Fue ultimado en una gasolinera por su amigo porque le… Ver más

Fue ultimado en una gasolinera por su amigo porque le… Ver más

La gasolinera estaba iluminada como cualquier otra noche. Luces blancas, el zumbido constante de los surtidores, el olor a combustible mezclado con polvo y cansancio. Un lugar de paso, de encuentros breves, de despedidas sin importancia. Nadie imagina que ahí, donde la gente solo piensa en llenar el tanque y seguir su camino, la vida puede apagarse para siempre.

Él llegó confiado. No había miedo en sus pasos. Al contrario, había una tranquilidad casi ingenua: estaba con alguien a quien llamaba amigo. De esos amigos con los que se comparte tiempo, risas, secretos pequeños, silencios cómodos. De esos en los que confías la espalda sin pensarlo. Nunca se le cruzó por la cabeza que ese sería el último lugar que pisaría.

Las cámaras captaron movimientos borrosos, figuras que iban y venían. Nada fuera de lo normal. Un hombre apoyado en su vehículo, otro acercándose. Palabras que nadie escuchó. Frases que ahora pesan como plomo porque, si alguien las hubiera entendido, quizá todo habría sido distinto.

Dicen que todo ocurrió en segundos. Que no hubo discusión larga. Que no hubo tiempo de correr. El sonido seco rompió la noche como un grito sin voz. La gente alrededor tardó en reaccionar. Algunos pensaron que era una broma cruel. Otros se quedaron paralizados. Y él… él cayó donde minutos antes estaba de pie, vivo, pensando en regresar a casa.

El amigo no parecía un extraño. No parecía un enemigo. Por eso duele más. Porque la traición no siempre viene con advertencia, a veces llega disfrazada de confianza. Nadie entiende del todo qué pasó por su mente en ese instante, qué lo llevó a cruzar una línea que ya no tiene regreso. Lo único claro es que, desde ese momento, dos vidas quedaron destruidas: una que terminó y otra que jamás volverá a ser la misma.

En el suelo frío de la gasolinera, el tiempo se detuvo. El cuerpo inmóvil contrastaba con el ir y venir de los autos que, poco a poco, fueron alejándose. Alguien llamó a emergencias. Alguien lloró. Alguien rezó. Pero había cosas que ya no podían arreglarse.

La noticia se regó rápido. Fotos compartidas, mensajes de incredulidad, un lazo negro que ahora acompaña su nombre. “No lo puedo creer”, repetían. “Si ayer estaba bien”. Así es la muerte cuando llega de golpe: no avisa, no da explicaciones, no permite despedidas.

Su familia recibió la noticia como un golpe al pecho. Un vacío imposible de describir. Un “¿por qué?” que no encuentra respuesta. Amigos recordaron su sonrisa, sus planes, las cosas pendientes. Todo lo que ya no será. Todo lo que quedó suspendido en un instante absurdo, en un lugar común, por una decisión irreversible.

Hoy la gasolinera volvió a funcionar como siempre. La gente carga combustible, paga y se va. Pero para quienes lo amaron, ese lugar quedó marcado para siempre. Porque ahí no solo se perdió una vida, también se rompió una confianza, se cerró una historia y se abrió una herida que no sana.

Hay muertes que duelen.
Pero las que vienen de la mano de un amigo, duelen el doble.

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