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El hijo de mi mejor amiga se levantó, tomó mi plato entre sus manos, y en ese gesto sencillo sentí el roce leve de sus dedos contra los míos. Fue apenas un instante, pero suficiente para que algo, muy dentro de mí, se estremeciera. Al levantar la vista, noté que su mirada ya no era la de un muchacho distraído; había en ella una chispa nueva, un fuego que me desconcertó y a la vez, me atrajo como si me llamara por dentro.
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Me reí apenas, tratando de esconder el temblor que me subía por la garganta. No te preocupes, yo levanto la mesa, dije buscando refugio en la rutina. Él sonrió, con esa seguridad que solo tienen los que saben el efecto que causan, y replicó mirando a su madre y luego a mí: ¿Cómo va a hacer eso? C
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reo que ustedes ya han hecho bastante. Es justo que sea yo quien levante la mesa… aunque, claro, añadió, ladeando la cabeza con una picardía casi imperceptible—, no me molestaría si tú me ayudaras. Todavía necesito instrucción para no romper los platos. No supe si reírme o ponerme seria. Me levanté, tomé los vasos con cuidado, y esperé a que él avanzara.
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Pero él, con sus ojos claros que parecían jugar a la tentación, levantó las cejas y dijo con una voz apenas grave: las damas primero. Ay no tú… le dije entre una sonrisa nerviosa, y caminé frente a él. El vestido rojo que había elegido esa tarde rozaba mis tobillos, pero tenía una abertura discreta que dejaba asomar mi pierna al ritmo de mis pasos. Sentí su mirada recorrerme, y una corriente eléctrica me atravesó desde la nuca hasta la punta de los dedos.
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La tela suave se movía con un leve murmullo, y el roce del piso bajo mis tacones sonaba más fuerte de lo normal, como si el silencio de la casa amplificara cada paso mío. Al llegar a la cocina, dejé los vasos en la pila y abrí la llave del agua. El sonido del chorro cayendo sobre los platos me pareció casi un alivio, un intento de disipar el aire denso que se había formado entre nosotros. Pero entonces lo sentí detrás de mí.
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Su respiración rozó mi nuca, tibia, tan cerca que me hizo cerrar los ojos un segundo. Bueno… dijo él, con esa voz que parecía un susurro, creo que voy a lavarlos. ¿Qué tal si me echas una mano? Yo los enjabono y tú los enjuagas… así no dejamos esto para mañana. Sus palabras flotaron en el aire, mezclándose con el aroma del jabón de coco y el eco de los platos que tintineaban al chocar suavemente entre sí.
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Quise responder, pero no pude, porque algo en mi pecho se agitó con fuerza, y lo único que pude hacer fue fingir que buscaba una toalla. Entonces, desde el comedor, se escuchó la voz de mi amiga, firme, como una campanada que rompió el hechizo: ¡Oye hijo! No le quites más el tiempo, recuerda que ella tiene que irse a su casa… y la hora ya está avanzada.
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Él se apartó un poco, y el aire volvió a entrar en mis pulmones. Tomé una copa que había quedado sobre la encimera y fingí secarla, aunque mis manos temblaban. No dije nada, solo miré el reflejo del agua que goteaba en el fregadero, y pensé que algunas cosas, cuando están a punto de suceder, suenan igual que ese goteo: constantes e inevitables… y peligrosamente dulces.
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Me sequé las manos con el trapo colgado del horno, y al girarme lo encontré aún allí, apoyado contra la puerta, mirándome con esa calma inquietante que solo tienen los que no temen descubrir lo prohibido. El HIJO de mi MERJOR AMIGA no dejó de mirarme. Yo tragué saliva y sin mirarlo demasiado, dije: ya es tarde, creo que debo irme antes de que empiece a llover.
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Él sonrió apenas, y señaló con la barbilla hacia la ventana. Parece que el cielo no quiere que te vayas todavía. Afuera, las primeras gotas golpeaban las hojas del limonero del patio. Me reí con suavidad, pero en el fondo algo me decía que esas palabras tenían más peso del que mostraban. Busqué mi bolso sobre la silla y al hacerlo, rocé con el codo una copa que rodó hasta el borde de la mesa.
