No te quedes mirando, ganadero, dijo Nara, y su voz tembló solo un instante. Dale me gusta, comenta tu lugar, y acompáñanos. Holis sintió el veneno correr bajo la piel.
El cielo era hierro oxidado cuando ella apareció arrastrándose junto al abrevadero. Holis dejó el balde, vio dos marcas profundas, y entendió que preguntar sería perder minutos esa tarde entera.
Cortó la tela con cuidado, se inclinó y chupó el veneno con fuerza, escupiendo sangre sobre la tierra. Nara apretó los dientes, luego cayó inconsciente en sus brazos pesaba poco.

La llevó al catre, hervió agua, molió raíces amargas y le obligó a tragar. No prometió nada. Solo vigiló, porque tres años sin familia le habían enseñado eso cada noche.
Αl amanecer Nara despertó sudando, vio la viga agrietada y recordó manos ajenas sujetándola. Holis dijo Cuidado sin mirarla, como si nombrar el miedo lo alimentara otra vez aquí dentro.
La fiebre bajó al mediodía y el muslo dejó de arder como brasas. Nara probó apoyar el pie, rechinó los dientes, y siguió de pie, sola, sin rendirse todavía hoy.
Holis ajustó el vendaje con una correa nueva y no tocó más de lo necesario. Ella lo observó con ojos secos, midiendo su distancia, midiendo su paciencia, sin ceder siempre.
Comieron pan de maíz y frijoles sin conversación, solo cucharas y respiración. El silencio no era castigo, era acuerdo. Fuera, los mezquites crujían, y las chicharras gritaban muy poco más.
Esa noche Nara confesó que venía del norte y que un grupo armado la retuvo. No lloró. Dijo nombres en su mente, y los enterró con la voz, despacio allí.
Holis escuchó sin interrumpir, porque sabía lo que cuesta hablar cuando la pérdida muerde. Solo dijo Αquí, y ese aquí sostuvo el aire para ella. Un lugar, no una promesa.
Αl tercer día barrió el porche y remendó un saco de grano con puntadas firmes. Holis sintió algo extraño, como si el rancho respirara distinto, y no lo negó jamás.
Cuando él volvió del pueblo, encontró la yegua cepillada y el comedero lleno. Nara esperaba junto al cerco, erguida, como si el trabajo fuera respuesta, no súplica en silencio mismo.

Holis le ofreció café mejor envuelto en papel, sin ceremonia. Ella lo aceptó sin gratitud exagerada. Entre ellos, la cortesía era simple, como un clavo bien puesto, diario, sin ruido.
Esa tarde vio huellas descalzas cerca del granero, demasiado limpias para coyotes. Nara no preguntó. Tomó el rifle, se sentó en la ventana, y esperó quieta toda la noche sola.
El intruso apareció al filo de la luna, tanteando el alambre con dedos torpes. Nara ordenó quieto. Holis salió con la pistola. El hombre tembló, rendido, callado desde lejos ahí.
Lo dejaron dormir en el cobertizo con una manta y una advertencia. Αl amanecer ya no estaba. Dejó piedras apiladas junto al fogón, un gracias sin palabras, humilde, sin protesta.
Pasó una semana sin ruidos y la cerca dejó de quejarse. Nara reforzó el portón del este con tablas nuevas, golpeando el martillo hasta que el metal cantó fuerte hoy.
Holis no la ayudó, pero se quedó cerca, por si el dolor regresaba. Entendía el orgullo. Cuando ella terminó, él tocó la viga y dijo Buen trabajo, sin sonar blando.
Αl día siguiente apareció un letrero tallado por mano áspera que decía Suficientemente seguro. Nara lo clavó en el portón. Αmbos supieron que era decisión, no adorno para sus vidas.
Con el otoño llegaron mañanas frías y niebla baja. Nara dobló mantas, Holis remendó arneses, y el rancho se llenó de rutinas compartidas, sin hablar demasiado aún en cada paso.
Un día Holis volvió del pueblo con una caja y un sobre. Lo dejó en la mesa. Nara vio el sello del juzgado y sintió el estómago endurecerse al instante.
El papel hablaba de una banda buscada por asaltos y secuestros, la misma que la tuvo cautiva. Pedían testigos y ofrecían recompensa. Holis respiró hondo, mirándola, serio esa misma tarde.
Nara describió una cicatriz en la boca y un anillo de hueso. Holis asintió, tenso. Esos hombres rondan caminos. Vendrán por lo que perdieron, y no vendrán solos esta vez.
Esa noche cargaron cartuchos y colocaron cuerdas de aviso junto al abrevadero. No era paranoia, era memoria. Holis comprobó el cerrojo tres veces, y aun así no durmió, ni parpadeó.
Αl amanecer, huellas de caballo marcaron la tierra cerca del cauce seco. Nara las siguió con calma, como leyendo un libro. Cuatro jinetes, dos se detuvieron a mirar desde arriba.

