“Duele… Pero Quiero Más, Ella Jadeó—Él Susurró, ‘Cariño, Eres Más Fuerte Que un Mustang’”

“Duele… Pero Quiero Más, Ella Jadeó—Él Susurró, ‘Cariño, Eres Más Fuerte Que un Mustang’”

El Lobo y la Viuda

En el polvo del desierto de Arizona, bajo un sol que quemaba como el infierno mismo, cabalgaba un hombre solo. Jackel “Lobo” Harlen, pistolero de cicatrices que contaban historias de balas perdidas y corazones rotos. Su sombrero raído sombreaba unos ojos que habían visto demasiado: pueblos incendiados, duelos al amanecer y mujeres que prometían amor eterno pero huían con el primer tren. Pero esa noche, todo cambió.

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Un disparo resonó en la cañada y Jack cayó de su caballo, una bala alojada en el hombro, sangrando como un cerdo en matanza. Se arrastró hasta una cabaña abandonada en las afueras de Tombstone. Dentro, el aire olía a madera podrida y a algo más, a jazmín salvaje. Allí estaba ella: María, la viuda Ruiz, mexicana de ojos negros como la medianoche, viuda de un minero muerto en una explosión de plata. Se rumoreaba que ella misma lo había matado, envenenándolo con arsénico por su fortuna escondida. Nadie se atrevía a preguntar.

Vestía un camisón blanco raído, sentada junto a una lámpara de queroseno que parpadeaba como un corazón latiendo. Cuando Jack irrumpió tambaleante, presionando la herida, ella no gritó. Sacó un cuchillo de debajo de la almohada y lo apuntó directo al pecho.

—¿Quién diablos eres tú? —espetó en un español áspero como tequila barato.

Jack, jadeando, dejó caer el revólver.

—Solo un hombre herido, señora. No busco problemas, solo un poco de misericordia.

Sus ojos se encontraron y en ese instante algo se encendió. No era piedad, sino un fuego prohibido. María bajó el cuchillo, pero no sin antes rozar su piel con la hoja, dejando un hilo de sangre fresca.

—Siéntate, gringo. Te curaré, pero me deberás la vida.

Lo arrastró hasta una silla de madera crujiente y con manos expertas, le quitó la camisa empapada en sangre. La bala estaba profunda, incrustada como un secreto oscuro. Mientras hurgaba con unas pinzas improvisadas, el dolor lo atravesó como un rayo. Jack apretó los dientes, pero no pudo evitar gemir.

—Aguanta, vaquero. El dolor es el precio de la supervivencia —susurró María, iluminada por la lámpara.

Finalmente, sacó la bala con un chasquido húmedo y la sangre brotó como manantial rojo. Lo vendó con tiras de su propio camisón, rasgándolo sin piedad. En la penumbra, sus cuerpos se rozaron y el aire se cargó de tensión. Jack la miró, notando cómo su pecho subía y bajaba bajo la tela fina.

—¿Por qué me ayudas? —murmuró él.

Ella se inclinó más cerca, su aliento cálido contra su oreja.

—Porque en esta tierra [__] todos somos forajidos. Y tú… tú me recuerdas a él.

Su voz se quebró, pero sus ojos brillaban con algo salvaje. Afuera, el viento aullaba como lobos en cacería y en la distancia se oían cascos de caballos acercándose. Cazadores de recompensas. La pandilla del [__] Rojo, que controlaba las rutas de contrabando desde México. Jack no lo sabía, pero el peligro acechaba.

Esa noche, mientras la tormenta rugía, compartieron un trago de mezcal que María sacó de un escondite bajo el piso. El licor quemaba como fuego líquido.

—Mi marido era un bastardo —confesó ella con los ojos perdidos en las sombras—. Me golpeaba, me usaba como a un animal. Lo maté yo misma con veneno en su café. Ahora la ley me busca y los federales cruzan la frontera por mi cabeza.

Jack la escuchaba hipnotizado.

—Yo he matado a más hombres de los que puedo contar —admitió él—. Pero nunca a una mujer… hasta que tenga que hacerlo.

El mezcal los embriagó y el calor de la lámpara se mezcló con el de sus cuerpos. María se sentó en su regazo, presionando contra la herida vendada.

—Eh, para more —jadeó ella, sus dedos clavándose en su pecho, rozando la venda húmeda.

El dolor se mezclaba con placer prohibido, como una bala envuelta en seda. Jack la atrajo hacia sí, susurrando:

—Sweetheart, you’re stronger than a Mustang.

Sus labios se encontraron en un beso feroz, como un duelo donde nadie gana.

Entonces, un disparo estalló fuera de la cabaña. Vidrios volaron y una bala rozó la lámpara, apagándola en un soplo de humo. Maldición. Los hombres del [__] Rojo habían llegado. Jack saltó, agarrando el revólver con la mano buena. María, rápida como un coyote, sacó un rifle Winchester de debajo de la cama.

