Después que estaban bailando y gozando, así fue com1..ver mas

Después que estaban bailando y gozando, así fue com1..ver mas

La música estaba alta. Tan alta que hacía vibrar el piso, las mesas, los vasos medio llenos y los cuerpos que se movían sin pensar en nada más que en ese instante. Era una de esas noches en las que el cansancio de la semana se deja atrás, en las que la risa sale fácil y el futuro parece algo tan lejano que no vale la pena nombrarlo.

Ellas estaban bailando y gozando. Así, sin preocupaciones. Vestidos ajustados, colores vivos, tacones que golpeaban el suelo al ritmo de la música. Se abrazaban, gritaban la letra de canciones que hablaban de amor, de desamor, de olvidar por unas horas todo lo que dolía. En ese momento, el mundo era pequeño y parecía estar bien.

Una de ellas, vestida de rojo, destacaba entre todas. Reía con la cabeza hacia atrás, los ojos brillantes, el cuerpo entregado al ritmo. Nadie hubiera imaginado que esa misma risa, tan viva, tan presente, estaba a punto de convertirse en recuerdo.

El lugar estaba lleno. Gente alrededor, celulares grabando, manos levantadas, copas chocando. El ambiente era de fiesta, de celebración, de “esta noche es nuestra”. Nadie piensa en la muerte cuando está bailando. Nadie cree que el peligro pueda colarse en un espacio hecho para olvidar.

Pero a veces la tragedia no avisa.

En medio del baile, algo cambió. Fue sutil al principio. Un paso mal dado. Un mareo breve. Una mano llevándose a la cabeza como si el ruido de pronto fuera demasiado. Alguien pensó que era el cansancio. Alguien más creyó que solo necesitaba sentarse un momento.

Después vino el silencio.

No un silencio real, porque la música seguía sonando, sino ese silencio interno que se apodera de un lugar cuando algo no está bien. El cuerpo de ella ya no respondía igual. Sus piernas cedieron. Los brazos que minutos antes se movían con fuerza ahora parecían pesados, ajenos.

Las risas se cortaron. Los gritos ya no eran de alegría. Alguien la sostuvo antes de que cayera al suelo. Otra persona pidió ayuda. El caos comenzó a mezclarse con la incredulidad. “Tranquila, respira”, decía alguien sin saber si aún podía escuchar.

La sentaron. Luego la recostaron. Su vestido rojo, tan llamativo bajo las luces del lugar, ahora contrastaba con su rostro inmóvil. Sus ojos, que antes brillaban, se cerraron lentamente. El tiempo empezó a sentirse extraño, como si cada segundo pesara el doble.

Las imágenes después fueron duras. Ella acostada, sin moverse. Gente alrededor sin saber qué hacer. Algunos llorando, otros rezando, otros grabando, incapaces de comprender que ese momento no era para ser guardado en un teléfono, sino en la memoria con respeto.

Después que estaban bailando y gozando, así fue como todo terminó.

Las sirenas llegaron tarde. O quizás no fue tarde, quizás simplemente ya no había nada que hacer. Cuando los cuerpos entrenados tocaron el suyo, cuando buscaron señales, cuando intercambiaron miradas serias, la verdad cayó como un golpe seco: la fiesta había terminado para siempre.

La noticia corrió rápido. Las fotos comenzaron a circular. Primero la imagen de la alegría, luego la del silencio. Dos momentos separados por minutos, pero que parecían pertenecer a mundos distintos. Muchos comentaron sin pensar. Otros se estremecieron. Algunos cerraron la aplicación, incómodos, como si eso pudiera borrar lo que había pasado.

Pero para quienes estuvieron ahí, para quienes bailaron a su lado, nada volvió a ser igual.

El lugar quedó marcado. La música se apagó. Las luces se encendieron demasiado fuertes, revelando rostros cansados, asustados, incrédulos. El gozo se transformó en culpa, en preguntas sin respuesta. “¿Y si hubiéramos notado algo antes?”, “¿Y si no hubiera seguido bailando?”, “¿Y si…?”

Afuera, la noche seguía igual. Indiferente. Como siempre lo hace.

Su familia recibió la noticia horas después. No hay palabras para describir ese momento. Nadie está preparado para escuchar que alguien salió a divertirse y no volvió. Nadie entiende cómo la alegría puede convertirse tan rápido en ausencia.

Ella no sabía que esa sería su última canción. No sabía que ese abrazo sería el último. No sabía que ese vestido rojo quedaría para siempre asociado a una despedida.

Esta historia no es solo una tragedia más. Es un recordatorio cruel de lo frágil que es todo. De cómo la vida puede cambiar en un parpadeo. De cómo, a veces, la línea entre la risa y el llanto es tan delgada que ni siquiera se ve.

Después que estaban bailando y gozando, así fue como quedó el silencio. Un silencio que pesa. Un silencio que duele. Un silencio que acompaña a quienes, desde ese día, ya no pueden escuchar música sin recordar.

Porque hay noches que deberían terminar en risas…
y terminan en luto.

Detalles-en-la-sección-de-comentarios