El CJNG Extorsionó A Una Señora En El Mercado—No Sabían Que Era La Madre Del Fiscal

El CJNG Extorsionó A Una Señora En El Mercado—No Sabían Que Era La Madre Del Fiscal

A las 4:30 de la mañana, cuando la ciudad todavía bosteza entre sombras, Guadalupe Moreno ya está de pie en su pequeña cocina de la colonia El Saus, en Zapopan, Jalisco. Tiene 68 años, manos ásperas, rodillas que truenan cada vez que se agacha, y un delantal floreado que ya es casi parte de su piel. Pone el café de olla en la estufa y, mientras el agua empieza a hervir, revisa mentalmente el día que viene: naranjas de Veracruz, mangos de Nayarit, papaya de Colima, sandía de Sonora.

Lleva 35 años vendiendo fruta en el mercado municipal Benito Juárez, en el puesto 143 del pasillo central. Ahí se ganó su apodo de siempre: “Doña Lupita”. La señora que siempre regala una naranja extra al niño que viene con su mamá, la que escucha sin juzgar, la que nunca habla mal de nadie.

Viuda desde hace doce años, vive sola en una casita de dos cuartos. Su hijo único, Francisco, estudió Derecho con beca, se hizo abogado y, contra todas las probabilidades, llegó a ser Fiscal General del Estado de Jalisco. Pero casi nadie lo sabe. En el mercado, cuando le preguntan por él, ella solo responde:

—Mi hijo trabaja en el gobierno, en oficinas —y cambia de tema.

No presume. No alardea. Sabe que en un lugar como ese, con el CJNG respirando en cada esquina, hay cosas que es mejor callar. Sobre todo desde hace seis meses, cuando frente al edificio de la Fiscalía apareció una cabeza de cerdo con una nota: “Fiscal, sabemos dónde vive tu mamá. Deje de chingar o la levantamos”.

Desde esa noche, Francisco no volvió a dormir igual. Ordenó protección encubierta para su madre: cuatro agentes camuflados como comerciantes del mercado. El carnicero, el zapatero, la florista y el vendedor de ropa en realidad son agentes de la fiscalía, armados y comunicados entre sí por radios ocultos.

Guadalupe no tiene idea. Ella solo sabe que la vida es dura, pero sigue. Esa mañana de miércoles 9 de julio de 2025, mientras acomoda mangos en el estante más alto de su puesto, todavía no imagina que en pocos minutos su mundo entero se va a sacudir… y que su nombre terminará siendo el origen del operativo más grande contra la extorsión en la historia de Jalisco.

El mercado Benito Juárez huele a cilantro, carne asada y tortillas recién hechas. Los gritos de “¡llévele, llévele!” se mezclan con el metal de los cuchillos en la carnicería y la música ranchera que sale de una bocina vieja. Es un miércoles cualquiera, con sus prisas y sus pequeños dramas cotidianos.

Hasta que, a las 10:15 de la mañana, entran tres hombres.

Van vestidos como cualquier muchacho de barrio: jeans, tenis, camisetas flojas. Pero caminan distinto, con esa arrogancia pesada de quien se sabe temido. Al frente va uno delgado, de 24 años, tatuaje de calavera en el antebrazo derecho. En el bajo mundo lo conocen como “El Chucky”. Para el CJNG, él es algo más que un simple sicario: es el cobrador de cuotas del mercado.

Los cuatro agentes encubiertos lo detectan de inmediato. Ramírez, el supuesto carnicero, baja un poco el cuchillo y aprieta los labios.

—Tres objetivos masculinos ingresando por acceso norte —susurra al micrófono oculto en su muñeca—. Vestimenta civil, actitud agresiva. Evaluando amenaza.

En su oído, la voz del comandante Elizondo, jefe de operaciones especiales:

—Identifiquen. No intervengan, salvo amenaza directa contra la madre del fiscal. Mantengan posiciones.

El Chucky avanza entre los pasillos como si fuera suyo. Saluda con medio gesto a algunos puestos, mira con desprecio a otros. Muchos comerciantes bajan la vista. Lo conocen: saben de los puestos quemados, de los gritos de madrugada, del olor a gasolina y miedo.

Se detiene justo frente al puesto 143.

Guadalupe está de espaldas, acomodando una caja de mangos Manila en el estante superior. El Chucky golpea el mostrador con los nudillos.

—Doña, necesitamos hablar.

Ella se voltea, se limpia las manos en el delantal floreado y sonríe como siempre.

—Dígame, joven. Le regalo unos mangos, están muy dulces.

