El AMIGO de mi PADRE me HIZO esta PROPUESTA

  • Abrí la puerta despacio, aún con el frío de  la mañana en los huesos, y allí estaba él: el amigo de mi padre. El aire de las  siete de la mañana, traía el olor del café recién echo de la cocina vecina. Buenos días señorita, lamento venir tan temprano —dijo con una voz grave y tibia,  ¿Estará su padre? Lo curioso fue que no me miró directamente a los ojos; su vista se deslizó,  casi con culpa hacia otro lugar.
  • Yo, al notarlo, bajé la mirada y me di cuenta de mi descuido:  el suéter estaba desabotonado hasta el tercer botón. Lo abroché con torpeza, sintiendo cómo  el calor del rubor me trepaba por el cuello. Yo apenas me estaba levantando, llevaba el  cabello revuelto, una blusa de algodón con olor a sueño, y un pantalón desgastado que  ya pedía descanso.
  • Sí está —le respondí—, pero no se ha levantado todavía. Es que no  tenemos la costumbre de levantarnos muy temprano, dije sonriendo, mientras me cruzaba de  brazos, para amortiguar el frío de afuera. Él sonrió, tenía una sonrisa de esas que saben  el efecto que causan, ligeramente ladeada, casi insolente.
  • Lo observé con disimulo,  intentando entender cómo alguien así podía ser amigo de mi padre. Sus rasgos eran jóvenes,  demasiado jóvenes, y sus ojos claros reflejaban un brillo entre divertido y peligroso. Podrías hacerme el favor de decirle que lo busca su amigo, dile que vine temprano porque  necesito hablar con él —dijo. Por supuesto, espere un momento por favor —respondí mientras  abría un poco más la puerta.
  • No me trates de usted —interrumpió con una suavidad que me descolocó—.  Prefiero que me hables de tú, si no te molesta. Me quedé mirándolo, sosteniendo el borde  del suéter con ambas manos. Claro… solo que no te conozco bien, y mi padre me enseñó  que hay que respetar —le dije, procurando sonar firme, aunque mi voz me tembló un poco.
  • Él sonrió otra ve, ya veo que tu padre ha hecho un muy buen trabajo —dijo inclinándose ligeramente  hacia adelante—. Además, tiene una hija encantadora. Reí nerviosa, ¿Encantadora?, no creo…  en estas fachas. Su mirada descendió lentamente, y con una calma desconcertante replicó: pues  debajo de esas fachas hay mucho de encantador. El comentario cayó entre los dos como una chispa.
  • Sentí una corriente eléctrica recorrerme desde los pies hasta la coronilla. Me mordí el  labio inferior, fingiendo no entender la insinuación. Bueno —dije casi susurrando—,  deme un momento… voy a ver a mi padre. Me di la vuelta, con el corazón golpeando  fuerte dentro del pecho. El piso de madera crujió bajo mis pasos, y el murmullo del viento  que entraba por la ventana movió las cortinas como si la casa entera respirara conmigo. Antes  de doblar el pasillo, volteé a verlo.
  • Él, al sentirse descubierto, bajó la mirada  con tardanza, pero ya era inútil disimular: sus ojos se habían quedado pegados a mí. Me reí levemente, más por nervios que por coquetería, y seguí caminando hacia la  habitación de mi padre. Qué curiosos me dije: nunca le había visto una amigo tan joven y  atractivo a mi padre.
  • Pero lo que tampoco sabía era que ese amigo, sería quien me complicaría  la vida un tanto, por causa de mi padre. La verdad es que, aunque sus  palabras no fueron tan halagadoras, su forma de decirlas, despertó algo en mí. Toqué la puerta de la habitación de mi padre con suavidad. Papá —dije apenas asomándome—,  hay un amigo tuyo, se llama Tal, y te busca.
  • El sonido de las sábanas moviéndose fue lo primero  que escuché. Luego su voz, un gruñido cargado de sueño y desconfianza. ¿Lo dejaste entrar?,  preguntó abriendo la puerta con brusquedad. Sí papá, está en la sala esperándote  —respondí, un poco confundida por su tono. Vi cómo su rostro se endurecía, la mandíbula  tensa, los ojos con esa sombra que solo aparece cuando algo no está bien.
