“Eres Demasiado Grande… Pero Lo Tomaré”, Tembló Ella — El Vaquero Reclamó a Su Novia Virgen
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En las polvorientas llanuras de Sonora, donde el sol quema la tierra como un hierro al rojo y los coyotes aullan bajo la luna llena, se alzaba el rancho el álamo perdido. Era el año de 1887 y el viento traía ecos de balas perdidas y promesas rotas. Don Esteban Morales, un ascendado viudo y endurecido por la vida, gobernaba aquellas tierras con mano de hierro.
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Su hija única Isabella, de 19 años, era la joya de la región. Ojos verdes como el jade del río Jacki, cabello castaño que caía en ondas hasta su cintura y una figura que hacía que hasta los cactus parecieran doblarse a su paso. Pero Isabella no era una flor delicada. Había crecido entre caballos salvajes y revólveres, aprendiendo a disparar antes que abordar.
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El problema era que don Esteban había prometido su mano a don Ramiro Valdés, un rico comerciante de Hermosillo, gordo como un cerdo cebado y con la reputación de haber enterrado a tres esposas en menos de 10 años. Es por el bien del rancho”, decía el viejo. Pero Isabella sentía que su corazón se encogía como cuero mojado al sol cada vez que pensaba en esa boda.
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Una tarde de mayo, cuando el calor hacía que el aire temblara, llegó al rancho un hombre que cambiaría todo. Se llamaba Lucas el lobo M Kena, un vaquero texano de ojos azules como el cielo antes de la tormenta y un cuerpo forjado en las praderas duras de Chihuahua. Venía huyendo de la ley de Arizona, donde lo acusaban de haber matado a un serif corrupto en defensa propia.
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Su caballo, un Mustango negro llamado Sombra, cojeaba por una herida de bala. Necesito trabajo y un lugar donde esconderme”, dijo Lucas al capataz, un viejo Jacki llamado Chencho. Chencho lo miró de arriba a abajo. El vaquero llevaba un sombrero Stetson gastado, un chaleco de cuero con una estrella de la tono oculta, la marca de un ranger caído y dos Col.
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45 que parecían extensiones de sus manos. Aquí no contratamos forajidos, respondió Chencho. Pero don Esteban, que observaba desde el porche, intervino. Si puede domar al potro que nadie ha montado en 3 años, se queda. era un semental negro con ojos rojos, famoso por haber matado a dos peones. Lucas sonrió con esa media sonrisa que hacía que las mujeres suspiraran y los hombres apretaran los puños.
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Trato hecho. Esa noche, bajo la luz de las antorchas, Lucas entró al corral. relinchó y se encabritó, pero el vaquero no retrocedió. Con movimientos suaves, como si hablara con el alma del animal, logró ponerle la montura. El potro lo lanzó tres veces al suelo, pero en la cuarta Lucas se mantuvo encima.
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Cabalgaron juntos hasta que exhausto, bajó la cabeza en señal de rendición. Isabella observaba desde la ventana de su habitación el corazón latiéndole fuerte. Nunca había visto a un hombre moverse con tanta fuerza y calma a la vez. Al día siguiente, Lucas empezó a trabajar. Domaba caballos, reparaba cercas y cuando los bandidos de Pancho el cruel atacaron el rancho, fue él quien lideró la defensa.
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Con una bala en el hombro, abatió a cinco hombres antes de que los demás huyeran. Ese hombre es el con botas”, murmuró don Esteban, pero en sus ojos había respeto. Isabella, que ayudaba en la enfermería improvisada, curó la herida de Lucas. Sus manos temblaban al tocar la piel bronceada del vaquero marcada por cicatrices de batallas pasadas.
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“¿Por qué arriesgas tu vida por extraños?”, preguntó ella. Porque algunos valen la pena”, respondió él mirándola fijamente. Esa noche, mientras la luna bañaba el rancho en plata, Isabella no pudo dormir. Salió al corral, donde Lucas fumaba un cigarro sentado en un tronco. “No deberías estar aquí, señorita”, dijo él sin mirarla.
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“No soy una señorita cualquiera”, respondió ella. “Mi padre me enseñó a disparar, a montar y a no temerle al viento.” Lucas rió. un sonido grave que hizo que algo se encendiera en el pecho de Isabella. Entonces eres peligrosa, más de lo que crees. Durante semanas trabajaron juntos. Lucas enseñó a Isabella trucos para domar potros usando susurros en lugar de látigos.
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Ella le mostró los secretos del desierto, como encontrar agua bajo la arena, como leer las estrellas para guiarse. Pero entre ellos crecía algo más fuerte que el viento del norte. Una noche, después de que un incendio provocado por los hombres de Pancho el cruel destruyera el granero, Lucas e Isabella trabajaron hasta el amanecer reconstruyéndolo.
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Exhaustos, se sentaron bajo un mesquite. “Cuando me case con Baldes, todo esto terminará”, dijo Isabella. No tienes que casarte con él. ¿Y qué otra opción tengo? Mi padre. Tu padre no te posee. Eres dueña de tu vida. Isabella lo miró con los ojos llenos de lágrimas. Se acercó y apoyó la frente en su hombro. Lucas la sostuvo con ternura.