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Él la atrapó a tiempo, y nuestros dedos volvieron a encontrarse. El cristal tembló entre nuestras manos, y en ese breve contacto, sentí una descarga que me obligó a apartarme con rapidez. Gracias, murmuré evitando su mirada. No hay de qué, respondió él, sin dejar de observarme. Aunque… parece que últimamente tengo que atraparte más de una vez.
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No supe si lo dijo como un juego o como una advertencia, pero mi corazón respondió antes que mi mente. El sonido del trueno que retumbó a lo lejos me dio la excusa perfecta para romper el momento. Voy a despedirme de tu madre, dije, caminando hacia el comedor. Mi amiga seguía sentada, sin imaginar el incendio invisible que acababa de encenderse en su cocina.
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Me abrazó con el mismo cariño de siempre, mientras él, detrás de mí, fingía revisar su teléfono. Cuídate, y no llegues muy tarde —me dijo ella—. Ya sabes cómo se pone la carretera con la lluvia. Asentí y salí al corredor, caminé hacia la puerta principal, pero antes de abrirla, lo sentí nuevamente detrás. No sé cómo se movió tan silencioso, pero su voz llegó a mí como un susurro que se clava sin permiso.
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¿De verdad quieres irte así? —me preguntó. Volteé lentamente, y su rostro estaba a medias con la luz amarillenta del pasillo, los ojos más oscuros que nunca, y esa media sonrisa que no era ni de niño ni de hombre. No sé a qué te refieres —respondí, aunque mi respiración ya me delataba. Él se acercó un paso más, y afuera, la lluvia comenzó a golpear con fuerza los tejados.
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Cada gota sonaba como un tambor lejano que marcaba el ritmo de una tentación. A veces uno no elige cuándo quedarse —dijo—. A veces, simplemente… no se puede ir. Lo miré, intentando conservar un resto de cordura, pero sus palabras me atravesaron con la precisión de un secreto que uno no quiere admitir.
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Detrás de él, la lámpara del corredor parpadeó dos veces, como si la casa misma dudara de lo que estaba viendo. Ya déjate de cosas, y que tengas una feliz noche, dije por fin, aunque la voz me salió casi en un susurro. Abrí la puerta, y sentí como el viento me azotó el rostro, y la lluvia comenzó a empaparme el vestido, convirtiéndose como en una segunda piel.
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Caminé hasta el coche sin mirar atrás, pero antes de subir, no pude evitarlo: volví la vista hacia la casa. Él seguía en el umbral, quieto, con las manos en los bolsillos y la mirada fija en mí, como si quisiera grabar aquel instante en algún rincón secreto de su memoria. Y mientras el motor arrancaba, comprendí algo había despertado en mí.
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De repente escuché tres golpecitos suaves en la ventana. Giré la cabeza, y entre la cortina líquida que se deslizaba por el cristal, logré distinguir su figura: el hijo de mi amiga, empapado, con la chaqueta de piel cubriéndole la cabeza. Su silueta se veía recortada contra la luz de la casa, como si la noche entera lo empujara hacia mí.
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Mi madre dice que no te vayas todavía, dijo, levantando la voz sobre el sonido de la lluvia. Espera un momento a que se calme un poco. Yo fingí no escuchar, e hice un gesto con la mano, como quien agradece y se despide, tratando de poner una distancia que ya sentía quebrarse por dentro. Pero él insistió: rodeó el coche, vino hasta el lado del copiloto, y antes de que yo pudiera reaccionar, golpeó el vidrio con los nudillos. Ábreme, dijo, y lo hice.
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La lluvia seguía cayendo con una fuerza que hacía vibrar el parabrisas del coche. Los relámpagos dibujaban por segundos los contornos de la calle empapada, y el sonido del agua golpeando el techo era como un murmullo constante, una voz que no dejaba pensar con claridad. Me había quedado allí, con las manos sobre el volante, tratando de calmar el temblor que aún me recorría desde el cuello hasta las rodillas. Él entró rápido, cerrando la puerta tras de sí.
