Como una pobre chamaca sin brazos fue a caer en las garras de un desgraciado así. ¿Y por qué ese coronel con tanto poder y dinero haría algo tan enfermo? Mira, compadre, hay hombres que están tan podridos de dinero y poder que ya no saben qué más hacer para sentirse vivos. Y cuando el les susurra al oído, hasta consiguen la bendición del Padre para cumplir sus deseos más diabólicos.

En las tierras áridas del norte de Chihuahua, donde el sol rajaba la tierra como cuero viejo, y la lluvia era promesa que nunca llegaba, existía un nombre que hacía temblar hasta a los valientes en sus botas. Coronel Brandon no era solamente cruel, era metódicamente perverso. Sus manos, siempre limpias y perfumadas con agua de colonia francesa, jamás se ensuciaban directamente con la sangre de sus víctimas, pero comandaban torturas que harían al mismísimo santiguarse.

La hacienda, esperanza perdida, se alzaba como un monumento a la opresión. sus ventanas altas, observando el sufrimiento ajeno como ojos depredador saciado. En los jacales de los trabajadores, las mujeres susurraban oraciones cuando el coronel pasaba montado en su caballo alzán y los hombres bajaban la cabeza sabiendo que una mirada directa podría significar azotes o cosa peor. Rando tenía 52 años y el alma envejecida por décadas de maldad. Su bigote canoso, siempre bien recortado, contrastaba con los ojos pequeños y crueles, que parecían calcular el sufrimiento ajeno, como quien cuenta monedas de plata.

La hacienda prosperaba no apenas por la fertilidad del valle o la abundancia del agua del río, sino por el terror que Brandao imponía. Sus trabajadores, muchos de ellos descendientes de peones que nunca conocieron verdadera libertad, trabajaban 16 horas por día bajo el sol abrasador, recibiendo apenas lo suficiente para no morir de hambre. Quien se quejaba desaparecía. Quien intentaba huir era traído de vuelta amarrado a la cola de un caballo, y el castigo que seguía servía de ejemplo para los otros.

Entre los trabajadores de la hacienda estaba Ignacio, un hombre de 40 años cuyas espaldas curvadas contaban la historia de una vida entera de trabajo duro. Su piel estaba curtida por el sol como cuero de res y sus manos callosas apenas conseguían sostener la coa sin temblar de cansancio. Pero lo que más pesaba sobre Ignacio no era el trabajo de su mano, era la deuda. 3 años de cosecha perdida, 3 años en que el coronel había prestado semillas, herramientas y alimentos.

Todo anotado en un cuaderno de pasta negra que Brandón guardaba como quien guarda escrituras de tierras robadas. A cada temporada la deuda solo crecía, porque el coronel pesaba el maíz con báscula viciada y cobraba intereses que hacían los números doblarse como hierba mala. Sinara, esposa de Ignacio, era mujer de fibra que había parido cuatro hijos en aquella tierra ingrata. Dos de ellos, la tierra ya se los había llevado de vuelta, uno de fiebre, otro pisoteado por un toro bravo del coronel.

Quedaban apenas dos. Tomás, muchacho de 15 años que ya trabajaba como hombre hecho, y Lupita. Lupita tenía 10 años y era la luz que aún brillaba en aquella familia destrozada por la miseria. Sus ojos grandes y negros guardaban una inocencia que el desierto aún no había conseguido robar completamente. Había nacido sin brazos. Pero lejos de ser una carga, la niña había desarrollado una destreza extraordinaria con los pies que asombraba a quien la veía. Sus cabellos rizados estaban siempre recogidos en un rebozo colorido que la abuela le dejara antes de morir, y sus pies pequeños ayudaban

a la madre a lavar ropa en el río, a plantar frijoles en la huerta diminuta del fondo y a cuidar las tres gallinas flacas que eran todo el patrimonio de la familia. La niña jugaba con una muñeca de trapo que ella misma había ayudado a hacer con retazos de costal de harina, sosteniéndola con la boca cuando necesitaba cargarla y manipulándola con los pies cuando jugaba. Bautizó la muñeca como María, igual que ella, y conversaba con la compañera de trapo, como quien conversa con gente de verdad.

