“Espera…¿Estás Poniendo ESO Dentro de Mí? La Gigantesca Novia por Correo Primero Se Quedó Helada..
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En un rincón olvidado del Viejo México, donde las montañas se alzaban como guardianes silenciosos y el polvo del desierto susurraba historias de antaño, vivía un vaquero solitario llamado Javier Morales. Era un hombre de rostro curtido por el sol, con ojos oscuros que brillaban como el carbón bajo su sombrero gastado.
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Javier había pasado años cabalgando por las llanuras, cuidando su pequeño rancho y soñando con una vida que no estuviera tan vacía. A sus 35 años había decidido que era hora de encontrar una compañera, alguien con quien compartir las largas noches bajo las estrellas. Pero en un pueblo tan pequeño como San Miguel de los Soles, las opciones eran escasas.
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Un día, mientras bebía un mezcal en el celú polvoriento, un amigo le habló de un servicio curioso, un programa de compañeras por correspondencia, una especie de agencia que ayudaba a personas solitarias a encontrar pareja. Javier”, dijo el amigo, un hombre rechoncho llamado Pedro, “puedes escribir a una agencia en el norte y pedir una buena mujer.
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Te ayudarán a conocerla.” Es la modernidad, amigo. Javier, medio incrédulo pero esperanzado, decidió intentarlo. Escribió una carta a una agencia en Texas describiendo su vida sencilla pero honrada y pidió una mujer fuerte capaz de soportar el trabajo duro del rancho. No esperaba mucho, pero al menos sería una aventura. Semanas después llegó un telegrama.
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Envío en camino. Llegada estimada. Viernes próximo. Prepárese. Javier frunció el seño. Un envío. ¿Era esto en serio? El viernes, bajo un solo abrasador, escuchó el traqueteo de un carruaje acercándose. Cuando las puertas se abrieron, su mandíbula cayó al suelo. Da Carruaje bajó una mujer que parecía sacada de una leyenda.
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Se llamaba María Guadalupe, pero todos la conocían como la gigante en su pueblo natal. medía más de 2 metros con brazos como troncos de roble y una fuerza que podía levantar un caballo si se lo proponía. Llevaba un vestido sencillo de color base que apenas contenía su imponente figura y su cabello negro caía en cascada sobre sus hombros.
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Javier se quedó paralizado. “Dios mío”, murmuró quitándose el sombrero por respeto. María lo miró con ojos penetrantes y dijo con una voz grave, pero dulce, “Supongo que tú eres el vaquero que me pidió, ¿no?” Javier asintió, aún sin palabras. La giganta bajó del carruaje con un baúl tan grande que parecía una caja fuerte y lo dejó caer al suelo con un estruendo que hizo temblar la tierra.
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Esa noche, mientras cenaban frijoles y tortillas bajo la luz de una lámpara de aceite, Javier intentó romper el hielo. María, no esperaba, bueno, alguien tan grande, dijo con una sonrisa nerviosa. Ella soltó una carcajada que resonó en las paredes de madera del rancho. No te preocupes, vaquero.
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Soy fuerte, pero también sé cocinar y tejer. Y si alguien intenta robar tus vacas, lo voy a detener de inmediato. Javier rió, sintiendo por primera vez en años que tal vez esta unión podría funcionar. Sin embargo, los problemas comenzaron al día siguiente. Javier había planeado que María lo ayudara a construir un corral nuevo para los caballos.
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Le mostró las herramientas, martillos, clavos y un par de postes de madera. Pero cuando llegó el momento de trabajar, María tomó un poste con una mano como si fuera una varita y lo clavó en la tierra con un solo golpe. “Oye, espera”, gritó Javier. “¿Vas a romperlo?” María lo miró confundida. “¿Pero tú dijiste que querías un corral fuerte, no?” Javier suspiró.
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Era evidente que la fuerza de María era tanto una bendición como un desafío. Los días pasaron y la vida en el rancho tomó un ritmo extraño pero armonioso. María era una trabajadora incansable, levantando rocas, ordeñando vacas y hasta reparando el tejado con una habilidad que dejaba a Javier Boque abierto.