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El olor de la lluvia y del cuero mojado llenó el interior del coche. Se sacudió el cabello, y por un instante, el silencio entre nosotros fue más fuerte que la tormenta afuera. Dice mi madre que no te vayas todavía, repitió, mirándome con una mezcla de timidez y decisión. Está en la puerta esperándote… ¿por qué no te quedas mejor aquí? Mañana te vas, cuando amanezca.
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Sonreí con nerviosismo, buscando alguna excusa, pero entonces añadió, con un tono que me heló la sangre y me encendió el alma al mismo tiempo: Creo que sería algo maravilloso, porque desde que tengo uso de razón, siempre quise tener esta conversación contigo. Lo miré desconcertada, intentando leerle el rostro.
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¿De qué estás hablando?, pregunté, aunque temía la respuesta. Él respiró hondo, y sus ojos se iluminaron con el reflejo de un relámpago que cruzó el cielo. ¿De qué más va a ser?, dijo con la voz temblorosa, pero firme—. Te hablo de lo que hay en mi corazón. De esto que siento desde hace años y que nunca tuve el valor de decirte.
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Antes de irme a estudiar a la ciudad, quise hacerlo, pero no me atreví. Y ya van cinco años desde entonces. Hoy, al volver, juré que lo primero que haría sería buscarte. Pero ya ves… no hizo falta, mi madre, sin saberlo, te trajo hasta mí. Mis manos comenzaron a sudar, e intenté reír, aunque el aire dentro del coche se había vuelto pesado, casi irrespirable. No entiendo de qué estás hablando, mentí.
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Él se inclinó hacia mí, con una ternura peligrosa. No me hagas decirlo de otra manera —susurró—. Tú sabes lo que siento, y también sabes que lo que yo llevo aquí —se tocó el pecho— tú también lo sientes, no lo niegues. El sonido de la lluvia se volvió ensordecedor. Los vidrios estaban empañados, y el mundo afuera parecía haberse borrado.
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En esa burbuja de vapor y electricidad, me tomó suavemente de la barbilla. Su mano era cálida, firme, y sus ojos buscaban los míos con una sinceridad que dolía. Su rostro se acercó, y por un segundo sentí el impulso de no apartarme, de dejar que todo lo que había callado tanto tiempo se dijera sin palabras. Pero algo dentro de mí se rebeló, y lo empujé con suavidad, lo justo para romper el hechizo. No, dije apenas, esto no está bien.
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Él me miró con una tristeza que me desarmó, como si de pronto comprendiera que había llegado demasiado tarde, o demasiado pronto. Sin pensarlo más, abrí la puerta y salí del coche. La lluvia me recibió de golpe, fría e implacable. Caminé rápido por el empedrado, sintiendo el agua correr por mis brazos y el vestido rojo pegándose a mi piel.
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Detrás de mí, escuché que él me llamaba, pero no quise volverme. No era solo la lluvia lo que me hacía temblar… era el eco de sus palabras, el fuego que me había dejado en el pecho, y la certeza de que había escapado de algo que también yo había esperado —aunque nunca me lo hubiera permitido admitir. Mi mejor amiga me esperaba en la puerta, cubierta con una manta de lana que apenas le resguardaba del viento.
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La luz amarillenta del corredor iluminaba su rostro, y detrás de mí venía su hijo, corriendo bajo la lluvia con el cabello pegado a la frente. Las gotas caían con un sonido espeso sobre el empedrado, y el olor a tierra mojada se mezclaba con el de las buganvilias que colgaban, rendidas, en el muro del jardín. Ay mujer, sería mejor que te quedaras aquí y mañana te vas tempranito —me dijo, con ese tono maternal que usaba siempre cuando me veía indecisa.