Él sonríe también, pero sus ojos son hielo. A unos metros, Ramírez deja de cortar costillas. La florista Martínez se asoma al pasillo. Torres, el zapatero, mete la mano en la caja de herramientas donde esconde la Glock. Hernández, el de la ropa, finge doblar pantalones.

El Chucky saca el celular y le muestra una lista de nombres y cantidades.

—Doña Lupita Moreno. Puesto 143. Usted debe mil doscientos pesos mensuales. Primera cuota vence hoy.

Guadalupe parpadea. Aprieta fuerte el mango que tiene en la mano.

—Hijo… yo no sabía de ninguna cuota. Nadie me avisó.

Él guarda el celular, se inclina sobre el mostrador, invadiendo su espacio.

—Pues ahora ya sabe. Mil doscientos hoy… o cierra el puesto.

En su cabeza, Guadalupe hace cuentas en segundos: tres días completos de ventas. Si paga, no le alcanza para la renta del puesto, ni para el transporte, ni para el gas. Si no paga, corre el riesgo de perder el espacio que ha sido su vida durante 35 años.

Respira hondo.

—Joven, deme chance hasta el viernes. Ahorita no traigo esa cantidad. El viernes le junto completo.

El Chucky niega con la cabeza.

—No hay plazos, señora. O paga hoy… o nos llevamos la mercancía.

Uno de los hombres que lo acompaña, con una cicatriz en la mejilla, se acerca a las cajas de naranjas. Toma una. Luego otra. Luego la caja entera.

—Por favor, joven, no se lleve mi mercancía… es todo lo que tengo para trabajar hoy —suplica Guadalupe, sin gritar, con una dignidad temblorosa.

Nadie responde. El hombre levanta la caja. El Chucky da una patada a otra, las naranjas ruedan por el suelo. Sonríe.

—Así aprenden. La próxima semana, paga puntual o le prendemos fuego al puesto.

Guadalupe siente la cara arder. Las lágrimas le llenan los ojos, pero se las traga. No va a llorar frente a ellos. Ha visto morir a su marido, ha criado sola a un hijo, ha trabajado bajo lluvia y sol. No va a regalarles ese placer.

—Está bien —dice, con la voz quebrada—. Me llevo la lección. La próxima semana pago.

Los tres hombres se alejan cargando cajas de naranjas y mangos, unos quinientos pesos en fruta sudada a pulso.

Ramírez habla por el micro.

—Objetivos saliendo por acceso norte. Puesto 143 con mercancía robada. Madre del fiscal sin daño físico, emocionalmente afectada. Solicito instrucciones.

Elizondo no duda.

—Síganlos. Identifiquen vehículo y dirección. No pierdan contacto visual.

Hernández abandona su puesto de ropa y los sigue a una distancia prudente. Ve cuando suben a una Nissan Frontier gris. Le toma una foto a las placas, la manda a la base. En menos de un minuto, tienen el nombre de la dueña, la dirección, los reportes previos de extorsión.

Quince minutos después, el celular personal del fiscal Francisco Salinas vibra en medio de una reunión con sus comandantes. Ve el nombre en la pantalla: “Elizondo Urgente”.

Sale de la sala, cierra la puerta.

—Dime, Héctor.

La voz del comandante está tensa.

—Fiscal… hace veinte minutos, tres sicarios del CJNG extorsionaron a su madre en el mercado. Le robaron mercancía y la amenazaron con quemar su puesto si no paga mil doscientos pesos al mes.

Francisco cierra los ojos. Aprieta el puño tan fuerte que los nudillos se le ponen blancos. Cinco segundos de silencio que parecen una eternidad.

—¿Mi madre está bien?

—Sí. Sin daño físico. Los agentes la tienen vigilada. Ya identificamos al líder: Carlos Iván Gutiérrez Ochoa, alias “El Chucky”. Cobrador de cuotas en varios mercados. Vehículo rastreado, domicilio conocido.

Francisco mira por la ventana de su oficina, hacia la ciudad que se extiende bajo el cielo azul de julio. Y ve, como si estuviera ahí, a su madre recogiendo del suelo las naranjas que un cobarde pateó. El mismo delantal floreado. Las mismas manos que lo alimentaron cuando no había para carne, solo para frijoles.

Respira hondo.

—Héctor, activa el Operativo Mercurio. Nivel tres. Quiero rastreo completo de El Chucky y su gente. Llamadas, movimientos, red de cobradores. Agentes infiltrados en mercados de toda el área metropolitana. Identifiquen a cada comerciante extorsionado. Documenten todo: fotos, testimonios, audios, transferencias. Vamos a desmantelar su célula completa.