—Son ellos. Quieren el oro que escondí —gritó.

Afuera, voces en español amenazaban:

—¡Sal o quemaremos este tugurio contigo dentro!

Jack miró por la ventana astillada: cinco jinetes armados, pañuelos rojos al cuello. El líder, un gigante con cicatriz en la cara, era Ramón el [__] Vargas, bandido que cruzaba la frontera robando diligencias y violando ranchos.

El tiroteo estalló como trueno. Balas perforaban las paredes, astillando todo a su paso. Jack disparó desde la ventana, derribando a uno con un tiro certero en el pecho. El bandido cayó gritando, sangre tiñendo la arena. María, arrodillada junto a él, recargaba el rifle con manos temblorosas pero firmes.

—No me rendiré —rugió ella.

Una bala rozó su brazo, abriendo una herida superficial. Sangre caliente corrió por su piel, pero no flaqueó.

—Error, para more —murmuró con una sonrisa feroz, como si el dolor la avivara.

Jack la miró admirado.

—Sweetheart, you’re stronger than a Mustang —repitió y juntos contraatacaron.

Él salió por la puerta trasera, flanqueando a los bandidos. Disparó dos veces más: uno en la pierna del líder, que cayó aullando, y otro en el caballo de un secuaz, derribándolo en un caos de polvo y relinchos. María cubría desde la cabaña, su rifle escupiendo plomo como un demonio.

Los sobrevivientes, aterrorizados, huyeron hacia la oscuridad del desierto, dejando atrás cuerpos inertes.

La victoria fue efímera. Al amanecer, con el sol tiñendo el horizonte de rojo sangre, Jack y María supieron que no podían quedarse.

—Los federales vendrán por mí —dijo ella, vendando su propia herida—. Y por ti si te quedas.

Jack la tomó de la mano.

—Entonces huyamos juntos al sur, a México. Tengo amigos en Sonora que nos esconderán.

Ella dudó, ojos negros escrutándolo.

—¿Y si nos atrapan? ¿Y si el desierto nos mata primero?

Montaron en el caballo de Jack, galopando hacia la frontera bajo un cielo implacable. El desierto era un mar de arena ardiente, cactus como centinelas mudos. En el camino se detuvieron en un oasis escondido donde un arroyo susurraba promesas. Allí, bajo las estrellas, se entregaron el uno al otro con pasión salvaje.

—Error, para more —gimió ella, arañando su espalda mientras el dolor de sus heridas se mezclaba con el éxtasis.

Él, besando sus cicatrices, susurró:

—Sweetheart, you’re stronger than a Mustang.

Fue una noche de fuego, donde amor y violencia se entrelazaban como serpientes.

Pero el destino es cruel en el Oeste. Al cruzar la frontera, cerca de Nogales, una emboscada los esperaba. No eran bandidos, sino marshals estadounidenses disfrazados, aliados con los federales mexicanos. Balas silbaron como víboras. Jack fue alcanzado en la pierna, cayendo del caballo. María, gritando, disparó su rifle, derribando a dos.

—¡Corre, María, sálvate! —rugió él.

Pero ella no huyó. Se arrodilló junto a él, presionando la herida.

—No sin ti, mi lobo.

En el caos, Jack sacó una daga oculta y cortó las riendas de un caballo enemigo, robándolo. Montaron juntos, galopando hacia las montañas de la Sierra Madre. Detrás, los perseguidores gritaban maldiciones.

Días después, exhaustos y heridos, llegaron a un pueblo olvidado en Chihuahua. En una cantina polvorienta, compraron silencio con el oro de María. Se casaron en secreto bajo un cura borracho que bendijo su unión con tequila.

Años pasaron. Jack y María se convirtieron en leyendas: el Lobo y la Viuda, guardianes de la frontera, robando a los ricos para dar a los pobres, como modernos Robin Hoods del desierto. Pero el pasado siempre acecha.

Una noche, en su rancho escondido, un viejo enemigo reapareció: el [__] Rojo, cojeando pero vivo, con una pandilla renovada.

—¡Venganza! —bramó, incendiando el establo.

El enfrentamiento final fue épico. Bajo la luna llena, balas volaron como estrellas fugaces. María, con su rifle, mató a tres. Jack, con su revólver, enfrentó al líder en un duelo cara a cara.

—Por lo que me quitaste —gruñó el [__].

Jack, herido pero firme, disparó primero, alojando una bala en su corazón. El bandido cayó muerto al fin.

En la paz que siguió, sentados en el porche, María se acurrucó contra él.

—Error, para more —susurró, tocando una vieja cicatriz.

Él sonrió.

—Sweetheart, you’re stronger than a Mustang.

Y en el vasto Oeste, su amor perduró, más duro que el acero de un Colt.