a las luces de una gran ciudad que nunca dormía. Podía haber sido Madrid, Ciudad de México o cualquier capital llena de rascacielos de cristal.
—Grupo Córdoba —respondió, esperando otra llamada nerviosa desde Asia por las variaciones del mercado.
En cambio, una voz pequeña, temblorosa, atravesó el ruido estático de la línea.
—¡Papá…! ¡Papi…!
Javier se quedó helado. Aquella palabra le golpeó el pecho como un puñetazo. Su reflejo en el cristal le devolvió la imagen de un hombre que nunca se había casado, que no tenía hijos, que jamás había permitido siquiera la posibilidad de que alguien lo llamara con esa palabra sagrada.
—Creo… creo que te has equivocado de número, cariño —logró decir al fin, y su tono habitual, firme y de mando, se suavizó sin que pudiera evitarlo—. Pero no cuelgues, por favor. No cuelgues.
La desesperación en la voz de la niña era cruda, desgarradora.
—Encontré tu número en el teléfono de trabajo de mamá —sollozó—. Dijo que si alguna vez estuviéramos muy, muy asustadas y ella no pudiera ayudarnos, teníamos que llamar a este número y decir esa palabra.
Hizo una pequeña pausa antes de añadir, casi en un susurro:
—Dijo que tú entenderías lo grave que era.
El pecho de Javier se encogió. A través del móvil oía más llantos ahogados, no solo uno, sino varias vocecitas sollozando al fondo.
—¿Cómo te llamas, cielo? —preguntó, alejándose instintivamente de la sala de juntas. El gran acuerdo internacional acababa de volverse irrelevante.
—Me llamo Marina. Casi tengo once, y mis hermanas gemelas, Zoe y Mia, tienen siete —explicó con esa seriedad extraña de los niños que han tenido que crecer demasiado rápido—. Mamá llegó esta mañana de su turno de limpieza de noche, pero se desmayó y no se despierta bien.
Tragó saliva antes de añadir:
—Ya no nos queda nada de comida, ni siquiera el pan duro de hace dos días.
Javier apretó el móvil contra la oreja.
—¿Dónde estáis, Marina?
—No sé la dirección exacta —dijo ella—. Vivimos en el apartamento encima de la panadería vieja que cerró hace mucho. Las ventanas están tapadas con tablones y hay una grieta muy grande en la pared por donde se mete la lluvia.
La imagen apareció nítida en la mente de Javier: un edificio descuidado, humedad, frío, pobreza… a solo unos kilómetros de su ático, pero en un universo completamente distinto.
—Marina, ¿tu mamá está ahí? ¿Puedo hablar con ella?
—Está respirando, pero solo gime cuando intento despertarla —contestó—. Me da miedo que le pase algo muy malo, pero no conozco a ningún médico ni a nadie más a quien llamar. Mamá siempre decía que este número era solo para emergencias, y esto se siente como una emergencia.
Javier cerró los ojos un momento, procesando lo que acababa de escuchar. Una madre que había dado a su hija su número para emergencias. Una niña que había aprendido a llamarle “papá” como si fuera una especie de contraseña.
Nada tenía sentido, pero la desesperación en la voz de Marina era muy real.
—Marina, cariño, necesito que me digas algo muy importante. ¿Cómo se llama tu mamá?
—Se llama Raquel Martínez, pero ese es su apellido de casada. Antes de casarse con mi padrastro, tenía otro apellido. Creo que era Raquel Santos.
El apellido Santos le cayó encima como un rayo.
Once años atrás.
Raquel Santos, la mujer de ojos cálidos y sonrisa luminosa que podía alegrar un pasillo entero con una carcajada.
La mujer que limpiaba el turno de noche en Grupo Córdoba, la que siempre sonreía cuando vaciaba su papelera durante aquellas jornadas interminables en la oficina.
La mujer que había desaparecido de su vida sin explicación después de seis meses de cafés compartidos, charlas robadas en pasillos vacíos… y una historia de amor que se había colado donde no debía.