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Pero había un problema que ninguno de los dos quería enfrentar, la cercanía emocional. Una noche, mientras estaban sentados junto al fuego, Javier intentó acercarse. María dijo tímidamente, “Tal vez podríamos conocernos un poco más como pareja.” María lo miró con una mezcla de sorpresa y diversión. Vaquero, eres valiente, pero todo a su tiempo.
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La situación se volvió aún más complicada cuando llegó el momento de dormir. El rancho tenía una sola cama y aunque Javier ofreció dormir en el suelo, María insistió en que podían compartirla. Pero cuando intentó acostarse, la cama crujió bajo su peso y se desplomó en un estruendo de madera rota. “Ay, Dios!”, exclamó María levantándose rápidamente.
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Javier, entre risas y polvo, dijo, “Bueno, parece que necesitamos una cama más grande.” María se sonrojó algo raro en ella y murmuró, “Tal vez, pero debemos preparar las cosas con calma.” A la mañana siguiente, Javier decidió que necesitaba ayuda. Fue al pueblo y habló con el herrero, un hombre astuto llamado don Raúl.
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Necesito una cama especial”, explicó Javier. “Algo que soporte a una mujer muy fuerte.” Don Raúl arqueó una ceja y sonrió. Ah, la nueva compañera. Eh, puedo hacerte una cama de hierro, pero te costará caro. Javier asintió, dispuesto a pagar lo que fuera. Mientras don Raúl trabajaba, los rumores sobre la Giganta se extendieron por San Miguel.
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Algunos decían que era una diosa enviada por los antiguos dioses aztecas, otros que era una amenaza. Pronto, un grupo de bandidos liderados por el infame el coyote negro escuchó las historias y vio una oportunidad. Una noche, mientras María y Javier dormían en un colchón improvisado en el suelo, la nueva cama aún no estaba lista. Un estruendo despertó al rancho.
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Los bandidos habían llegado armados con rifles y machetes. “Entreguen todo o quemamos el lugar!”, gritó el coyote negro, un hombre de rostro cicatrizado y ojos crueles. Javier tomó su revólver, pero antes de que pudiera disparar, María se levantó como un toro enfurecido. Con un rugido levantó una mesa de madera y la lanzó contra dos bandidos, derribándolos como si fueran muñecos.
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Nadie toca mi hogar”, gritó. El combate fue breve, pero épico. María arrancó un poste del porche y lo usó como garrote, golpeando a los bandidos con una fuerza que hacía temblar la tierra. Javier, impresionado pero decidido, disparó con precisión, derribando a el coyote negro con un tiro limpio. En minutos, los invasores huyeron, dejando atrás heridos y un rastro de polvo.
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Javier miró a María, jadeante pero ilesa, y dijo, “Eres increíble.” Ella sonrió limpiándose el sudor de la frente. “¿Y tú no eres tan mal vaquero?” La valentía de María cambió todo. El pueblo comenzó a verla como una heroína y Javier se enamoró de su fuerza y su corazón. Pero aún quedaba un obstáculo, como construir confianza romántica sin apresurarse.
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Cuando la cama de hierro finalmente llegó, Javier y María decidieron intentarlo de nuevo. Esa noche, bajo la luz de la luna, Javier se acercó con cautela. María dijo suavemente, “Si no estás lista, no hay prisa. Ella lo miró con ternura y respondió, “Vaquero, estoy lista. Solo avancemos con tranquilidad.” Sí.
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Lo que siguió fue un momento de risas y torpezas. Cuando Javier intentó abrazarla más de cerca, María soltó un grito exagerado. “¡Espera, me estás aplastando el brazo?” Javier se congeló rojo como un tomate y ambos estallaron en carcajadas. La tensión se disolvió. Y aunque no todo fue perfecto esa noche, encontraron una conexión más profunda.
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María, con su fuerza descomunal y Javier con su corazón valiente descubrieron que el amor no necesitaba ser convencional. Con el tiempo, el rancho prosperó. María se convirtió en la protectora del pueblo y Javier en su compañero inseparable. La cama de hierro resistió y las noches se llenaron de risas y planes para el futuro.
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San Miguel de los Soles nunca olvidaría la historia de la giganta y el vaquero, una pareja que demostró que el amor, como el desierto, puede florecer en las condiciones más inesperadas.