  • Ya sabes que no me gusta  que entren hombres a la casa —dijo sin levantar la voz, pero con un filo que cortaba el aire.  Pero papá, él dijo que es tu amigo —repliqué—. Además, tú dejas que entren tus amigos, ¿no? Él solo negó con la cabeza, suspiró y se puso una chaqueta encima. Mientras se ajustaba  el cuello, me lanzó una mirada rápida, severa, casi avergonzada. Y tú —añadió—,  ve y ponte algo más decente.
  • ¿Decente?, pregunté con incredulidad—. Papá, esto es lo que  uso para dormir, no hay nada indecente en esto. Pero ya no respondió, salió del cuarto con pasos  firmes, Yo me quedé allí, mirándolo marcharse, con un nudo de incomodidad que no supe explicar.  Luego entré en mi habitación y me vi en el espejo: el reflejo me devolvió una imagen que rozaba el  descuido y la inocencia.
  • El cabello despeinado, el rostro hinchado por el sueño, las ojeras  marcadas. Me pasé las manos por la cara para disimular el cansancio, pero mis ojos seguían  viéndose vivos, curiosos, algo turbados. La verdad era que quería saber de qué hablarían mi  padre y ese hombre que había llegado tan temprano. Había algo en su mirada —una mezcla de descaro  y misterio— que me había dejado intranquila.
  • Fui al baño, me lavé la cara con agua fría,  y al mirarme otra vez, decidí arreglarme un poco. Me puse una blusa de cuadros, sin  abotonarla por completo, no por descuido, sino porque la naturaleza había sido generosa  conmigo… y en el fondo, sabía que eso también formaba parte de mi curiosidad.
  • Me coloqué un pantalón vaquero, me recogí el cabello en un chongo desordenado  y me puse un poco de brillo en los labios. Abrí la puerta lentamente, cuidando  que las bisagras no hicieran ruido, y me asomé al pasillo. Desde la sala se oían  las voces de ambos, apagadas, pero tensas, como si cada palabra midiera su peso.
  • Di un paso, apenas el primero, cuando mi teléfono vibró sobre la cama y comenzó a sonar.  Un sonido agudo, inoportuno, rompió el silencio de la casa. Volví rápido para contestar antes de  que mi padre lo escuchara. Era mi mejor amiga, Oye —dijo con su tono alegre de siempre—, solo  quería recordarte la tarea que tenemos que entregar pasado mañana. Podemos hacerlo hoy por  la noche, en mi casa o en la tuya, como prefieras.
  • Sí claro, no te preocupes, lo tengo presente  —mentí, mientras me sentaba en el borde de la cama. Ajá… claro que sí —rió—, si yo no  te llamo, se te olvida. Pero escucha esto: invité a aquel uno para que venga a ayudarnos,  ¿te acuerdas? Cuando le dije, lo primero que me preguntó fue si tú ibas a estar. Y cuando le dije  que sí, ni lo pensó: dijo que vendría encantado.
  • Me quedé callada, y ella se dio cuenta y  soltó una carcajada. Ya ves, sí le mueves el suelo al hombre, qué dicha la tuya amiga. No digas tonterías —contesté, aunque sentí cómo una sonrisa se me escapaba sin permiso. Bueno,  hablamos después entonces —dijo antes de colgar. Guardé el teléfono en silencio.
  • Afuera, las voces  de mi padre y su “amigo” habían bajado el tono, pero se sentía una tensión distinta, como si  lo que hablaban no fuera solo un asunto entre hombres. Mi padre aclaró la voz, y su tono —que normalmente  era firme y pausado— sonó ahora quebradizo, con un dejo de preocupación que  pocas veces le había escuchado. Desde mi escondite, entre la penumbra del  pasillo, lo oí decir: Mira… yo sé que tú tienes que hacer tu trabajo. Pero  necesito que me des unos días más.
  • Las cosas no me han ido tan bien últimamente,  y… pues he tenido mala suerte. Pero en cuanto me levante de esta mala racha, ya verás  que hasta te recompensaré por tu paciencia. Hubo un silencio, y luego la voz del “amigo”  —más fría, más calculada— rompió el aire: Pues a mí me gustaría ayudarte, tú  lo sabes.