—Marina —dijo Javier, y su voz se quebró un poco—, descríbeme a tu mamá. Solo para estar seguro.
—Tiene el pelo largo y castaño, pero ya no brilla como antes, y tiene unos ojos muy bonitos que antes sonreían mucho, pero ahora casi siempre están tristes. Tiene treinta y siete años, y limpia oficinas por las noches cuando no está demasiado enferma. Antes trabajaba en un edificio muy alto en el centro, pero nos mudamos aquí.
La mano de Javier tembló alrededor del teléfono.
Raquel Santos, ahora Raquel Martínez.
La misma a la que había buscado desesperadamente once años atrás. La que desapareció justo cuando su jefe de seguridad le recomendó endurecer los protocolos en las plantas ejecutivas por miedo a fugas de información. Siempre había sospechado que las dos cosas estaban relacionadas.
—Marina, cielo —dijo muy despacio—, necesito que hagas algo muy importante por mí. Intenta despertar otra vez a tu mamá. Dile que al teléfono está Javier Córdoba… y que voy a ayudar.
—¿Conoces a mi mamá? —preguntó la niña, con un hilo de esperanza.
Antes de que él pudiera contestar, oyó ruido, pasos torpes, el teléfono rozando ropa. La voz de Marina se alejó.
—Mamá, despierta. Hay un señor al teléfono que dice que te conoce. Se llama Javier Córdoba.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Luego escuchó una respiración entrecortada y la voz de Raquel, débil pero inconfundible:
—Dame el teléfono. Ahora mismo.
Javier esperó, con el corazón desbocado. Escuchó un cambio de manos, un susurro, una queja ahogada. Finalmente, la voz de Raquel llegó hasta él, ronca y cargada de sorpresa… y de algo muy parecido al pánico.
—¿Javier? ¿De verdad eres tú?
—Raquel —susurró él. El nombre le salió de los labios como una oración—. Dios mío… te busqué. Cuando dejaste de venir a trabajar intenté encontrarte, pero habías desaparecido.
—Yo… —su voz se quebró—. Javier, no puedo tener esta conversación ahora mismo. Marina no debería haberte llamado. Ya encontraremos otra solución.
—¿Otra solución… para qué? —replicó él, incrédulo—. Raquel, tres niñas me llamaron pidiendo ayuda porque su madre está medio inconsciente y no tienen qué comer. Me da igual lo que pasó entre nosotros hace once años. Ahora mismo solo me importa que esas niñas estén a salvo esta noche.
Al otro lado, oyó la voz de Marina otra vez:
—Mamá, ¿el señor va a venir? ¿Traerá medicinas para que te pongas mejor?
El suspiro de Raquel sonó pesado, vencido.
—Javier —dijo al fin—, esto no es tu responsabilidad.
—Puede que no lo fuera —respondió él—, pero la estoy haciendo mía. Dame tu dirección.
—No lo entiendes. Es complicado. Marina… ella…
Raquel dejó la frase a medias. Él escuchó cómo tragaba saliva, luego un murmullo ahogado:
—Dios mío… ¿cómo te dijo que teníamos que llamarte?
—Me llamó “papá” —dijo Javier con sinceridad—. Raquel, ¿hay algo que tengas que decirme?
El silencio se alargó tanto que pensó que se había cortado la llamada. Por fin, ella susurró, derrotada:
—Calle Olmo 1247, apartamento 3B, encima de la panadería vieja que cerraron, “La Paloma”.
—Estaré allí en media hora, Raquel —dijo él—. Y sí, vamos a hablar. De todo.
Cuando colgó, le temblaban las manos. Su reflejo en el cristal ya no era el del directivo seguro de sí mismo; era el de un hombre a punto de enfrentarse a un pasado que nunca había entendido… y a un futuro que ni siquiera sabía que existía.
Volvió a la sala de juntas, donde sus ejecutivos le esperaban.
—Señores, la reunión queda pospuesta indefinidamente. Cancelen todo en mi agenda de mañana.
—Pero, señor, el acuerdo con Shanghái… —protestó uno.
—Puede esperar —zanjó él.