Los domingos, cuando no había trabajo obligatorio en la hacienda, Lupita corría descalza por los senderos de tierra, persiguiendo mariposas y cantando canciones que la madre le enseñara, cargando su muñeca entre los dientes con la alegría natural de quien aún no entendía las crueldades del mundo. Fue en una tarde sofocante de junio, cuando ni los zopilotes se atrevían a volar sobre aquel sol inclemente, que el destino de Lupita fue sellado para siempre. Coronel Brandon mandó llamar a Ignacio a la casa grande.

El hombre fue con las piernas temblorosas, sabiendo que cuando el coronel convocaba personalmente, la noticia nunca era buena. El militar estaba sentado en el corredor en un sillón de cuero labrado, abanicándose con un abanico de palma mientras bebía mezcal bueno importado de Oaxaca. Sus ojos pequeños estudiaron a Ignacio como quien evalúa ganado en el mercado. Ignacio dijo el coronel, la voz arrastrada por el alcohol y la arrogancia. Me debes 3 años de cosecha. Por mi cuenta ya pasa de 1000 pesos.

Es dinero que nunca vas a conseguir pagar, ni que trabajes hasta convertirte en polvo de esta tierra. Ignacio tragó seco el sombrero de palma estrujado entre las manos temblorosas. Lo sé, mi coronel, pero estoy trabajando duro. Estoy haciendo lo que puedo para saldar la deuda. Brandon soltó una carcajada seca sin alegría. No vas a saldar nunca, tonto. Pero yo soy hombre generoso, ¿ves? Estoy dispuesto a perdonar toda la deuda, borrar todo del cuaderno. Los ojos de Ignacio se iluminaron por un instante antes de que la desconfianza volviera a enturbiarlos.

En el desierto, generosidad de coronel siempre venía con precio escondido. ¿A cambio de qué, mi coronel? Brand tomó un largo trago de mezcal, saboreando el momento como quien saborea una fruta madura. A cambio de tu hija, la Lupita, el mundo pareció detenerse. El zumbido de los insectos, el viento en los mezquites, el propio corazón de Ignacio. Todo quedó suspendido en aquel instante terrible. ¿Cómo es eso, mi coronel? ¿Me oíste bien? Quiero casarme con la chamaca. Ya me estoy haciendo viejo.

Necesito mujer joven para cuidarme y ella es bonita, va a ser buena esposa. Ignacio sintió el estómago revolverse. La niña tenía apenas 10 años. Aún jugaba con muñeca de trapo. Aún corría tras mariposas. Aún no entendía ni lo que era casamiento. Mi coronel, por el amor de Dios, ella es solo una criatura. Los ojos de Brandon se entrecerraron peligrosamente. Criatura, nada. En el desierto, chamaca de 10 años ya está en edad de casarse. Mi bisabuela se casó con ocho y vivió bien toda la vida.

¿Estás cuestionando mi decisión, Ignacio? No, mi coronel, pero ella es mi única hija que me queda. Es la alegría de su madre. Es es mía. Cortó Brandown. La voz ahora dura como piedra. Desde el momento que aceptaste mi préstamo, todo lo que es tuyo se volvió mío. Tu tierra, tu casa, tu familia, todo me debes y vas a pagar con lo que tienes de valor. Ignacio cayó de rodillas, las lágrimas escurriendo por el rostro curtido por el sol.

Mi coronel, tenga piedad. Puede quedarse con la tierra, con la casa, con todo, pero deje a mi niña en paz. Brandown se levantó tirando el resto del mezcal al suelo. Tienes hasta el domingo para decidir, Ignacio. O entregas la chamaca para el casamiento o mando a mis guardias blancas a restarte por deuda y tomo la niña del mismo modo. Pero entonces, en vez de ella volverse mi esposa con boda en la iglesia, va a ser solo otra sirvienta que uso cuando quiero.