  • Pero como tú mismo dices, es mi trabajo. Y si empiezo a dejar que mi trabajo  se desmorone, mañana ya no tengo nada que hacer. Se oyó un roce de sillas, como si él se inclinara  hacia mi padre. Más bien deberías ver qué otras cositas tienes —continuó—. Véndelas, deshazte de  ellas por ahora. Cuando salgas de la mala racha, las recuperas. Pero no puedo darte más tiempo…  ya ha sido mucho.
  • Tú sabes bien que he sido paciente contigo, pero todo tiene un límite. Mi padre no respondió enseguida. Si tú no haces nada por conseguir lo que necesitas —añadió el  “amigo”—, yo sí haré mucho para que no me quiten lo que es mío. Sus últimas palabras me helaron la  sangre. Retrocedí despacio hasta mi habitación, intentando ordenar lo que acababa de oír.
  • No quería que notaran que había estado escuchando, así que abrí mi puerta con ruido, tosí fuerte  y comencé a tararear una melodía inventada, de esas sin sentido, solo para anunciar  mi presencia. Cuando entré a la sala, mi padre estaba de espaldas, con los  hombros tensos, y el “amigo” frente a él, en actitud relajada, como si nada hubiese pasado.
  • Al verme, sus ojos brillaron con una chispa de descaro, y sonrió, una sonrisa lenta, casi  burlona. Antes de que mi padre hablara, me adelanté: Papá, voy a preparar  café, Joven, ¿usted prefiere café o té? Mi padre se levantó enseguida, evitando mirarme. El muchacho no va a querer nada —dijo con voz seca—, porque ya se va. El otro soltó una risa  baja, controlada.
  • No, para nada, se giró hacia mí con una mirada que me desarmo por dentro—.  No voy a despreciar el cariño de una bella dama. Una tacita de café, con dos de azúcar por favor. Mi padre apretó la mandíbula, pero no dijo nada. El silencio entre los dos hombres se volvió  espeso, casi cortante. Por cierto —agregó él, con un tono tan insinuante que casi podía  tocarlo—, parece que fueras otra chica.
  • Porque hace un rato no estabas así… Bien  dicen que la buena ropa agrega belleza. Hizo una pausa breve, con una sonrisa torcida.  Aunque, a decir verdad, la belleza es mejor no vestirla. El comentario cayó como un golpe.  Tragué saliva, contuve la respiración, y sin mirarlo respondí apenas con un gesto de  cortesía antes de darme vuelta hacia la cocina.
  • El sonido de mis pasos en el suelo de madera  fue lo único que rompió el silencio. En el aire flotaba todavía el aroma del perfume del  visitante, mezclado con su perfume caro. Ya en la cocina, mientras el agua hervía en  la cafetera, mis manos temblaban un poco. Sabía que algo oscuro unía a esos  dos hombres.
  • Y lo peor era que, por la forma en que el “amigo” me miraba, intuía  que mi presencia acababa de complicarlo todo. El amigo de mi padre recibió la taza de café de mis manos, y en  ese pequeño instante, sus dedos rozaron los míos con una presión leve, intencional, que me hizo  contener el aire.
  • Su mirada se cruzó con la mía: firme, clara, con una chispa que oscilaba  entre la picardía y la provocación. Sonrió, de esa manera suya que parecía un gesto  aprendido frente a los espejos del mundo. Qué rico huele el café —dijo mirando la taza y luego  a mi padre—. Qué dicha la tuya, tienes una hija hermosa, una joya, la mejor que podrías tener.
  • Mi padre, que ya se había serenado un poco, asintió con la cabeza. Se nota que eres hombre  de mundo —dijo con un tono casi paternal, aunque en su voz se filtraba un dejo de desconfianza—. A  tu corta edad, sabes decir lo que conviene, y eso demuestra que tienes material para lo que haces. El joven rió suavemente, con una seguridad que desentonaba con su edad. La vida de la calle  enseña más que los libros —respondió—.
  • Y si uno no aprende a cualquier costo, termina  siendo parte del polvo. Yo he conseguido mucho… pero te aseguro que no ha sido fácil. ¿Les molesta si me siento? —pregunté finalmente, fingiendo naturalidad mientras intentaba  esconder la curiosidad que me hervía por dentro. Claro que no —contestó él sin dudarlo—.  Sería un gusto compartir el café contigo.