Cogió su abrigo y salió a paso rápido hacia el ascensor privado, con la mente girando alrededor de tres palabras que de repente lo cambiaban todo: una niña de casi once años… y la posibilidad de que fuera su hija.
El coche de lujo de Javier parecía ridículo mientras avanzaba por aquellas calles estrechas, llenas de baches y edificios descuidados. Cuarenta minutos antes estaba en una sala de juntas hablando de cifras astronómicas. Ahora cruzaba un barrio obrero que le recordaba demasiado a sus propios orígenes.
Las farolas parpadeaban, proyectando sombras extrañas sobre fachadas agrietadas. El edificio de la calle Olmo 1247 se alzaba ante él como un monumento a los sueños rotos. El rótulo de la antigua panadería “La Paloma” colgaba torcido, con letras borradas y la pintura desconchada.
Las ventanas de la planta baja estaban tapiadas con tablones, cubiertas de grafitis. El olor a basura vieja se mezclaba con algo que no supo identificar. Quizá pobreza. Quizá puro abandono.
Javier se quedó un momento dentro del coche, recordando. Once años atrás.
Raquel Santos había sido distinta a todos los demás empleados de limpieza. Mientras la mayoría evitaba mirarle a los ojos, ella siempre le daba las buenas noches con una sonrisa sincera.
Las conversaciones empezaron con cosas nimias: el tiempo, el café de la máquina, si necesitaba que vaciaran la papelera. Pero poco a poco, aquellos minutos se convirtieron en lo mejor de sus jornadas de dieciocho horas.
Raquel estudiaba administración por las tardes y trabajaba limpiando oficinas por la noche para pagarse las clases. Era inteligente, divertida y, sobre todo, impresionantemente indiferente a su cargo y al dinero de su familia.
En un mundo en el que todos parecían querer algo de él, Raquel sólo parecía querer su compañía.
Su relación se construyó en ratos robados: conversaciones en pasillos vacíos, cafés compartidos en el vestíbulo del edificio de oficinas de veinticuatro horas, y más tarde, algunas cenas discretas en restaurantes alejados de sus círculos habituales. Javier sabía que su padre jamás aprobaría aquella relación, pero por primera vez en su vida estuvo dispuesto a desafiar las expectativas familiares por su propia felicidad.
Y entonces, una noche, Raquel dejó de aparecer.
Su supervisor dijo que había llamado avisando de una emergencia familiar. La noche siguiente tampoco volvió. Ni la siguiente. Cuando Javier quiso buscarla, el apartamento que figuraba en su expediente ya estaba vacío.
Contrató a detectives privados, miró en todas partes. De Raquel Santos no quedaba rastro.
Tras seis meses de búsqueda infructuosa, se obligó a aceptar la explicación más dolorosa: que ella había decidido desaparecer de su vida porque aquello era demasiado complicado, demasiado desigual, demasiado arriesgado.
Y ahora estaba a punto de subir unas escaleras mugrientas a un apartamento donde probablemente vivía ella… con tres niñas.
Respiró hondo, cogió las bolsas de comida que había comprado a toda prisa en un supermercado 24 horas —suficiente para alimentar a una familia varias semanas— y se dirigió a la puerta sin pintar junto a la panadería tapiada.
El hueco de la escalera olía a humedad y a algo más agrio. La pintura se despegaba de las paredes en tiras largas, y algunos escalones crujían como si fueran a romperse bajo su peso. Cuando llegó al tercer piso, sus caros zapatos estaban cubiertos por una capa de polvo y suciedad que prefirió no mirar demasiado de cerca.
La puerta del 3B estaba marcada por arañazos y abollones. El número “3” colgaba del clavo por una sola esquina. Javier llamó con suavidad, sin querer despertar a los vecinos, pero con una urgencia desesperada por ver a Raquel.
La puerta se abrió apenas un dedo, frenada por una cadena. Unos ojos grandes, de un azul grisáceo intenso, lo miraron desde abajo.
—¿Eres tú, Javier? —preguntó una voz pequeña, pero valiente.
