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¿Y por qué me huyes? —me dijo mi hijastro, con esa voz juvenil, pero que ya sabía jugar con la insinuación—. ¿Acaso soy tan feo como para que me tengas miedo? Yo fingí ordenar los platos en el estante para no mirarlo directamente. No era su presencia la que me perturbaba, sino el modo en que sus ojos, oscuros y llenos de algo que no debía tener nombre, se posaban sobre mí.
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Había en ellos un brillo eléctrico que me recorría entera, desde la nuca hasta los dedos, y me hacía buscar cualquier pretexto para distraerme. Sabes —continuó él, avanzando unos pasos—, admiro a mi padre. Tiene una habilidad que cualquiera quisiera tener. Porque enamorar a una mujer como tú, y traerla a vivir con él, eso… eso sí que es asombroso.
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Déjame decirte que tú eres una mujer muy bonita, y encantadora. Cualquiera puede verte de cualquier ángulo y no encontrar desperfecto alguno. Eres divina mujer… Qué dicha la de mi padre —hizo una pausa y sonrió con un dejo de tristeza—, a veces hasta envidia me da. Me quedé inmóvil, con una cuchara de madera entre los dedos.
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Sentí el calor subir por mis mejillas, y para no dejar que se notara, me forcé a reír suavemente. Ay tú tan exagerado —dije sin atreverme a mirarlo—. Yo no tengo nada distinto que las otras mujeres. Soy igual que todas, tu padre, aparte de ser atrevido y conquistador, como tú dices… para mí es un ángel. Es tan maravilloso que no lo pensé dos veces cuando me propuso vivir con él.
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El sonido de la cafetera terminó de romper el silencio. El vapor se levantó en una columna blanca que parecía disolverse entre nuestras palabras. Mi hijastro río con un tono más coqueto, y acercándose a la mesa preguntó: ¿Y será que yo me parezco a mi padre? Digo… quizá haya algo en mí que tú puedas comparar con él. Tragué saliva, porque sus palabras no eran tan inocentes como su sonrisa.
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Había una coquetería que flotaba en el aire, una tensión que parecía volver el aire más denso. Me atreví a levantar la vista y lo miré fijamente. Pues… me parece que tú eres la versión más actualizada de tu padre —le dije, intentando sonar tranquila—. Físicamente eres igualito, claro… con veinte años menos. Entonces lo que me hace falta —dijo, ladeando la cabeza— es ser maravilloso y más atrevido… para caerte bien.
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El silencio que siguió fue tan pesado que podía oírse el zumbido del ventilador y el roce del viento en las hojas del patio. Mis manos temblaban sobre la mesa, y justo cuando iba a responder, se oyó el crujido de la puerta principal. Mi marido entró a la cocina, el chirrido de sus zapatos sobre el piso de cerámica me devolvió a la realidad como un golpe seco.
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Mi hijastro se enderezó con naturalidad, tomó una taza y sirvió café como si nada hubiera pasado. Yo, en cambio, sentí que el alma se me había detenido un instante antes, suspendida entre el pecado y la cordura. Y mientras el vapor subía de la taza, comprendí que el silencio —a veces— puede ser más peligroso que cualquier palabra. Buenos días hijo —dijo mi marido al entrar, con esa voz grave que arrastraba aún el cansancio del sueño.
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Se acercó hasta donde yo estaba, con el aroma pasta dental en su aliento, y me dio un beso leve en la mejilla. Mi hijastro levantó la vista desde la taza que tenía entre las manos y sonrió con una chispa maliciosa. Oye papá, se nota que eres de la generación pasada —dijo apoyando el codo sobre la mesa—. ¿Cómo es eso de saludar a tu mujer con un beso en la mejilla? Eso lo hace un padre con su hija, no un marido con su esposa.
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El silencio que siguió fue más largo de lo que debía. Yo sentí que las mejillas se me encendían como si el vapor del café se me hubiera subido al rostro, pero no dije nada. Preferí ocuparme en alinear las cucharas y fingir que buscaba algo dentro del cajón. Es por respeto hijo —respondió mi marido, intentando restarle importancia.