  • Mi padre no dijo nada, se limitó a tomar  un sorbo y a mirar de reojo su teléfono, que comenzó a sonar segundos después. Observé su  gesto endurecerse: una mirada rápida, inquieta, y luego se levantó. Ya vuelvo —dijo con voz seca. Cuando se alejó hacia el pasillo, el silencio se hizo pesado.
  • Yo mantuve la mirada fija en la taza,  intentando no parecer nerviosa, pero sentía los ojos de aquel hombre sobre mí, recorriéndome con  descaro. ¿Puedo hacerte una pregunta personal? —dijo al fin. Claro —respondí, sin levantar  la vista—. Pero si hay ofensa en tu pregunta, simplemente me guardo el derecho de no responder. ¿Tienes novio?, alcé la cabeza y lo miré directo a los ojos, No, no tengo. Él sonrió con un  aire satisfecho.
  • Qué bien, es mejor así, termina tus estudios y luego piensa en  eso. Quise cortar el tema, pero había una inquietud más fuerte que el pudor. ¿Y puedo hacerte yo una pregunta? —dije. Por supuesto, como dijiste, si tiene  respuesta, la doy. Respiré profundo, ¿Qué es lo que pasa con mi padre?, no me  mientas, quiero la verdad.
  • Él dejó la taza sobre la mesa con un sonido seco, la miró girar  lentamente y luego levantó la vista hacia mí. Me parece justo hablar con la verdad —dijo, con  un tono casi solemne—. Tu padre me debe dinero, una suma considerable; y tiene esta casa como  garantía. Por un instante, sentí que el suelo se me deslizaba bajo los pies. ¿Esta casa? —pregunté  apenas en un susurro. —Sí —respondió sin titubeo—.
  • Y ya hace mucho que me debe. He sido paciente,  pero creo que llegó el momento de vender. El corazón me golpeó en el pecho. La casa de mi  madre, el único lugar que aún guardaba su voz, su aroma, sus retratos, estaba a punto  de perderse. Pero tranquila —dijo él, inclinándose un poco hacia mí—. No me  gustaría verte con tus maletas fuera de aquí.
  • Viéndote… creo que encontré la solución. Lo miré sin entender, ¿Qué quieres decir con eso?, Su sonrisa se torció apenas. Digo que podrías  pagar tú la deuda de tu padre. —Hizo una pausa larga, dejando que el silencio se llenara  de insinuaciones—. Y no hablo de dinero, mi respiración se entrecortó.
  • Él tomó una  tarjeta del bolsillo interior de su saco y la dejó sobre la mesa, justo frente a mí. Piénsalo, dijo con voz suave, casi dulce—. Si decides ayudar a tu padre, solo llámame,  nadie más tiene que saberlo. Se levantó, se acomodó el saco y con una elegancia fingida,  se despidió de mí con un leve gesto de cabeza. Fue un placer señorita, y gracias por el  café.
  • Cuando la puerta se cerró tras él, el sonido del cerrojo resonó como un golpe  seco, dejando en la sala un silencio abrumador. Mi padre regresó minutos después, notando mi  rostro pálido. ¿Qué pasó? —preguntó. Nada… mentí al principio, pero la voz me tembló—. Mejor dicho,  todo papá, le conté lo ocurrido, cada palabra, cada mirada. Vi cómo su expresión se desmoronaba,  cómo la vergüenza se mezclaba con el miedo.
  • Yo no quería que supieras —murmuró— solo  fue un mal negocio, un error. —¿Un error? —repliqué—. ¡se va a perder la casa de mamá!  Pasamos la tarde entera buscando soluciones, pidiendo ayuda, vendiendo cosas, moviendo lo  que quedaba. Entre los dos juntamos el dinero, y días después, la casa pasó a mi nombre.
  • Mi padre no volvió a hablar de deudas ni de juegos, pero yo supe que sigue en sus  andadas, pero yo ya no creo que lo pueda ayudar si vuelve a tener una dificultad.  Y yo… yo nunca volví a ver a ese muchacho.