[Descansa en paz Laura] Joven de 20 años muere tras tener relacio… Ver más
La fotografía quedó suspendida en el tiempo como una vela encendida en medio de la noche. Un rostro joven, una mirada serena, una vida que apenas comenzaba. El mensaje se compartió una y otra vez, acompañado de palabras que intentaban explicar lo inexplicable. Pero ninguna frase alcanzaba a llenar el vacío que dejó Laura.
Tenía veinte años. Veinte. Una edad en la que el futuro parece infinito y los planes se hacen con la ligereza de quien aún no ha aprendido que el tiempo también sabe ser frágil. Laura era de esas personas que hablaban bajito pero reían fuerte, de las que escuchaban con atención y abrazaban con el cuerpo entero. Quienes la conocieron coinciden en algo: su presencia calmaba.
Esa mañana, el día amaneció como cualquier otro. El sol entró por la ventana, la ciudad siguió su ritmo, los relojes avanzaron sin saber que estaban contando los últimos minutos de una vida. Nadie imagina que un día común puede convertirse en un antes y un después. Nadie se despide pensando que es la última vez.
La noticia llegó como llegan las tragedias: abrupta, incompleta, imposible de procesar. Los mensajes se cruzaron, los teléfonos sonaron, y en cada pantalla aparecía la misma pregunta silenciosa: ¿cómo puede ser? Las palabras “descansa en paz” se repitieron una y otra vez, como un intento colectivo de sostenerse unos a otros.
En su casa, el silencio se volvió pesado. Las paredes, que habían sido testigo de risas y conversaciones nocturnas, parecían no reconocer la ausencia. En su habitación, los objetos seguían en su lugar: la ropa doblada, una libreta con ideas a medio escribir, un perfume que todavía guardaba su aroma. Todo estaba ahí… menos ella.
Laura no era solo una cifra ni un titular incompleto. Era hija, amiga, confidente. Era la que mandaba mensajes de “¿llegaste bien?” y la que se quedaba despierta hasta tarde escuchando problemas ajenos. Tenía sueños sencillos y otros enormes. Quería aprender, crecer, ayudar. Tenía miedo a veces, como todos, pero también una valentía silenciosa que pocos notaban.
Quienes la amaban comenzaron a reunirse. No para buscar culpables, no para alimentar rumores, sino para recordar. Se contaron historias pequeñas: una tarde de risas, una canción cantada a todo pulmón, un consejo dado en el momento justo. En medio del dolor, esas memorias se convirtieron en un refugio.
El duelo no llegó de golpe; se deslizó lentamente, como una sombra larga. Hubo lágrimas, pero también rabia. Hubo preguntas sin respuesta y noches interminables. Sin embargo, también hubo algo más: una determinación inesperada de cuidar mejor, de hablar más, de no dar nada por sentado. Laura, incluso en su partida, seguía enseñando.
Con el paso de los días, su nombre dejó de ser solo una noticia y volvió a ser lo que siempre fue: una persona amada. La gente encendió velas, escribió cartas, compartió mensajes de apoyo. No porque el dolor desapareciera, sino porque el amor necesitaba un lugar donde quedarse.
Hoy, cuando alguien mira esa fotografía, no ve solo una despedida. Ve una vida que importó. Ve una joven que dejó huella sin proponérselo. Ve el recordatorio más duro y más humano de todos: que la vida es delicada, y que el cuidado, la información y el acompañamiento pueden marcar la diferencia.
Laura descansa. Y quienes la recuerdan siguen adelante, con el corazón un poco más pesado, pero también más consciente. Porque honrar su memoria no es solo decir su nombre, sino aprender a cuidar la vida —la propia y la de los demás— con más atención, con más respeto, con más amor.
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