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¿Respeto? —replicó él, sin apartar la mirada de mí. Como si yo no fuera ya un hombre papá, yo ya entiendo muy bien la vida, y las vueltas que da. Mi corazón dio un vuelco, había algo en su tono, una frontera que cruzaba sin pedir permiso, una afirmación que más que a su padre, parecía dirigida a mí. Bueno, siéntate que voy a servir el desayuno —dije yo, intentando sofocar el aire espeso que comenzaba a invadir la cocina—.
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Y dime hijo, ¿cómo van los trámites de tus exámenes en la universidad? Pues papá, van bien encaminados —respondió él mientras cortaba el pan—. Solo que me gustaría que tú me acompañaras, porque es necesario que esté presente un familiar. Ah, allí sí te voy a quedar mal hijo —dijo mi marido, secándose las manos con la servilleta—. Tengo una audiencia hoy, y tú sabes que eso no se puede dejar para otro día.
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Son estas las cosas que debes comprender, porque también vas ya para un abogado. Mi hijastro bajó la mirada unos segundos, pero enseguida la levantó hacia mí con un destello que me desarmó. Entiendo papá. Entonces… ¿dejarías que tu mujer me acompañe? —preguntó, alargando las palabras con una tranquilidad ensayada—. De todas maneras, pues ya es como mi madre también.
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Su voz tenía un tono doble: uno para el oído de su padre, y otro, más bajo, más oscuro, solo para mí. Mi marido bostezó, se estiró los brazos, y luego me miró con ternura. ¿Tú irías cariño? Yo respiré hondo antes de contestar, buscando que mi voz no delatara nada. Pues… si es importante, claro que sí, con gusto.
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Tú sabes que lo que sea por ayudarte con tus actividades. Además —añadí, con una sonrisa forzada—, es bueno que nos vayamos conociendo mejor. Si vamos a convivir toda una vida juntos, creo que por algún lado hay que empezar. Mi hijastro soltó una breve risa, como quien saborea una ironía que los demás no captan. Toda una vida, no, porque tarde o temprano yo me iré de aquí y los dejaré solos —dijo, y en esa frase había algo de promesa y de amenaza—.
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Pero sí me parece bien que sepamos un poco el uno del otro. Pásame el pan por favor —añadió, extendiendo la mano. Cuando yo le alcancé el canasto, sus dedos se detuvieron más tiempo del necesario sobre los míos. No fue un simple roce; fue una presión leve, apenas perceptible, pero suficiente para que el mundo entero se detuviera un instante.
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El zumbido del ventilador, el tintinear de los cubiertos, el canto lejano de un gallo: todo se volvió un murmullo distante. Yo bajé la cabeza, fingiendo buscar otra servilleta, y sentí el corazón latiéndome en la garganta. Me sentí incómoda, sí, pero también… algo dentro de mí despertó, una chispa que no sabía si era miedo o no sé.
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Mi marido, ajeno a todo, me acarició el cabello con ternura y dijo con orgullo: sabía que eras la elegida para mí. Porque eres especial, y te lo agradezco, de verdad, por acompañar a este muchacho. Aunque no sé cómo van a presentarse ante los amigos de mi hijo, porque apenas le llevas dos años.
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El silencio cayó de nuevo, nadie va a preguntar papá, de eso no te preocupes tú —respondió mi hijastro, sin apartar sus ojos de los míos. Afuera, una paloma se posó sobre la rendija de la ventana y batió las alas, como si quisiera advertirme de algo. Yo, en cambio, solo atiné a servir más café, con las manos temblorosas, mientras el aroma amargo se mezclaba con una sensación que ya no podía llamar inocente.
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El motor del auto rugió con suavidad, y el olor a gasolina recién encendida se mezcló con el perfume de ambos. Mi hijastro ajustaba el asiento con precisión, moviendo las palancas metálicas que crujían bajo su peso. Creo que hoy sí voy a dejar a todos asombrados —dijo, acomodando el espejo retrovisor para mirarme de reojo—.
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Tener que ser acompañado por tan bella dama, eso no pasa todos los días. Yo solté una pequeña risa nerviosa y fingí buscar algo dentro de mi bolso. Oye, hablando en serio —le dije—, ¿qué vas a decir en caso de que te pregunten quién soy? Pues… si no te molesta, diré que eres mi madre —respondió con una sonrisa burlona. ¿Tu madre? —reí suavemente, aunque sentí un nudo extraño en la garganta—.
