«Suplicante»: La impactante verdad oculta de la tortura sexual romana que convirtió las ejecuciones de mujeres en un espectáculo de masas para familias y emperadores

I. Más allá del gladius: Cuando la muerte no bastaba

La antigua Roma —el imperio de mármol grandioso, códigos legales extensos y genio de la ingeniería— presenta a la historia una de sus paradojas más profundas. Si bien se la celebra como la cúspide de la civilización clásica, Roma también perfeccionó e institucionalizó formas de salvajismo tan extremas que los historiadores posteriores intentaron borrarlas de la historia. Esta no es una historia de los conocidos combates de gladiadores ni del espectáculo del hombre contra la bestia; esos eran, horriblemente, solo los «actos preliminares». Este es el relato documentado, aunque a menudo suprimido, de cómo el Estado romano instrumentalizó la humillación sexual y la tortura sistemática como la máxima expresión de su poder, convirtiendo las ejecuciones de mujeres en un entretenimiento pornográfico para las masas.

Entre los siglos I y III d. C., durante el apogeo del dominio romano, se perfeccionó esta brutalidad. Para el imperio, simplemente matar a un condenado no era suficiente. La ejecución debía ser un espectáculo teatral, meticulosamente coreografiado, diseñado para quebrantar no solo el cuerpo, sino también el espíritu, la dignidad y la humanidad misma del condenado, enviando un mensaje escalofriante a cualquiera que contemplara la rebeldía. El blanco de esta calculada guerra psicológica solía ser el más vulnerable: las mujeres que se habían atrevido a desafiar las rígidas estructuras de poder social o político del imperio.

II. Damnatio ad Bestias y el Desfile de la Degradación

El preludio del horror final de la arena comenzaba en las calles empedradas de Roma. Tal como lo describieron testigos como el poeta romano Marcial, el condenado se enfrentaba a la damnatio, la condena pública que precedía a la damnatio ad bestias (condena a las bestias).

Imagínese la escena: una mujer desnuda, con el cuerpo a menudo marcado por heridas recientes y cubierto de excrementos, es arrastrada por cadenas a través del bullicioso Foro. No se trataba de una marcha rápida. La procesión era un desfile orquestado de degradación. Multitudes de miles de personas —hombres, mujeres y niños— se abalanzaban hacia adelante, bramando de sed de sangre, arrojando excrementos, vegetales podridos y piedras afiladas.

Los guardias, lejos de ser carceleros pasivos, estaban específicamente entrenados en tortura psicológica. Comprendían que destruir la dignidad era más efectivo que quitar la vida. Obligaban a la condenada a detenerse en lugares cuidadosamente elegidos: frente a los templos donde quizá hubiera rezado, frente a las casas de sus familiares o a través de los mercados donde alguna vez había comprado. El propósito era borrar por completo la existencia de la persona en la comunidad, no solo su vida.

El nivel de coerción era absoluto. Marcial relata casos en los que las mujeres intentaron cubrirse, pero los guardias les rompieron los dedos. Los familiares de los condenados a veces eran coaccionados a unirse a la multitud y lanzar piedras, por temor a sufrir el mismo destino si no participaban en la humillación pública. Este desfile por las calles, concebido como una lección «educativa» sobre las consecuencias de desafiar la ley romana, era solo el preludio.

III. La Arena de la Inmundicia: El Suplicante

Cuando las enormes puertas de la arena se cerraban de golpe, el espectáculo pasaba de la degradación pública a la tortura sistemática conocida como suplicante: la destrucción metódica de la humanidad de una persona antes del golpe de gracia. Este fue el acto que los historiadores procuraron ocultar, pues revelaba un nivel de depravación que escandalizó incluso a los eruditos más curtidos.

Con 50.000 romanos abarrotando las gradas, las mujeres condenadas eran obligadas a participar en representaciones pornográficas. Los maestros de la ejecución de Roma las forzaban a recrear escenas mitológicas de violación. Esto no era simbólico: las mujeres, vestidas como figuras mitológicas —Europa, Leda—, eran sometidas a agresiones sexuales por animales amaestrados. Osos, toros y caballos eran entrenados específicamente para violar a seres humanos mientras la multitud, compuesta en su mayoría por familias, los aclamaba.

El público no era un mero observador pasivo. La transcripción alega que la multitud votaba activamente qué tormentos infligir a continuación, y sus pulgares determinaban el nivel de humillación o la remota posibilidad de una muerte rápida. Este espectáculo fue una lección magistral de poder imperial, transmitida en directo para demostrar las consecuencias de la rebeldía. El palco del emperador, situado en la mejor posición, era literalmente un asiento en primera fila para presenciar la violencia sexual sancionada por el Estado.

Uno de los relatos históricos más escalofriantes proviene de la documentación de Dión Casio sobre el juicio de la emperatriz Mesalina por adulterio (un cargo frecuentemente utilizado para eliminar amenazas políticas). Su degradación incluyó ser desnudada ante el Senado, obligada a arrastrarse por la arena y sometida a todos los tormentos que el sistema había perfeccionado a lo largo de los siglos. Según los informes, algunas víctimas permanecieron conscientes hasta el final, siendo desmembradas lentamente mientras aún estaban conscientes, satisfaciendo así la demanda de la multitud de un sufrimiento prolongado.