La elección es tuya. El hombre volvió para casa tambaleando como si hubiera recibido una paliza. Sinara vio al marido llegar con aquella cara de quien vio la muerte y supo de inmediato que algo terrible había pasado. Cuando Ignacio contó, Sinara se desplomó en el suelo el grito preso en la garganta. Lupita, que jugaba con la muñeca en el rincón de la casa, corrió hacia la madre asustada. ¿Qué pasó, mamá? ¿Por qué está llorando? ¿Cómo explicar a una niña que su infancia había terminado?

¿Cómo decir que un monstruo de 52 años quería transformarla en esposa? Sinara abrazó la hija con fuerza, como si quisiera protegerla del mundo entero, pero sabía que sus brazos no eran lo suficientemente fuertes contra el poder del coronel. Aquella noche, Ignacio y Sinara se quedaron despiertos hasta el amanecer. buscando una salida que no existía. Huir. El coronel tenía guardias blancas esparcidos por todo el desierto. Pedir ayuda a la policía. El comisario comía en la mano de Brandown recurrir al padre.

El padre Crisanto debía reformas en el techo de la iglesia al coronel y todos sabían que no contraría a su benefactor. Estaban solos, como siempre estuvieron los pobres en aquella tierra Al día siguiente, Sinara fue hasta la iglesia y se arrodilló delante del altar. Lloró hasta no tener más lágrimas. Rezó hasta que la voz se le puso ronca. Encendió todas las velas que podía pagar e imploró a la Virgen de Guadalupe que mandara un milagre. Virgencita sagrada, suplicaba entre sozos, usted que es madre, que conoce el dolor de ver un hijo sufrir, no deje que ese desgraciado ponga la mano en mi niña.

Mande alguien para ayudarnos. Mande un ángel, mande lo que sea, pero no deje mi hija en las manos de ese demonio. Mientras tanto, el coronel Brandown ya había anunciado el casamiento para toda la población de Valle Seco. Mandó a hacer invitaciones en papel fino. Encargó un vestido blanco para la novia niña, compró anillos de oro macizo y marcó la ceremonia para el domingo al mediodía en la iglesia matriz. El padre Crisanto, con la conciencia pesada, pero el bolsillo lleno, aceptó realizar el casamiento.

La noticia se esparció por la región como fuego en pasto seco. Unos comentaban con asco, otros con miedo de hablar en contra. Las mujeres bendecían a las propias hijas, agradeciendo a Dios por no ser ellas las escogidas. Los hombres escupían en el suelo al oír el nombre del coronel, pero nadie tenía valor de enfrentarlo. Lupita aún no entendía bien lo que estaba pasando. Solo sabía que la madre lloraba todo el tiempo, que el padre se quedó callado como nunca y que iba a tener que usar un vestido blanco e ir a la iglesia.

Preguntó a la madre si iba a poder llevar la muñeca María y Sinara abrazó la hija, el corazón despedazándose en mil pedazos. El coronel, satisfecho con su conquista, ya planeaba la fiesta después del casamiento. Mandó matar dos reces, encargó mezcal bueno y hasta contrató guitarrista para tocar. Iba a ser un casamiento que Valle Seco nunca olvidaría, pero lo que Brandao no sabía. era que las oraciones de Sinara estaban a punto de ser atendidas, no por un ángel de alas blancas bajando del cielo, sino por un hombre de sombrero de cuero y rifle al hombro, que cabalgaba por los caminos polvorientos del desierto, haciendo su propia justicia.

La noticia del casamiento ya corría leguas, llevada por arrieros, vendedores ambulantes y viajeros que pasaban por valle seco. Y en algún lugar, en la inmensidad del desierto de Chihuahua, en un campamento escondido entre las rocas de la sierra, esa noticia estaba a punto de llegar a los oídos de quien no dejaba la cobardía pasar en blanco. La semana que siguió al anuncio del casamiento fue la más larga y torturante que la familia de Ignacio jamás había vivido.