—Tú debes de ser Marina —dijo él, agachándose para quedar a su altura—. He traído comida y algunas medicinas para tu mamá, cielo. Dame un segundo.
Marina giró la cabeza.
—¡Mamá, ya llegó! —anunció con seriedad adulta—. Es él.
La cadena tintineó y la puerta se abrió del todo.
Marina era más pequeña de lo que Javier había imaginado escuchándola por teléfono. Estaba excesivamente delgada, con el pelo rubio oscuro enredado y la ropa estirada por el crecimiento. Pero en sus ojos había una inteligencia tranquila y una responsabilidad que no deberían existir en alguien que aún no había cumplido los once.
—Gracias por venir —dijo, con una educación solemne—. Zoe y Mia están con mamá. Está despierta, pero muy débil.
Javier entró en el apartamento y sintió que se le rompía algo por dentro.
El espacio era mínimo: una sola habitación hacía de dormitorio, salón y cocina. Contra una pared había un sofá cama abierto donde dos cuerpecitos estaban acurrucados junto a una mujer que casi no reconoció.
La pequeña cocina consistía en una placa eléctrica, una mini-nevera que zumbaba demasiado fuerte y un fregadero del que caía una gota constante. Las paredes mostraban manchas de humedad, y la única ventana estaba tapada con una sábana en lugar de cortinas.
Pero lo que más le impresionó no fue la pobreza, sino la dignidad.
A pesar del edificio ruinoso y de las goteras, alguien se había esforzado por mantener el orden. Las pocas cosas que tenían estaban dobladas, apiladas, recogidas. Y en lugar de oler a abandono, el apartamento olía a desinfectante barato y a limpieza reciente.
—Javier…
Giró la cabeza hacia el sofá.
Raquel estaba sentada, apoyada contra el respaldo, con las gemelas dormidas a ambos lados como pequeños gatitos enfermos. Llevaba un uniforme de limpieza desgastado, de esos de empresa de mantenimiento. A sus treinta y siete años seguía siendo guapa, pero la vida le había tallado líneas profundas alrededor de los ojos y había afinado su rostro hasta un punto que hablaba de demasiadas comidas saltadas.
Su melena castaña, antes espesa y brillante, estaba recogida en una coleta práctica que no lograba disimular su aspecto quebradizo.
Pero sus ojos, esos ojos cálidos que lo habían perseguido en sueños durante once años, seguían siendo exactamente los mismos… solo que ahora había en ellos una cautela dolorosa.
—Raquel —dijo él, dejando las bolsas de comida sobre la pequeña mesa que hacía de todo, junto con el jarabe para la fiebre y las vitaminas que había comprado—. Dios mío… eres tú.
—He cambiado —dijo ella, cruzando los brazos alrededor de las gemelas con instinto protector—. Once años y tres niñas hacen eso.
—Te ves… —Javier buscó palabras que no sonaran condescendientes—. Te ves como alguien que ha estado cargando el mundo en los hombros.
Mientras ellos hablaban, Marina ya había abierto una de las bolsas y sacaba los alimentos con la eficacia de alguien acostumbrado a organizarlos: fruta fresca, carne de verdad, leche que no estaba a punto de caducar. Sus manos temblaban de emoción solo de verlos.
—Marina, guarda todo despacio, sin hacer ruido, ¿vale? No queremos despertar a tus hermanas —dijo Raquel con suavidad—. El señor Córdoba y yo necesitamos hablar.
—Solo Javier —corrigió él, con un intento de sonrisa—. Y sí, tenemos mucho de qué hablar.
—Sé lo que estás pensando —respondió ella en voz baja, mirando de reojo a Marina y volviendo luego a él—. La línea de tiempo. La edad. Sí, Javier, Marina es tu hija.
Las palabras que había empezado a sospechar igualmente le arrancaron el aire de los pulmones.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó, más herido que enfadado.
—Porque tenía veintiséis años, estaba enamorada de un hombre cuyo padre ya me había dejado claro que yo no era “adecuada” para su heredero, y de repente estaba embarazada de una niña que, según ellos, iba a destruir todo por lo que habías trabajado —respondió Raquel, con la voz apenas por encima de un susurro—. Tu jefe de seguridad vino a verme la semana en que me enteré del embarazo.