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¿Quién te va a creer eso?, si más bien parezco tu hermana. Él me miró fijamente, y esa sonrisa suya se hizo más lenta, más atrevida. Bueno entonces diré que eres mi hermana —dijo—. O… si prefieres, puedo decir que eres mi pareja. A mí no me molestaría, al contrario me gusta la idea, qué dices. Sus palabras me atravesaron como una corriente tibia.
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Alcé la mirada, dispuesta a decirle algo, pero justo en ese momento vi por el espejo a mi marido salir corriendo de la casa. ¡Cariño!, gritó, dejaste tu teléfono. Bajé la ventanilla, y él se acercó para entregármelo. Sentí el aire de la mañana rozarme el cuello. Me besó despacio, y luego miró a su hijo con una media sonrisa. Bueno allí está —dijo con ironía—.
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Ya que así es como debo actuar, para dejar de ser de la época pasada. Yo sentí una punzada en el pecho. No supe por qué, pero el comentario me hice sentir incomoda más de lo que debía. Cariño te sonrojaste —me dijo él con voz tierna—, ¿Qué te pasa? Nada —contesté con una sonrisa temblorosa—. Es solo que me da un poco de vergüenza… pero no pasa más. Mi marido nos hizo un gesto de despedida y regresó a la casa.
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El auto arrancó, y durante unos segundos solo se oyó el sonido del motor mezclado con el roce del viento contra los cristales. Sin decir palabra, mi hijastro me tomó la mano. Su piel estaba tibia, firme y segura. Yo la retiré enseguida, intentando que no se notara el temblor en mis dedos. ¿Qué haces? —le pregunté. Nada —respondió sonriendo—. Solo quería saber qué tan suaves tienes las manos.
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Siente las mías —dijo extendiéndomela. Ay tú —repliqué intentando sonar seria—. Mejor pon atención al volante, ya ves que por descuidos como ese, la gente sufre accidentes. Mi voz sonó más frágil de lo que quería. Sentí la boca seca, y para disimular, me acomodé los tirantes del vestido rosa que llevaba.
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Él me miró de reojo, con esa calma de quien sabe exactamente lo que provoca. Te ves muy bien con el pelo recogido en ese chongo —dijo, sin apartar los ojos de la carretera—. Aunque también te ves radiante con el pelo suelto. Se detuvo un instante, y con una voz más baja, añadió: Podrías soltártelo para mí. No —le respondí enseguida—. Claro que no, no creo que sea conveniente.
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Respiré hondo antes de añadir, intentando recuperar el control de la conversación: Oye, yo quiero hacer las cosas bien. Me parece que tú vas por un camino distinto. Él sonrió sin responder, y su silencio fue más peligroso que cualquier palabra. Porque dentro de mí, algo —una parte que yo no reconocía— ya empezaba a ceder ante su juventud y su atrevimiento.
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Al llegar a la universidad, él bajó el vidrio del auto. Buenos días,—le dijo al portero—, ¿Sí me guardó el parqueo? El portero, un hombre de bigote canoso y mirada viva, le sonrió con complicidad. Claro que sí joven. Usted ya sabe… cariño con cariño se paga. Y muy agradecido por su ayuda del otro día.
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El hombre le señaló un espacio reservado, y mientras mi hijastro maniobraba el auto, yo sentí una extraña incomodidad al escuchar esa frase: “cariño con cariño se paga.” Él me miró de reojo y sonrió. Y yo, sin atreverme a decir nada, comprendí que esa mañana no solo estábamos entrando a una universidad… sino a un terreno donde el anhelo y el peligro se parecían demasiado.
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Nos bajamos del coche, y el encargado de guiar los vehículos, levantó las cejas con malicia al vernos. Usted sí que es tremendo joven —dijo, con una sonrisa coqueta. ¿Por qué? —preguntó mi hijastro, fingiendo sorpresa. Porque tiene una novia muy bonita —contestó él, dándome una mirada de reojo que me hizo apretar el bolso contra el pecho.