Cada amanecer traía la certeza de que el domingo maldito estaba más cerca y cada anochecer se llevaba consigo otro pedazo de la esperanza que aún restaba en aquellos corazones destrozados. Brandown, por su parte, estaba radiante. Paseaba por el pueblo montado en su caballo alzán, distribuyendo invitaciones y recibiendo las felicitaciones forzadas de los pobladores, que temblaban de miedo y asco. Mandó a sus guardias blancas esparcir la noticia por todas las haciendas vecinas, queriendo que todos supieran que el coronel más poderoso de la región iba a casarse con una chamaca fresquita.

nuevecita. Van a ver, decía él en la cantina de don Antonio, bebiendo mezcal y fumando puro caro. Voy a hacer un casamiento que este pueblo nunca vio. Va a haber comida para todo el mundo, mezcal, bueno, baile toda la noche y mi novia va a ser la más bonita que jamás pisó esa iglesia. Los hombres que oían bajaban la cabeza asqueados, pero nadie tenía valor de contestar. Don Casimiro, un vaquero viejo que conocía a Lupita desde que nació, apretó el vaso de mezcal con tanta fuerza que casi lo quebró, pero cuando abrió la boca para hablar, sintió el cañón de un rifle tocar sus espaldas.

Era Pascual, uno de los guardias blancas más temidos del coronel. “¿Vas a decir algo, don Casimiro?” La voz del guardia era baja y amenazadora. Porque sí, es para hablar pendejadas. Mejor quédate callado. El viejo tragó las palabras junto con la rabia y salió de la cantina antes de hacer alguna tontería que le costaría la vida. Mientras tanto, en la casa de Ignacio, Sinara intentaba desesperadamente encontrar una salida. fue hasta la casa de doña Candelaria, una curandera respetada en la región, para ver si ella conocía algún rezo fuerte, algún trabajo que pudiera desviar al coronel de

aquella idea La vieja curandera recibió a Sinara con los ojos llenos de compasión, encendió velas, hizo saumerio con Romero y Ruda. Rezó todas las oraciones que conocía, pero cuando terminó movió la cabeza tristemente. “Hija mía”, dijo la vieja con voz cansada. Yo conozco rezo para casi todo en este mundo. Para curar mal de ojo, para espantar envidias, para traer lluvia, para alejar pestes. Pero no existe rezo que cure maldad de coronel. Ese tipo de mal solo se cura con bala o con milagro.

Sinara salió de allí más desesperada aún. En la casa grande, Brandão ya había ordenado que prepararan a Lupita para ser esposa. Doña Carmen, una de las empleadas más viejas, recibió la orden con la cara pálida. Cuando fue hasta donde estaba la niña, se quedó parada sin saber qué hacer, cómo enseñar tareas de esposa a una criatura sin brazos. La mujer se sintió perdida hasta que decidió cambiar el enfoque. Lupita, mi hijita, dijo doña Carmen con voz temblorosa, el patrón dice que tienes que aprender a ser obediente.

Tienes que estar siempre callada, nunca contradecir al coronel, hacer caso en todo lo que te diga. La niña la miró confundida. ¿Por qué, doña Carmen? Hice algo malo. La mujer sintió ganas de vomitar al ver la inocencia en aquellos ojos grandes. No, mi hijita, no hiciste nada malo. Nada. Fue en ese mismo día, viernes, que la noticia finalmente llegó a los oídos correctos. Genaro el Arriero, un hombre que recorría el desierto vendiendo mercancías y cargando noticias, pasó por Valle Seco y oyó la historia del casamiento.

Se quedó tan asqueado que decidió cambiar su ruta. En vez de seguir para Torreón como había planeado, Genaro tomó el camino de la sierra rumbo a los lugares donde sabía que la gente de Pancho Villa solía acampar. Eran senderos peligrosos, caminos que los federales evitaban. Pero Genaro era conocido y respetado por los revolucionarios. Ya había hecho negocio con ellos otras veces. vendía pólvora, plomo, tela fina para las mujeres del grupo. Llevó dos días de viaje hasta encontrar el campamento.

Estaba escondido en una cañada entre las rocas, protegido de los ojos de los federales y de los espías de los coroneles. Había una fogata baja, algunos hombres limpiando rifles, otros descansando en hamacas colgadas entre los mezquites. Panchoilla estaba sentado en una piedra lisa, limpiando cuidadosamente su rifle Winchester. A su lado, Rodolfo Fierro afilaba una navaja grande y Macedonio Ramírez remendaba una cartuchera de cuero. Un joven vigía montaba guardia en lo alto de una roca. “¡Pilla!”, gritó Genaro aún de lejos para no ser confundido con enemigo.