Javier sintió que algo frío se instalaba en su estómago.
—¿Qué te dijo?
—Que había “preocupación” por posibles fugas de información desde el personal de limpieza que había desarrollado relaciones “inadecuadas” con directivos —escupió la palabra con amargura—. Que mi contrato se rescindía de inmediato por violar protocolos. Y que, si intentaba contactar contigo o reclamar algo, tenían documentación que podría “complicarme mucho la vida”.
Javier cerró los ojos un instante. De pronto, todo encajaba de forma brutal: la desaparición repentina de Raquel, las extrañas recomendaciones de su padre, los cambios en seguridad…
—Así que simplemente te fuiste —dijo con dureza contenida—. Sin darme opción.
—Te di la única opción que os protegía a los dos —respondió ella, mirando ahora a Marina que guardaba la comida con cuidado—. Volví a usar el apellido de mi madre, cogí lo poco que había ahorrado y me mudé a otro barrio. Pensé criar a Marina sola, dejar que tú tuvieras la vida que tu familia esperaba de ti.
—¿Y nunca pensaste en llamarme? ¿En once años?
Raquel se quedó en silencio largo rato.
—Lo pensé todos los días del primer año —admitió—. Pero entonces conocí a David Martínez. Era un buen hombre, Javier.
Sus ojos se suavizaron.
—Era paramédico. Sabía que yo tenía una hija y no le importó quién era su padre biológico. Me pidió que nos casáramos, adoptó a Marina legalmente, les dio su apellido y su amor.
—¿Qué le pasó? —preguntó Javier.
—Cáncer —dijo Raquel, tragando—. Se lo diagnosticaron cuando las gemelas tenían dieciocho meses. Se fue ocho meses después. El seguro no cubría su tratamiento. Las facturas se tragaron todo lo que teníamos.
Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Marina tenía solo cuatro años, pero se acuerda de él. Es el único padre que ha conocido —añadió en voz baja.
Javier asintió despacio. Intentaba encajar la imagen de la Raquel que había amado con la de esta mujer que había sobrevivido a tanto.
—Pero guardaste mi número —dijo al fin—. Y enseñaste a Marina a llamarme.
Raquel se removió, incómoda.
—Trabajo ahora para una empresa de mantenimiento de edificios —explicó—. Distintos edificios, distintos turnos. Hace tres años me mandaron a hacer limpiezas profundas del fin de semana en la sede de Grupo Córdoba. Vi tu nombre en el directorio, en la misma oficina de siempre. Actualicé tu contacto desde la centralita, solo… por si acaso.
—¿Has estado limpiando mi edificio tres años? —preguntó él, atónito.
—Los fines de semana, de madrugada —respondió—. Tú nunca estás allí entonces. Pero yo no podía dejar de pensar… ¿y si me pasa algo? ¿y si las niñas se quedan solas? Así que le enseñé a Marina el “número de emergencia”. Le dije que solo lo usara si las cosas estaban realmente, realmente mal y no tenía otra opción.
—¿Y por qué decirle que me llamara “papá”? —preguntó Javier con suavidad.
Raquel bajó la mirada.
—Porque sabía que, si una desconocida te llamaba pidiendo ayuda, podrías pensar que era una broma, una estafa, algo raro —dijo—. Pero si oías esa palabra de una niña… sabía que, al menos, escucharías un poco más.
Hasta ese momento, Marina había fingido estar concentrada en ordenar la comida, pero Javier notó cómo se tensaban sus hombros.
—Marina —la llamó, con cariño—, ¿puedes venir un momento?
Ella se acercó despacio. Sus ojos, tan parecidos a los suyos, lo miraban con una mezcla de curiosidad y desconfianza aprendida.
—Tu mamá tiene razón —dijo Javier—. Soy tu padre biológico. Pero no lo supe hasta esta noche. Si lo hubiera sabido antes…
—¿Me habrías querido? —preguntó Marina, en un tono que no era de reproche, sino de alguien que se obliga a no esperar demasiado.