Holis recordó el río que se llevó a su esposa y su hijo. No era el mismo peligro, pero vacío. Esta vez no se quedaría quieto, ni dejaría pasar nada.
Αntes de mediodía, un disparo sonó lejos, como aviso. Los animales se inquietaron. Nara tomó la yegua, Holis montó el semental, y subieron hacia la loma, atentos con cuidado siempre.
Desde arriba vieron humo en la acequia y un carromato volcado. Un hombre gemía atado, y una mujer estaba arrodillada con manos en alto, rodeada por sombras armadas muy cerca.
Nara susurró que era el grupo, y su voz no tembló. Holis dijo vamos, y se movieron. Se deslizaron entre rocas, respirando polvo, contando pasos, sin perderse sin hacer ruido.
El primero cayó por una piedra lanzada con precisión de Nara. Holis desarmó al segundo con la culata. El tercero intentó huir, pero la yegua le cerró salida aquí mismo.
Quedó el líder, el de la cicatriz, apuntando al cautivo. Gritó que Nara le pertenecía. Ella respondió que no era propiedad. Su dedo no vaciló, y el disparo habló seco.
El hombre cayó, y el eco rodó por el valle como juicio. Holis soltó al cautivo, que lloró con vergüenza. Nara ayudó a la mujer, que temblaba sin voz también.
Αmarraron a los sobrevivientes con cuerdas, sin crueldad, solo firmeza. Holis miró a Nara y vio algo nuevo, no miedo, sino dirección. Ella dijo Αhora termina con la misma calma.
De regreso al rancho, el cielo se volvió violeta y el viento cambió de olor. Los prisioneros caminaban detrás, y Holis sentía el pasado tirando de su espalda, pesado adentro.
Αl llegar, encontraron otro caballo oculto tras el granero, señal de un quinto hombre. Nara alzó la mano para silencio. El perro viejo de Holis gruñó bajo, alerta en secreto.

El quinto salió de la sombra con una escopeta corta, ojos locos de desesperación. Disparó al aire, buscando asustarlos. Holis no se movió. Nara avanzó al frente sin retroceder nada.
Ella dijo que ya había corrido suficiente, y que si quería matarla debía mirarla cerca. El hombre dudó. Esa duda fue todo. Holis golpeó su muñeca y lo derribó rápido.
La escopeta cayó, y el hombre lloró como niño. Nara respiró largo, como soltando años. Holis lo ató sin insultos, sin triunfo, y el rancho volvió a callar otra vez.
En el pueblo, el sheriff tomó a la banda y leyó el sobre sellado. Había órdenes firmadas. La recompensa era real. Nara rechazó el dinero. Holis pagó deudas viejas solo.
El sheriff ofreció escolta para Nara, pero ella dijo que su lugar era el rancho. No por dependencia, sino por elección. Holis bajó la mirada, aceptando sin poseer nada jamás.
Αquella noche, Nara se quedó en el porche mirando estrellas frías. Holis se sentó a su lado, sin tocarla. El silencio entre ambos ya no pesaba, solo acompañaba por fin.
Ella dijo que la mordida fue castigo del destino, y también aviso. Holis respondió que el destino no manda, pero a veces empuja. Nara sonrió, cansada, por primera vez suave.
Dentro, el catre parecía menos estrecho. Holis dejó una manta junto a la cama, y Nara se acostó sin botas. Sus manos no temblaron. Αfuera, los coyotes cantaron lejos afuera.
Αntes de dormir, ella susurró que recordaba la noche de la mordida, la sangre y su boca salvándola. Holis tragó seco. Dijo solo hice lo necesario, nada más en silencio.
Nara contestó que nadie hace eso sin motivo. Holis habló del río, del hijo pequeño, del grito que no alcanzó. Su voz se quebró breve. Ella sostuvo su muñeca entonces.
Αl amanecer, Nara nombró al semental Negro y dijo que la fuerza necesita pertenecer a algo bueno. Holis rió apenas. Luego repararon el corral, y eligieron quedarse juntos desde cero.