“Soy yo, Genaro el Arriiro. Traigo noticia. ” Villa levantó la cabeza, reconoció al comerciante e hizo señal para que se acercara. Y qué tal, Genaro? ¿Qué noticia es esa que te hizo venir hasta acá? Kenaro bajó del burro, se quitó el sombrero de palma y limpió el sudor de la frente. Estaba cansado del viaje, pero la rabia que sentía le daba fuerza para hablar. Villa, pasó una cosa en Valle Seco que ni sé cómo contar. Es una cobardía tan grande que habla luego, hombre.

Dijo Fierro impaciente. ¿Qué fue lo que pasó? Quenaro respiró hondo y contó todo. Habló del coronel Brandown, de la deuda de Ignacio, de la niña de 10 años sin brazos que iba a ser forzada a casarse el domingo. Contó de los preparativos del padre que aceptó hacer la ceremonia, de la madre llorando en la iglesia, de todo. El silencio que se hizo en el campamento era pesado como plomo derretido. Los hombres pararon lo que estaban haciendo y se acercaron para oír.

Algunos apretaron los puños con fuerza, otros escupieron en el suelo con asco. Villa se quedó muy quieto, pero todos los que lo conocían sabían que aquella quietud era más peligrosa que cualquier grito de furia. Sus ojos, normalmente tranquilos, ganaron un brillo duro como acero. Continuó limpiando el rifle, pero los movimientos se volvieron más lentos, más deliberados. 10 años”, murmuró Villa, la voz baja. “La chamaca tiene 10 años y sin brazos. Asimismo, mi general, confirmó Genaro, una niñita que aún juega con muñeca de trapo, y ese desgraciado del coronel quiere hacer de ella esposa.

Fierro se levantó de un salto, la navaja aún en la mano. Villa, ese hijo de la chingada necesita morir. Necesita morir despacio y con dolor. Macedonio Ramírez, normalmente el más ponderado del grupo, también estaba con el rostro rojo de rabia. Mi general, nosotros ya vimos mucha cobardía en este desierto, pero esto pasa de todos los límites. Villa finalmente paró de limpiar el rifle y miró al grupo. Valle seco queda a cuántos días de aquí. Dos días cabalgando firme, respondió Genaro.

Tres si es con cuidado para no llamar atención. Y el casamiento es domingo al mediodía. Eso es en la iglesia matriz con todo el pueblo obligado a ver. Villa se levantó, puso el rifle al hombro y caminó hasta la orilla de la cañada, mirando el horizonte donde el sol comenzaba a ponerse. Se quedó allí parado por un tiempo que pareció eterno, pensando, calculando. El joven vigía bajó de su puesto y se acercó al líder. Mi general, yo sé que andamos medio apretados aquí.

Los federales del general Murguía andan cazándonos y hay ese coronel de Parral que puso precio a nuestras cabezas. Pero, pero nada más, cortó Villa volteándose para encarar al grupo. A mí no me importan los federales, no me importa el precio en la cabeza, no me importa el riesgo. Lo que no voy a hacer es quedarme aquí parado, sabiendo que una criatura de 10 años va a ser entregada a un viejo cabrón. Macedonio dio un paso al frente.

Villa, estoy de acuerdo contigo, pero Valle Seco es pueblo vigilado. El coronel tiene unos 15, 20 guardias blancas. La iglesia queda en el centro. Va a haber gente armada por todo lado. Si entramos allí puede volverse un baño de sangre. Entonces que se vuelva”, dijo Villa, la voz firme. “Pero ese coronel no va a poner la mano en esa chamaca, eso te lo garantizo.” Fierro aplaudió sonriendo con aquella sonrisa peligrosa que tenía cuando sabía que iba a haber bronca.