La pregunta le golpeó como un martillo.
—Marina, habría movido cielo y tierra para estar en tu vida —respondió, con una sinceridad que le ardía en la garganta—. He pasado once años preguntándome qué le pasó a tu madre, deseando encontrarla otra vez.
—Pero tú tienes un trabajo muy importante —replicó ella, casi citando de memoria—. Mamá dice que eres muy ocupado y muy exitoso.
—Estoy ocupado, sí —admitió Javier—, pero todo ese “éxito” no importa si no tienes con quién compartirlo.
Se acercó un poco más, aunque manteniendo cierta distancia, respetando el espacio de la niña.
—Marina, sé que todo esto es muy confuso y da miedo —añadió—, pero quiero que sepas algo: desde hoy, tú, tus hermanas y tu mamá vais a estar a salvo. No vais a pasar hambre nunca más. Y no vais a tener que vivir con miedo.
—¿Ni siquiera Zoe y Mia? —preguntó Marina—. Ellas no son tus hijas “de verdad”.
Javier miró a las gemelas, aún dormidas, con sus caritas hundidas contra el costado de Raquel.
—También ellas —respondió—. La familia no es solo sangre, Marina. Es decidir querer y cuidar a alguien.
Una de las gemelas se movió y abrió los ojos, somnolienta. Lo miró con curiosidad más que con miedo.
—¿Tú eres el señor de la comida? —susurró.
Javier sonrió.
—Soy Javier —dijo en voz muy baja—. Y sí, traje comida. ¿Tú eres Zoe o Mia?
—Soy Mia —respondió con orgullo—. Zoe tiene una cicatriz aquí —señaló su barbilla— de cuando se cayó del columpio. —Miró a su hermana dormida—. ¿Te vas a quedar para cuidarnos?
La pregunta flotó en el aire, inocente y demoledora.
Raquel se tensó, preparada para intervenir. Pero Javier contestó con honestidad.
—Voy a asegurarme de que las tres estéis cuidadas y seguras —dijo—. Pero hay muchas cosas de adultos que tenemos que arreglar primero.
—¿Cosas de mayores? —preguntó Mia, bostezando.
—Exacto. Cosas de mayores.
Mia asintió, como si aquello explicara todos los misterios de la vida.
—Mamá hace muchas cosas de mayores —comentó—. A veces llora cuando cree que estamos dormidas. Luego nos prepara el desayuno y hace como si todo estuviera bien.
El rubor subió al rostro de Raquel.
—Mia, ya está —murmuró.
Pero Javier miraba a Raquel con una comprensión nueva.
—¿Desde cuándo estáis así? —preguntó—. ¿Desde cuándo es “tan malo”?
Ella se encogió de hombros, a la defensiva.
—¿Qué es “malo” para ti, Javier?
—Raquel.
El tono de él la obligó a responder.
—Dos años —admitió al fin—. Tal vez tres. La renta sube, los sueldos no. Trabajo sesenta horas semanales para mantenernos con techo y comida. A veces tengo que escoger entre pagar la luz o llenar la nevera.
—¿Y ni una sola vez pensaste en llamarme? —insistió él.
—¿Y decirte qué? —replicó ella, con los ojos brillando de rabia y vergüenza—. “Hola, Javier, ¿te acuerdas de mí? Tengo una hija tuya y se está quedando sin comer.” ¿Y si hubieras colgado? ¿Y si hubieras decidido que Marina estaría mejor en otro sitio? ¿Y si hubieras intentado quitármela?
El miedo en su voz era real, crudo, y le rompió algo a Javier por dentro.
Entendió, por primera vez, por qué ella se había mantenido lejos. Por qué había convertido aquel número en el último recurso posible.
—Raquel, mírame —pidió.
Ella levantó la vista, a regañadientes.
—Jamás te quitaría a Marina —dijo él con firmeza—. Tú eres su madre. Tú la has criado, has renunciado a todo por ella, la has mantenido a salvo. Pero tampoco voy a permitir que sigáis viviendo así. Lo vamos a resolver juntos.