Hace una pausa. Su voz se endurece.

—Y Héctor… esto es personal. Pero lo vamos a hacer por la vía institucional.

Durante tres semanas, el mercado Benito Juárez sigue su rutina, pero algo cambió. Entre las cajas de jitomates y los ramos de flores, ahora hay cámaras discretas, micrófonos escondidos, ojos entrenados.

El agente Ramírez, con mandil de carnicero, detecta los patrones del Chucky: lunes en un mercado, martes en otro, miércoles y viernes en el de Guadalupe. Siempre la misma dinámica: lista en el celular, amenaza corta, mirada fría. “Paga o te quemo el puesto”. Algunos ya pagan desde hace meses. Otros aguantan hasta que ven el fuego lamer los tablones de un vecino.

La agente Martínez, como florista, se gana la confianza de doña Chela, la vendedora de verduras que está junto al puesto de Guadalupe. La convence de ir a la fiscalía, en secreto, a dar su testimonio. Luego vienen más comerciantes. Poco a poco, los números se convierten en rostros, en historias: un hombre que perdió todo en un incendio “ejemplificador”, una señora que prefiere comer menos con tal de pagar la cuota, un joven que sueña con ahorrar para una casa, pero cada mes ve cómo el sobre del dinero se va a manos de criminales.

En la pizarra de la oficina del fiscal, los nombres se conectan con líneas rojas: arriba, Miguel Ángel “El Toro” Ramírez, comandante de plaza del CJNG; debajo, cinco cobradores, entre ellos El Chucky; debajo de ellos, 247 comerciantes extorsionados. Casi tres millones y medio de pesos anuales arrancados a golpes y amenazas de los bolsillos más pobres de la ciudad.

Francisco rodea con un círculo rojo el nombre del Chucky. Pero no planea una venganza de callejón. Planea un operativo quirúrgico, legal, imposible de tumbar en un juicio.

Miércoles 30 de julio, 4:53 de la mañana. Siete camionetas negras sin logotipos salen del estacionamiento de la Fiscalía. Cuarenta y tantos agentes de operaciones especiales, chalecos antibalas, cascos, rifles de asalto. En el centro de comando, en un sótano sin ventanas, Francisco observa las pantallas con el mapa de la ciudad y los puntos donde sus equipos esperan la orden.

A las 5:02, toma el micrófono.

—Todas las unidades: procedan. Código Mercurio activo.

En cuestión de minutos, puertas derribadas, gritos de “¡Fiscalía, al suelo!”, manos esposadas contra el concreto. El Toro es levantado de su cama con la cara contra el piso. El Chucky intenta alcanzar la pistola en el buró, pero un agente le pisa la muñeca. Cae, esposado, en ropa interior, frente a su novia embarazada.

—No hice nada —balbucea—. Yo solo cobraba.

—Lo hiciste frente a testigos —responde el agente, implacable—. Todo está documentado. Cállate.

Para las 5:37, los seis objetivos principales están en celdas separadas. Las pruebas: videos, audios, rastreos GPS, testimonios firmados. El operativo es un éxito.

A las 8:30, Francisco se pone traje gris y corbata azul. Entra al auditorio de la Fiscalía para anunciar los resultados. Cincuenta periodistas, cámaras, micrófonos. Él habla con tono profesional: explica cuántos arrestos, cuántos comerciantes liberados, cuánto dinero se estima que movía la célula.

Y entonces deja caer la frase que va a recorrer todo Jalisco.

—Esta operación inició tras la denuncia de una víctima extorsionada en el mercado Benito Juárez —dice, mirando de frente a las cámaras—. Esa víctima es mi madre, Guadalupe Moreno de Salinas, vendedora de frutas desde hace 35 años.

Un silencio pesado llena la sala. No hay teclas, no hay susurros. Nada. Solo la imagen de un fiscal que, por primera vez en mucho tiempo, habla no solo como funcionario, sino como hijo.

—Extorsionaron a mi madre sin saber quién era —continúa—. Pero aunque no fuera mi madre, el resultado habría sido el mismo. Nadie en Jalisco debe pagar cuotas a criminales. Nadie debe trabajar con miedo. Esta fiscalía va a perseguir la extorsión con el máximo rigor.

A unos kilómetros de ahí, en la colonia El Saus, Guadalupe está sirviéndose café cuando enciende la televisión. Ve a su hijo en el podio. Escucha las palabras “Esa víctima es mi madre”. La taza se le resbala de las manos, se rompe en el piso, el café se esparce como una mancha oscura en las losetas blancas.