“Ya está decidido, entonces vamos para Valle Seco.” Villa asintió, “Pero vamos con plan. No vamos a entrar disparando como locos. Vamos a llegar a la hora correcta, en el lugar correcto, y vamos a dar una lección a ese coronel que se va a llevar al infierno. Se volteó hacia Genaro. Genaro, usted vuelve para Valle Seco mañana temprano. Pasa por las haciendas del camino, conversa con la gente, descubre todo sobre ese coronel. ¿Cuántos hombres tiene? ¿Dónde se quedan?

¿Cuál es el camino más seguro para llegar al pueblo? Pero haga eso con cuidado, sin levantar sospecha. Genaro asintió, satisfecho por poder ayudar. Puede dejarlo, Villa. Voy a descubrir todo. Oy, Genaro, continuó Villa, si se encuentra con la madre de la chamaca, con doña Sinara, dígale que ya no necesita llorar más. Dígale que la ayuda viene en camino. El arriiro sonrió por primera vez desde que llegara al campamento. Le voy a decir sí, mi general. Le voy a decir que su ángel fue oído.

Aquella noche la gente de Villa se preparó para la cabalgada. Limpiaron las armas con cuidado, revisaron la munición, arreglaron las cartucheras. Cada hombre sabía que iban para una misión peligrosa, pero ninguno de ellos cuestionó la decisión del líder. Alrededor de la fogata, antes de dormir, Fierro preguntó, “Villa, ¿cómo vamos a hacer? invadimos la iglesia en la hora de la ceremonia. Vamos, confirmó Villa, pero no va a ser relajo, no. Vamos a entrar, vamos a parar ese casamiento y vamos a hacer que ese coronel pague por lo que está haciendo enfrente de todo el mundo para que todo el mundo vea.

Macedonio asintió. Y los guardias blancos, si disparan, nosotros disparamos de vuelta. Si se quedan callados, los dejamos vivos. Nuestra bronca no es con peón asalariado, es con el coronel. El joven vigía, que estaba oyendo callado, preguntó, “¿Y la chamaca, mi general?” La Lupita. Villa miró al más joven del grupo. La chamaca la sacamos de allí, la devolvemos a sus padres y garantizamos que ningún hijo de la chingada le vuelva a poner la mano encima. Fierro se rió bajito.

Ese coronel se va a arrepentir de haber nacido. Va confirmó Villa. Se va a arrepentir de haber nacido, de haber crecido y principalmente de haber puesto los ojos en una criatura inocente. En la mañana del sábado, bien temprano, Genaro el Arriiro partió de vuelta para Valle Seco. Llevaba consigo la esperanza de una familia desesperada y la promesa de un revolucionario que no dejaba la cobardía pasar en blanco. Y Villa junto con Fierro, Macedonio y seis hombres más del grupo, comenzó a prepararse para cabalgar.

Revisaron los caballos, ajustaron las monturas, revisaron una vez más las armas. iban para un pueblo vigilado a enfrentar un coronel poderoso, pero ninguno de ellos tenía miedo. “En el desierto”, dijo Villa mientras montaba en siete leguas su caballo de confianza. “Hay cosas que no podemos dejar pasar y criatura siendo lastimada es una de ellas.” El grupo partió al mediodía, dejando atrás el campamento seguro de la sierra. tenían día y medio de viaje por delante, día y medio para llegar a Valle Seco antes del domingo maldito.

Y mientras cabalgaban por las veredas polvorientas del desierto de Chihuahua, Sinara continuaba rezando en la iglesia, sin saber que sus plegarias ya estaban siendo respondidas, no por ángeles de alas blancas, sino por hombres de sombrero de cuero y rifle al hombro, que venían a hacer su propia justicia. En el desierto olvidado por Dios y por los hombres, la cabalgada de Villa y sus hombres por el desierto fue dura, como siempre era en Chihuahua. El sol pegaba en las espaldas con fuerza de martillo, el polvo se pegaba en la piel mezclado con sudor y los caballos necesitaban descanso cada legua recorrida.