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A veces el corazón tiene más valor que las armas, susurró él. Un disparo rompió el silencio. Chencho corría hacia ellos. Los hombres de Valdés vienen por la niña. Don Ramiro, celoso de los rumores sobre el vaquero, había contratado a una banda para secuestrar a Isabella. Lucas cargó su rifle. Isabella, ve con Chencho a las cuevas.
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No, lucharé contigo. No hay tiempo para discutir. La tomó por los hombros y la miró a los ojos. Vuelve viva. Ella asintió. La batalla fue feroz. Los pistoleros, 20 en total, rodearon el rancho. Lucas, con solo cinco vaqueros leales, usó tácticas aprendidas en la guerra contra los apaches. Isabella desde las cuevas disparaba con un Winchester que su padre le había regalado en su 15to cumpleaños.
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Cuando el sol salió, el suelo estaba cubierto de cuerpos. Lucas, herido en la pierna, cojeaba hacia el corral donde Isabella lo esperaba. Ella corrió a sus brazos sin importar la sangre ni el polvo. Se acabó, dijo él. No, apenas comienza. Don Esteban se acercó. Hija, el vaquero salvó el rancho. Y a ti, Isabella tomó la mano de Lucas.
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Padre, elijo mi propio camino. La boda fue sencilla en la capilla del rancho con Chencho como padrino y los vaqueros como testigos. Isabella llevaba un vestido blanco que su madre había usado 30 años antes. Lucas, con su mejor camisa, parecía más nervioso que en ninguna batalla. Esa noche la cabaña que don Esteban les dio estaba al borde del rancho con vistas al desierto.
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Había una chimenea encendida y el aroma del mesquite llenaba el aire. Isabella, temblorosa, se acercó a Lucas. “No sé cómo será esto”, dijo ella con voz baja. Lucas tomó sus manos. El amor no se aprende, se siente. Y así bajo la luna se abrazaron con la sinceridad de quienes han sobrevivido al fuego y a la pérdida.
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No hubo prisa, solo silencio, respiraciones y promesas. A la mañana siguiente, el sol los encontró dormidos, entrelazados, como si el mundo no existiera fuera de aquella cabaña. Durante los meses siguientes, el rancho prosperó. Lucas se convirtió en el nuevo capataz e Isabella trabajó a su lado. Implementaron nuevas ideas, pozos más profundos, razas de ganado resistentes y un sistema de riego inspirado en los antiguosquis.
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Pero la paz nunca dura en el viejo oeste. Un mensajero llegó al galope. Don Ramiro Valdés está muerto. Y dejó una carta diciendo que Lucas Macana lo mató. Era una acusación falsa, pero suficiente para que el ejército mexicano enviara tropas. El coronel García, un hombre ambicioso, quería el rancho para sí mismo.
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“Tienen 24 horas para entregar al asesino”, dijo el coronel. Don Esteban reunió a sus hombres. “Lucharemos.” Pero Isabel ya tenía otro plan. Lucas no lo mató. Yo lo hice. Todos se volvieron hacia ella. Esa noche, cuando los pistoleros atacaron, uno de ellos era el cocinero de Baldes. Me reconoció y planeaba entregarme. Lo envenené con hierbas que Chencho cultiva para las fiebres.
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Lucas la miró, una mezcla de horror y admiración. ¿Por qué no me dijiste? Porque sabía que intentarías detenerme. El enfrentamiento final ocurrió al amanecer. El ejército rodeó el rancho, pero Lucas había preparado trampas. La batalla duró 3 horas. Cuando el polvo se asentó, el coronel García estaba muerto y sus hombres huían.
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Pero Lucas tenía una bala en el pecho. Isabella lo encontró apoyado contra un mesquite. No soyó ella presionando la herida. Escucha, dijo el débil. Hay un pasaje en las cuevas. Lleva a Arizona. Chencho te guiará. No te dejaré. Tienes que vivir por nosotros, por tocó su vientre, el futuro. Isabella comprendió entonces que esperaba un hijo.
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Lucas murió al atardecer con la cabeza en su regazo. Ella cantó una canción Jacki mientras las lágrimas caían sobre su rostro. Tres días después, Isabella cruzó la frontera con Chencho y un puñado de vaqueros leales. Fundaron un nuevo rancho, el lobo. Años después, los viajeros contaban historias de una mujer legendaria que domaba potros salvajes y disparaba mejor que cualquier hombre.
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Decían que en las noches de luna llena se la veía en las colinas hablando con un vaquero fantasma. Y en la cabaña principal, sobre la chimenea, colgaba un retrato Lucas e Isabella en su boda, con los ojos llenos de promesas que ni la muerte pudo romper. Porque en el viejo oeste el amor no muere con el cuerpo.
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Vive en la tierra, en los caballos y en los hijos que llevan la sangre de los valientes. Isabella nunca volvió a casarse, pero cada año, en el aniversario de aquella noche dejaba una rosa roja en la tumba de Lucas en las cuevas de Sonora y susurraba al viento. Eres demasiado grande tu amor y lo tomaría mil veces más.