Se sienta despacio, con el corazón desbocado.

—Dios mío, Panchito… ¿qué hiciste?

El celular suena. “Panchito”, dice la pantalla. Contesta con voz temblorosa.

—Hijo… ¿por qué no me dijiste nada?

—Porque si te lo decía, te ibas a asustar, mamá —responde él, todavía en el edificio de la Fiscalía—. Tenías cuatro agentes cuidándote en el mercado. No quería que cerraras tu puesto por miedo.

Guadalupe rompe en llanto.

—Yo no quería causarte problemas. Iba a pagar la cuota en silencio… como todos.

—Tu problema es mi problema, mamá —dice Francisco, con un nudo en la garganta—. Tú vendiste fruta bajo la lluvia para pagar mis libros. Ahora me toca protegerte a ti.

Cuelgan. Guadalupe mira el charco de café en el piso y entiende algo doloroso: su trabajo de toda la vida, tan humilde, la puso en medio de una guerra que nunca pidió. Y, sin querer, se ha convertido en el corazón de una batalla que apenas comienza.

Los meses siguientes confirman lo que muchos temían: el CJNG no está dispuesto a dejar ir tan fácil el control de sus territorios. Aunque El Toro y el Chucky están en prisión, la estructura se reorganiza. Un nuevo jefe toma el mando. Desde una celda, un líder regional manda órdenes precisas: no tocar a la madre del fiscal —no quieren una guerra abierta con el gobierno federal—, pero tampoco perdonan la humillación.

Cuatro meses después del Operativo Mercurio, en noviembre de 2025, el mercado Benito Juárez parece haber recuperado su normalidad. Sin cobradores, sin amenazas directas, las ventas incluso han subido. Guadalupe gana un poco más, aprendió a usar la tarjeta en el cajero, guarda el dinero en una cuenta que su hijo le abrió. Pero la calma es engañosa.

Una tarde, mientras cierra su puesto y camina hacia la parada del camión, una Suburban negra se detiene de golpe frente a ella. Tres hombres con pasamontañas bajan y la sujetan por los brazos.

—¡Suéltenme! ¡Auxilio! —grita ella.

Del otro lado del estacionamiento, el agente Ramírez corre desenfundando su arma.

—¡Fiscalía! ¡Suelten a la señora!

Dispara al aire. Los hombres responden con balazos. La noche se llena de ecos de metal. Martínez, la florista, llega también corriendo y revienta una llanta de la camioneta. Los sicarios sueltan a Guadalupe, se suben como pueden y huyen con la llanta desfondada, dejando un rastro de chispas en el pavimento.

En minutos, el mercado está rodeado por patrullas. El comandante Elizondo habla por radio, ordena cerrar accesos, rastrear la camioneta, autorizar uso de fuerza letal. Francisco, que estaba en una cena oficial con el gobernador, se levanta de la mesa sin despedirse y sale a toda prisa. En veinte minutos está abrazando a su madre en una sala segura de la Fiscalía.

—Si tus agentes no hubieran estado ahí… —balbucea ella.

—Pero estuvieron —responde él, conteniendo la rabia—. Y van a seguir estando. No voy a dejar que te pase nada, mamá.

Esa misma noche, frente a un mapa digital de Guadalajara iluminando la sala de crisis, Francisco toma una decisión que ya no es solo de hijo dolido, sino de servidor público cansado de ver cómo los criminales se sienten intocables.

—Esto ya no es solo un caso de extorsión —dice a sus comandantes—. Es un ataque directo contra la institución. Propongo el Operativo Justicia: vamos por la estructura completa del CJNG en la zona metropolitana. No solo cobradores. Comandantes, jefes de plaza, sicarios, financieros, informantes. Todos.

El plan tardará seis meses en prepararse. Se intervienen cientos de teléfonos, se infiltran agentes, se instalan cámaras, se construyen expedientes sólidos. Mientras tanto, Guadalupe deja de ir al mercado por orden de su hijo. Se queda encerrada en casa, rodeada de escoltas, extrañando cada olor, cada voz, cada fruta. Ella, que siempre había caminado libre entre cajas y regateos, se siente ahora prisionera de su propia importancia.

—Prefiero el riesgo de trabajar a la seguridad de estar encerrada —le dice un día a Francisco, con tristeza.

—Solo unos meses más, mamá —responde él—. Cuando esto termine, vas a poder volver al mercado sin miedo. No solo tú, miles como tú.