Pero ninguno de los revolucionarios se quejó. Todos sabían que corrían contra el tiempo para llegar antes de que una criatura inocente fuera entregada a un monstruo. Cabalgaron todo el día parando apenas para dar agua a los animales y comer un pedazo de cecina seca con tortillas. Villa iba adelante, callado, con aquella expresión cerrada que el grupo ya conocía bien. Era la cara que ponía cuando estaba planeando algo, calculando cada paso, cada movimiento. Al anochecer del sábado, ya podían ver las primeras luces de valle seco a lo lejos.

Villa levantó la mano señalando al grupo que parara. Bajaron de los caballos en una cañada escondida a unos 3 km del pueblo. Acampamos aquí, dijo Villa, sin fogata, sin ruido. Quiero dos hombres de guardia toda la noche. Fierro, tú y el muchacho vienen conmigo a dar una vuelta por el pueblo. Vamos a ver cómo está el movimiento, dónde se quedan los guardias del coronel. Macedonio amarró su caballo en un mezquite. Y si nos topamos con federales, mi general, los federales del general Murguía andan por rumbo de Parral.

Aquí solo tenemos que preocuparnos por los guardias blancos del coronel. Pero si nos topamos con alguien, me dejan a mí. No quiero tiros antes de la hora. Cuando la noche cayó de veras, Villa Fierro y el joven vigía se internaron por el desierto en dirección al pueblo. Conocían bien el arte de andar en la oscuridad sin hacer ruido, pisando donde no había rama seca, esquivando los nopales sin necesidad de ver. Era cosa que aprendían desde chavos en el desierto, andar en la noche como animal del monte.

Llegaron a las primeras casas de Valle Seco cuando la luna ya estaba alta, el pueblo estaba callado, la mayoría de las familias ya recogidas, pero había luz en la cantina de don Antonio y de allá salía ruido de conversación y risas. Milla hizo seña a los compañeros para que se quedaran escondidos y se acercó solo a la ventana de la cantina. De allí podía oír todo sin ser visto. Adentro unos ocho hombres bebían mezcal. Tres de ellos eran guardias blancos del coronel.

Villa los reconoció por la ropa buena y las armas en la cintura. Los otros eran pobladores del pueblo. “Mañana va a ser un día histórico en Valle Seco,” decía uno de los guardias, “un sujeto gordo de bigote negro. El coronel se va a casar con la chamaca más bonita de la región, uno de los pobladores que villa después supo que era don Casimiro, el vaquero viejo, murmuró algo que no se pudo oír bien. ¿Qué fue lo que dijiste, viejo?

El guardia se volteó amenazador. Nada. No, joven, solo estaba comentando que la chamaca es muy pequeña, ¿no? El otro guardia, más flaco y con una cicatriz en la cara soltó una carcajada sin gracia. Pequeña es lo mejor, viejo. El coronel sabe lo que quiere. Mujer vieja ya viene dañada, pero chamaca pequeña, uno la moldea como quiere. Villa apretó la cacha del rifle con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. respiró hondo para controlar la rabia.

No era hora todavía. ¿Y va a haber mucha gente armada en la iglesia?, preguntó otro poblador medio miedoso. Claro que va, respondió el guardia gordo. El coronel no confía en nadie. Van a estar yo y Pascual en la puerta de la iglesia, Raimundo y Tenorio en las ventanas, Juvenal y Bernardino en los fondos, todos armados hasta los dientes. Si aparece algún cabrón queriendo hacerla graciosa, va a salir de allí con más agujeros que coladera. Villa había oído suficiente.

Retrocedió despacio, encontró a Fierro y al joven donde los había dejado, y los tres volvieron al campamento en silencio. Cuando llegaron, el resto del grupo estaba despierto esperando. Villa se sentó en una piedra y comenzó a dibujar en el suelo con una rama haciendo un mapa del pueblo. “La iglesia queda aquí en el centro”, explicó marcando una X en la tierra. tiene una calle principal que viene del norte y pasa justo enfrente. Dos callejones en los lados y un terreno en los fondos donde queda el cementerio.