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Su hijo llegó justo detrás, respirando agitado. Pues eso mismo le dije yo, pero parece que no quiere —dijo, con una media sonrisa que evitó mirar demasiado tiempo en mi dirección. No es que no quiera —respondí, intentando sonar convincente—. Tú sabes que me encanta quedarme aquí. Pero tengo una gatita pequeñita en casa, y n
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o le dejé comida. Además, la dejé en el corredor, y ya ves cómo está lloviendo… no podría dormir tranquila sabiendo que la pobre está allá afuera. Mi amiga suspiró, cruzando los brazos. Ay mujer, pero como va hacer eso, esa gata no se va a morir por una noche. Pero si te vas, y con este aguacero, capaz y terminas varada. Entonces lo miró a él con una idea que se dibujó en su rostro antes de pronunciarla: Oye hijo… ¿y no podrías acompañarla?, llévala en mi auto y mañana vamos y te dejamos el tuyo, me dijo a mí.
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Él se enderezó un poco, y sin pensarlo respondió: Con mucho gusto mamá, me parece muy bien. Así sabemos que llegará segura, porque con esta lluvia, una llanta pinchada sería una tragedia. Sus palabras tenían la cortesía justa, pero su tono arrastraba algo más profundo, algo que solo yo parecía percibir. Lo miré, intentando encontrar una salida entre la lluvia, las luces y la culpa que empezaba a morderme el alma.
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No supe qué responder, y sentí que por más que quería escapar de todo aquello, cada movimiento que daba me enredaba más, como si el destino tejiera con paciencia una red invisible a mi alrededor. Mientras mi amiga buscaba las llaves del auto, pensé en silencio: “Bueno, quizás esto es algo que también yo esperé sin querer admitirlo.
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Y ahora que él ya no es un muchacho, sino un hombre hecho y derecho, puede que la vida me esté ofreciendo una segunda oportunidad… una chispa que no encendí, pero que no puedo negar.” Pero la realidad me golpeó al instante, era el hijo de mi mejor amiga. Sacudí la cabeza, intentando disipar aquella idea, y antes de poder arrepentirme, acepté su compañía.
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Apenas el auto arrancó, el ruido del motor se mezcló con el golpeteo insistente de la lluvia en el parabrisas. Él mantenía la vista al frente, las manos firmes en el volante, y el reflejo de las luces de la calle se deslizaba por su rostro, dándole un aire de melancolía. No podía más, y lo miré y le hablé con voz serena, pero firme: Creo que nada de lo que tú has planeado en tu mente puede ser posible.
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Él no respondió, solo me miró un segundo, con esa mirada que parecía buscar algo que ya sabía perdido. Soy una mujer que casi te dobla la edad, además, soy la mejor amiga de tu madre, y te quiero como a un hijo. Recuerda que yo te vi crecer, que te tuve en mis brazos cuando todavía creías que el mundo cabía en una pelota de trapo. Suspiré y bajé la voz, si de verdad sientes algo por mí, vas a tener que olvidarte de todo eso.
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Eres un joven que apenas empieza a vivir, y no seré yo quien te corte las alas. Si tu madre llegara a enterarse de algo así, sería como destruirte. Ella siempre ha querido lo mejor para ti, y yo no voy a convertirme en la razón de su tristeza. Él seguía manejando, en silencio, con la mirada fija en el camino. Las luces de los faroles se reflejaban en sus ojos, y por un momento tuve la sensación de que estaba conteniendo el llanto.
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Esto que sientes se te pasará, todo lo que arde demasiado, termina por apagarse. Pero si de verdad me quieres como dices, respétame, y no vuelvas a hablarme nunca más de esto. Yo haré como que nunca escuché nada, y seguiré viniendo a esta casa como antes. El silencio que siguió fue largo, apenas interrumpido por el ruido de los limpiaparabrisas y el rugido lejano del trueno.
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Al cabo de un momento, él habló, con voz baja y temblorosa: te entiendo… y está bien, claro acepto tu decisión. Se detuvo en un semáforo y añadió, mirando las gotas que resbalaban por el vidrio: No es malo que alguien se enamore. Pero ojalá ese amor siempre traiga paz, y no tormenta, porque si no… deja de ser amor.
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Y entonces sonrió con tristeza, como si supiera que acababa de despedirse de algo que nunca llegó a nacer.