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Mi hijastro soltó una breve risa y sin decir nada, le puso un billete en la mano. Te lo encargo —dijo, y el otro asintió con complicidad, todavía sonriendo. Apenas habíamos cruzado el umbral del edificio cuando él me tomó desprevenida. Sentí su mano en mi cintura, y antes de poder entender lo que pasaba, sus labios ya estaban sobre los míos. Fue un segundo, o tal vez una eternidad.
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Sentí el mundo caérseme encima, la respiración atascada, los latidos en mis sienes golpeando como tambores lejanos. Y sin embargo, no hice nada, no me aparté. No sé si fue la sorpresa, la confusión, o ese vértigo dulce que da el peligro cuando roza lo que no debería. Cuando por fin quise reaccionar, él me susurró, con el aliento entrecortado: Perdona… es que ahí viene la que fue mi novia.
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Según ella, yo no iba a conseguir a nadie más. Yo lo miré atónita, incapaz de entender si lo que sentía era enojo o tristeza. Entonces vi pasar a tres chicas, con libros en la mano, y ojos que medían todo con crueldad adolescente. Una de ellas, la del cabello cobrizo, soltó una carcajada seca y dijo: Ya vieron, alguien anda con juguete nuevo. Ay de lo que le espera.
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Las otras rieron, y esas risas quedaron flotando en el aire como un veneno. Oye —le dije, con la voz temblorosa—, ¿no crees que te pasaste conmigo? La verdad es que ya no sé si quiero acompañarte. Lo que hiciste no fue correcto, ¿Te imaginas si un día esa chica me ve con tu padre? ¿Sabes lo que va a pensar de mí? O peor aún, ¿y si se lo dice a él? Porque si habló así… es porque todavía siente algo por ti.
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Él bajó la cabeza un momento, pero en sus labios aún jugaba una sonrisa rebelde. Perdóname —dijo al fin—, pero ya hablando en serio… no me digas que no te gustó tantito. No creo que sea yo un aprendiz —añadió, mirándome con descaro—. Y si lo soy, me gustaría que tú fueras mi tutora. Ay no tú —le respondí, con un suspiro que era mitad risa y mitad rabia—.
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Contigo no se puede, solo te pido una cosa: no vuelvas a hacer algo así. Porque te juro que me voy y te dejo aquí. Él guardó silencio, y su silencio pesó más que sus palabras. En ese instante se acercó un joven alto, de chaqueta azul y sonrisa franca. Oye —dijo mi hijastro—, ven, quiero presentarte a mi novia.
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El muchacho se volvió hacia mí y sonrió con cortesía, pero sus ojos se detuvieron más de lo necesario escaneándome, de pies a cabeza. Mucho gusto señorita —dijo, extendiéndome la mano. Mi hijastro colocó ambas manos sobre mis hombros y dijo con ligereza: Bueno, vamos entrando a ver qué nos dicen. Yo respiré hondo y aprovechando un instante, le pregunté: ¿Dónde están los baños por aquí? Vamos te acompaño —dijo enseguida, pero yo levanté la mano y lo detuve.
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No te preocupes, solo dime por dónde quedan, prefiero ir sola. Él me miró unos segundos, intentando descifrar algo en mi rostro. Luego señaló el pasillo de la izquierda. No fui al baño, caminé despacio por el pasillo vacío, y cada paso me pesaba como si estuviera caminando dentro de un sueño del que no sabía despertar.
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Pero ya no regrese, decidí irme, tomé un taxi y volví a casa. En el trayecto, el ruido del tráfico me parecía un castigo. Sentía aún el calor de aquel beso sobre la piel, como si me lo hubiera marcado el fuego. Esa misma tarde hablé con mi marido, y le conté todo. Cada palabra me dolía, pero no podía seguir con el silencio en la garganta.
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Él me escuchó sin interrumpirme, con los ojos turbios, y cuando terminé, se levantó sin decir nada. Al anochecer, le pidió a su hijo que se fuera de la casa. Y aunque fue lo correcto, siento un poco de culpa, porque mi marido apenas estaba empezando a compartir con su HIJO. Porque el muchacho vivió con su madre toda su vida, y apenas tenían dos meses de estar en casa.