—No puedo aceptar caridad —susurró ella.
—No es caridad —respondió—. Marina es mi hija. Eso te convierte en mi familia. Y a Zoe y Mia también. Cuidar de la familia no es caridad. Es responsabilidad.
Marina, que había estado escuchando todo sin perder palabra, levantó la mano tímidamente.
—Creo que deberíamos irnos con Javier —dijo en voz baja—. Mia tiene pesadillas por los ruidos de abajo. Y ayer Zoe me preguntó si íbamos a tener que pedir comida otra vez.
Aquello golpeó a los dos adultos como una bofetada.
—¿Otra vez? —preguntó Javier.
Marina asintió, con naturalidad que dolía.
—Cuando todo se puso muy mal el invierno pasado, mamá nos enseñó a pedir comida que sobraba en algunos bares —explicó—. Dijo que no era mendigar, que era pedir ayuda, y que a veces la gente tiraba comida que a nosotras nos servía.
Javier cerró los ojos, imaginando a Marina y a las gemelas acercándose a desconocidos para pedir lo que otros iban a tirar. Tragó con dificultad.
—Eso no va a volver a pasar —dijo al fin, muy tranquilo—. Nunca más.
Mientras la familia recogía sus pocas pertenencias —una mochila para cada niña, una bolsa de ropa para Raquel, un par de peluches gastados—, Javier supo que aquello era solo el principio. Habría abogados, pruebas de paternidad, decisiones sobre dónde vivir, relaciones que reconstruir y otras nuevas que crear con tres niñas que no sabían lo que significaba tenerlo en su vida.
Pero al ver a Marina ayudar a sus hermanas a doblar sus camisetas, a Mia abrazar fuerte a un elefante de peluche casi descosido, a Zoe guardar con cuidado unos cuantos lápices de colores, también entendió otra cosa: algunas cosas merecían que uno pusiera patas arriba toda su existencia.
El ascensor del ático se abrió directamente en el recibidor de Javier, y las tres niñas se quedaron quietas, sin atreverse a avanzar.
—¿Aquí vives tú? —susurró Zoe, como si el piso pudiera ofenderse si levantaba la voz.
De pronto, el ático que Javier había habitado en soledad durante ocho años le pareció ridículo. El suelo de mármol se extendía hasta los ventanales gigantes que mostraban el parque principal de la ciudad como si fuera una pintura viva. Los muebles, piezas de diseño que costaban más que el salario anual de mucha gente, parecían más esculturas de museo que cosas hechas para sentarse o recostarse en ellas.
—Está un poco vacío, ¿no? —admitió Javier, por primera vez viendo su casa con otros ojos—. Siempre pensé que era elegante, pero ahora solo me parece… solo.
Mia le cogió la mano con sus dedos pequeños y calientes.
—Nosotras podemos ayudarte a que deje de estar solo —dijo con total convicción—. Marina es muy buena haciendo que los sitios parezcan hogar.
—Me encantaría eso —respondió Javier, sorprendido por lo mucho que lo decía en serio.
Raquel se había quedado cerca del ascensor, sin atreverse a avanzar.
—Javier, esto es… —miró a su alrededor, abrumada por la amplitud y el lujo—. Es precioso, pero no podemos quedarnos aquí. Es demasiado.
—Vamos, mamá —intervino Marina, con ese tono de niña que ha tenido que sonar razonable tantas veces—. Mira esa cocina. Tiene dos hornos. Y la nevera es más grande que nuestro apartamento. Zoe y Mia podrían tener cada una su propio cuarto.
—¿Podríamos tener nuestro propio cuarto? —preguntó Zoe, con los ojos redondos—. ¿Uno solo para mí, sin compartir con nadie?
La inocencia de la pregunta le rompió el corazón a Javier. Por supuesto que nunca habían tenido un espacio propio.
—Podéis tener cada una vuestra habitación —aseguró—. Con vuestra cama, vuestras cosas y sitio para todo lo que es vuestro.
