El terrateniente arrojaba a las mujeres embarazadas a los cocodrilos y Pancho Villa tomó una sangrienta venganza.

 

El sol ardía sobre la tierra reseca del norte de México, donde los días transcurrían entre el polvo y el miedo. En ese paraje dominado por la crueldad, Clodobio Salcedo reinaba como dueño absoluto de la hacienda y de las almas que en ella trabajaban. Su ley era simple y despiadada: en sus tierras solo nacía quien él permitía. La gente vivía sometida, las mujeres temblaban al sentir crecer sus vientres, y los hombres bajaban la cabeza para no llamar la atención del patrón.

Entre los peones, Jackson destacaba por su firmeza y respeto. Forjado por el desierto, era alto y curtido, con manos capaces de domar potros salvajes y ojos que leían el cielo mejor que cualquier almanaque. Esperanza, su esposa, era la luz de sus días: una joven de diecinueve años, noble y risueña, que llevaba en su vientre el primer hijo de ambos. Para ellos, aquel embarazo era una promesa de alegría en medio de tanta miseria. Pero para Clodobio Salcedo, representaba una afrenta a su autoridad y una boca más en el rebaño.

 

La noticia del embarazo llegó a oídos del patrón como el zumbido de una mosca. Mandó llamar a Jackson a la casa grande, y el vaquero volvió con la espalda marcada por el chicote y una orden que pesaba más que la golpiza: ese niño no iba a nacer en sus tierras. Jackson, destrozado, intentó ocultar la verdad a Esperanza, pero el dolor en su mirada lo delató. Ella, aferrada a la fe, creyó que el corazón de un hombre podía ablandarse ante la vida. Qué error tan grande.

Esa misma tarde, la desgracia llegó a caballo. Clodobio Salcedo, acompañado de tres rurales, irrumpió en el jacal y arrancó a Esperanza de los brazos de su marido, que apenas podía mantenerse en pie. La llevaron a la orilla del río Bravo, mientras el cielo se teñía de rojo sangre y el agua oscura corría lenta, acechada por ojos de cocodrilo. Esperanza, de rodillas en el lodo, suplicó por la vida de su hijo, invocando a la Virgen y a todos los santos. Pero el patrón la miró como a una hierba mala. “Esta tierra es mía y en ella no se cría peste”, sentenció con voz helada. Los rurales la arrojaron al agua, y los cocodrilos, como demonios hambrientos, la devoraron en segundos. El silencio volvió a adueñarse de la ribera.

La noticia de aquella cobardía corrió como pólvora. El miedo se apoderó de la hacienda: las mujeres dejaron de cantar, los hombres trabajaban con la cabeza gacha y los niños dejaron de reír. Jackson, consumido por el dolor, se convirtió en una estatua junto al río, esperando que el agua devolviera lo robado. No comía, no hablaba, solo tenía sed de justicia.

Entre los peones, Ligerito, un vaquero viejo y encorvado por los años, no pudo soportar la amargura. Había visto mucha maldad, pero lo de Esperanza era una afrenta a la ley de Dios. Su propia hija esperaba criatura, y el miedo era grande. Pero la conciencia era más fuerte. Una noche, Ligerito tomó una decisión: buscaría justicia donde los hombres de corbata no llegaban, en la ley del general Francisco Villa.

El viaje fue un castigo. El desierto no perdona, y los pies de Ligerito pronto sangraron entre piedras y espinas. Caminó días guiado por las estrellas y la esperanza, preguntando en cada jacal por el paradero del general. Tras semanas de penurias, llegó al campamento de Villa, donde contó la historia de Esperanza y Jackson. El silencio cayó sobre los revolucionarios, y Villa, con la furia helada en los ojos, dictó sentencia: “Escoge doce de los nuestros, los mejores. Vamos a hacer una visita”.

 

La partida de los dorados fue silenciosa y mortal. Guiados por Urbina, conocedor de la hacienda, se movieron como fantasmas. Al llegar, eliminaron a los rurales y los perros guardianes sin un solo tiro. Entraron a la casa grande por la cocina, subieron las escaleras y encontraron a Clodobio Salcedo roncando en su cama. Villa lo despertó, y el patrón, reducido a un montón de carne temblorosa, fue arrastrado al patio.

La gente de la hacienda fue reunida en el patio, formando un círculo de testigos. Jackson, convertido en un espectro, fue llevado frente al patrón. Villa habló: “Un dueño de tierra cuida a su gente, no se la come. Este hombre es el traganiños del río Bravo”. Ligerito contó la historia ante todos, y el silencio se rompió con gritos de acusaciones: tierras robadas, niños muertos, marcas de capataz. La represa del miedo se quebró.

Villa dictó la pena: al amanecer, Salcedo sería llevado a la orilla del río, donde tendría la oportunidad de pedir perdón, no al general, sino al río y a los animales que viven en él. Al alba, la gente se reunió en la ribera, el mismo lugar donde Esperanza había sido sacrificada. Los dorados amarraron trozos de carne fresca al cuerpo del patrón, convirtiéndolo en carnada humana. El olor atrajo a los cocodrilos, que flotaban expectantes.

Villa se dirigió a Jackson: “¿Le quitó la oportunidad de ver la cara de su hijo? Es justo que usted le dé el último empujón”. Jackson, con lágrimas en los ojos, susurró: “No puedo ser como él. Mi Esperanza no querría que yo fuera un asesino”. Villa, con respeto en la mirada, tomó el lugar de Jackson y empujó a Salcedo al agua turbia.

El infierno se desató. Los cocodrilos atacaron al patrón, y el río se tiñó de rojo. Los gritos se ahogaron en gorgoteos, y el silencio volvió. Nadie desvió la mirada; era justo. El traganiños fue devorado por su propia crueldad.

 

El sol se alzó sobre la hacienda, y el río guardó su secreto. Villa declaró: “Esta tierra ya no tiene dueño. Lo que era del hacendado ahora es de quien la trabaja”. El ganado, la siembra, la casa grande: todo fue repartido entre la gente, que por fin pudo vivir sin miedo.

Jackson, aunque nunca volvió a casarse, se convirtió en uno de los rancheros más respetados de la región, viviendo con dignidad y honrando la memoria de Esperanza y el hijo que el desierto le quitó. La hacienda prosperó como nunca, y la justicia poética quedó grabada en la memoria de todos.

Así termina la historia del río Bravo, donde la ley del desierto se impuso sobre la crueldad, y la esperanza encontró su lugar en medio de la oscuridad.