Martes 13 de mayo de 2026, 4:05 de la madrugada. El Operativo Justicia comienza. Helicópteros sobre la ciudad, cien agentes desplegados en más de cien direcciones al mismo tiempo. Puertas que caen, armas aseguradas, bolsas de droga incautadas, montones de dinero en efectivo contados bajo la luz blanca de las bodegas cateadas.

Entre los arrestados están Rubén “El Güero” Cortés, nuevo comandante que ordenó el intento de secuestro de Guadalupe, y tres sicarios cuya sangre quedó en la Suburban aquella noche del mercado. Uno de ellos confiesa: el plan era secuestrar a la madre del fiscal y pedir cinco millones de pesos de rescate.

Al final del día, 183 integrantes del CJNG están detenidos. Más de 300 armas decomisadas, toneladas de droga, millones de pesos. Es el golpe más duro al cártel en la historia de Jalisco.

En conferencia de prensa, ahora con uniforme táctico y chaleco antibalas, Francisco habla claro:

—Este operativo inició tras el intento de secuestro de mi madre —dice—. Y quiero dejar un mensaje: atacar a las familias de los servidores públicos no va a quedar impune. Atacar a trabajadores honestos no va a quedar impune. Jalisco no será refugio de criminales.

Siete meses después, en junio de 2026, Guadalupe vuelve a caminar por el pasillo central del mercado Benito Juárez. Los comerciantes la reciben con aplausos, abrazos, flores. Doña Chela la toma de las manos.

—El mercado no era lo mismo sin ti, Lupita.

Su puesto 143 sigue ahí, intacto. Francisco pagó la renta todos esos meses para que no lo perdiera. Guadalupe vuelve a acomodar naranjas, mangos, papayas. Vuelve a oler ese aroma dulce que para ella significa hogar. Vuelve a regalar una fruta extra a los niños. Pero ahora algo es distinto: ya no hay tipos con tatuajes y miradas frías rondando los pasillos. No hay sobres escondidos bajo el mostrador. No hay miedo pegado al pecho cuando escucha pasos detrás de ella.

La seguridad sigue presente, sí, pero discreta. El carnicero Ramírez y la florista Martínez no solo son sus protectores: se han vuelto parte de la familia del mercado. La vida retoma su curso, pero más digna, más liviana.

Las cifras lo confirman en los meses siguientes: la extorsión en Jalisco cae drásticamente. Cientos de comerciantes dejan de pagar cuotas. Las ventas crecen. Las familias invierten en mejorar sus puestos, en educar a sus hijos. El caso del Operativo Justicia se estudia en otros estados. Francisco viaja a compartir la metodología. Años después, será nombrado Procurador General de la República y empujará una reforma histórica que convierte la extorsión en delito grave, con penas mucho más altas.

Pero para Guadalupe, todo eso es ruido lejano. Su mundo sigue siendo el metro y medio de mostrador donde apila fruta con cuidado. A sus 73 años, sigue llegando al mercado a las 6:30 de la mañana. Ya no trabaja sola: tiene una ayudante, Lucía, una muchacha de 22 años que estudia administración y vende fruta medio tiempo.

—Doña Lupita, usted es mi inspiración. Quiero ser como usted cuando tenga su edad —le dice la joven.

Guadalupe sonríe, con esa calma de quien ha visto demasiado.

—No quieras ser como yo, mi hija… Quiere ser mejor. Cada generación tiene que hacer las cosas mejor que la anterior.

A veces, los clientes le preguntan, medio en serio medio en broma:

—Oiga, ¿es cierto que su hijo es el Procurador General?

Ella se limpia las manos en el delantal floreado y responde con sencillez:

—Sí… pero yo solo vendo frutas.

No presume. No falta a la verdad. Solo sabe que, gracias a ese hijo cansado que un día apretó los puños de rabia porque tocaron a su madre, hoy puede trabajar sin miedo. Que, gracias a una señora de 68 años que se negó a derrumbarse cuando un delincuente le pateó las naranjas, miles de comerciantes en Jalisco dejaron de agachar la cabeza.

Historias como la de Guadalupe y Francisco recuerdan algo que a veces olvidamos: que los cambios grandes empiezan en lugares pequeños. En un mercado. En un puesto 143. En una mujer que, pase lo que pase, se levanta a las 4:30 de la mañana para seguir luchando por su vida con las únicas armas que tiene: su trabajo honesto y su dignidad intacta.

Y tú, si estuvieras en el lugar de Guadalupe… ¿pagarías en silencio o te atreverías a denunciar? Porque al final, que México cambie o no, también depende de la respuesta a esa pregunta.