—Yo no tengo muchas cosas —observó Mia, muy práctica—, pero tengo un elefante de peluche que me regaló papá David antes de ponerse malito. ¿Puede tener su propia repisa?
El nombre de David Martínez —el hombre que había sido padre para Marina y las gemelas— le recordó a Javier que nada sería sencillo. Aquellas niñas tenían una historia, memorias, lealtades que él tendría que honrar.
—Tu elefante tendrá la mejor repisa de la habitación —prometió—. ¿Me cuentas más de papá David?
Las caras de las tres niñas se iluminaron, y por primera vez desde que las conoció, Javier vio alegría sin miedo.
—Era el mejor —dijo Zoe, con total seriedad—. Nos enseñó a hacer tortitas, nos leía cuentos todas las noches y nos llevaba al parque en sus hombros.
—Quería muchísimo a mamá —añadió Mia—. Y aunque estaba muy enfermo, intentaba ayudarnos con los deberes. Antes de irse, dijo que siempre teníamos que cuidarnos entre nosotras y cuidar a mamá.
Los ojos de Raquel se llenaron de lágrimas.
—Fue un buen padre para las tres —dijo con voz temblorosa—. Espero que algún día podáis entender que está bien quererle a él… y también dejar que Javier forme parte de nuestra familia.
Marina, que había estado escuchando en silencio, habló de pronto.
—Papá David me dijo algo antes de morir —dijo—. Yo tenía seis años, pero me acuerdo perfectamente. Me dijo que algún día quizá mi papá biológico nos encontraría. Y que, si resultaba ser un buen hombre y quería quererme, debía dejarle, porque los niños merecen tener cuantas más personas los quieran, mejor.
Se volvió hacia Javier.
—Dijo que el amor no es como un pastel —añadió—. Que no se acaba si lo repartes entre más personas.
La sabiduría de un hombre moribundo transmitida por una niña de once años dejó sin palabras a Javier.
—David suena como alguien increíble —dijo al fin—. Y tenía razón. Yo no vengo a sustituirle. Nunca podría. Pero, si tú me dejas, Marina, me gustaría sumar amor a lo que ya tienes.
Durante la siguiente hora, Javier les enseñó el ático. Las gemelas se maravillaban con todo: un armario más grande que su antiguo apartamento, un baño con ducha y bañera separadas, la cocina llena de aparatos extraños. Marina se mostraba más reservada, pero él la sorprendió acariciando la encimera de mármol y mirando por los ventanales con una expresión de asombro que intentaba esconder.
Raquel se mantuvo en silencio, luchando entre el alivio y la sensación de estar en un mundo que no le pertenecía.
—Tengo que hacer unas llamadas —dijo Javier al fin—. Raquel, hay medicinas en el baño de invitados, y llené la nevera con más comida de la que podremos comer en varios días. Por favor, sentíos como en casa.
—Javier… —lo detuvo Raquel, tocándole el brazo—. Tenemos que hablar. Sobre expectativas, sobre cuánto va a durar esto, sobre… todo.
—Lo sé. Y lo vamos a hacer —respondió él—. Pero primero necesito despejar mi agenda estos días. Y quiero que un médico venga a verte.
—No necesito… —protestó.
—Raquel —la interrumpió, con suavidad pero firmeza—. Te desmayaste por agotamiento y llevas mucho tiempo sin un chequeo en condiciones. Hazlo por las niñas.
Ella suspiró.
—Está bien.
En su despacho, Javier escuchaba el sonido que nunca había oído en su casa: voces infantiles recorriendo los pasillos, la risa de Raquel mezclada con los grititos de las gemelas mientras descubrían cada rincón, la voz seria de Marina preguntando cosas prácticas.
Su primera llamada fue a su asistente.
—Patricia, necesito que me liberes la agenda el resto de la semana.
—Pero, señor, tiene la negociación de Shanghái…
—Aplázala. Y llama al doctor Morales; quiero que venga hoy mismo a casa. Ah, y busca al mejor abogado de familia de la ciudad. Alguien que sepa de paternidad y adopciones.