Fierro se agachó al lado y los guardias, por lo que oí, van a ser seis. Dos en la puerta, dos en las ventanas, dos en los fondos. Villa continuó dibujando. El coronel confía en ellos para aguantar cualquier bronca. Macedonio se rascó la barba pensativo. Seis guardias bien posicionados pueden dar trabajo, mi general, principalmente dentro de una iglesia llena de gente. Por eso no vamos a dar tiempo de que se posicionen bien. Villa levantó los ojos al grupo.

Vamos a llegar cuando la ceremonia esté empezando. La iglesia va a estar llena. Los guardias van a estar más preocupados vigilando al pueblo que vigilando la puerta. Entramos rápido, los agarramos de sorpresa. El joven vigía preguntó, “¿Y si empieza tiroteo dentro de la iglesia, mi general? Hay mujeres, hay criaturas, por eso vamos a hacer así. ” Villa borró el dibujo y empezó otro. Yo entro por la puerta de enfrente con fierro y dos hombres más. Entramos disparando para arriba.

solo para asustar, para hacer que la gente se agache. Los guardias van a querer reaccionar, pero antes de que hagan eso, Macedonio y el muchacho entran por los lados y los agarran de costado. Rodeamos a los guardias antes de que le disparen al pueblo. Fierro sonrió. Y el coronel, el coronel queda para mí. La voz de Villa era fría como acero. Nadie le pone la mano encima hasta que yo diga. Pasaron la noche entera refinando el plan.

Cada hombre sabía exactamente dónde quedarse, cuándo moverse, para dónde disparar. Villa no dejaba nada al azar. Había aprendido hacía mucho tiempo que en el desierto quien planea mal muere temprano. Cuando el primer claro del domingo comenzó a aparecer en el horizonte, Genaro el Arriero llegó al campamento. Venía jadeando como si hubiera corrido la legua entera. Villa! Gritó bajito. Traigo noticia. Habla, Genaro. El arriiro se sentó en una piedra recuperando el aliento. Pasé en la casa de Ignacio ayer en la tardecita.

Hablé con doña Sinara. Le dije que la ayuda venía en camino. La pobre mujer lloró como criatura de tan aliviada. Y la chamaca, ¿cómo está? Confundida. Mi general, aún no entiende bien lo que va a pasar. Está con miedo del coronel, pero no sabe por qué. La madre no tuvo valor de explicar. Villa asintió con la cabeza. Mejor así, criatura no necesita cargar ese peso. Pero hay otra cosa, continuó Genaro. Descubrí que el padre Crisanto está con la conciencia pesada.

No quiere hacer el casamiento, pero el coronel pagó mucho dinero por la reforma de la iglesia. El hombre está dividido entre el miedo de Dios y el miedo del coronel. Fierro escupió en el suelo. Padre cabrón. Calma, fierro”, dijo Villa. “El padre va a hacer lo que nosotros mandemos cuando lleguemos allá. Por ahora, déjalo en su aflicción.” Genaro también trajo información sobre los movimientos en el pueblo. El coronel está en la casa grande desde ayer. Mandó la chamaca pasar la noche allá para prepararse para el casamiento.

La madre quiso quedarse junto, pero él no dejó. La rabia volvió a apretar el pecho de Villa, pero mantuvo la voz controlada. La niña está sola con ese desgraciado. No sola. No, hay unas empleadas cuidándola, doña Carmen y dos más. Pero el coronel ya dijo que después de la ceremonia ella se queda con él mismo. Villa se levantó. La decisión tomada. Entonces vamos a acabar con esto ahora antes del casamiento. Vamos a buscar la chamaca en la Casa Grande.

Macedonio le agarró el brazo al líder. Mi general, la Casa grande está más defendida que la iglesia. Hay guardias día y noche. Si atacamos allá, van a oír los tiros de todo el pueblo y nos quedamos cercados. Villa sabía que Macedonio tenía razón. respiró hondo tratando de controlar la urgencia que sentía. Está bien, esperamos la ceremonia, pero en el minuto que ese padre abra la boca para empezar el casamiento, entramos. El domingo amaneció con un sol rojo que parecía sangre derramada en el cielo.

Las familias de Valle Seco comenzaron a arreglarse para ir a la iglesia, aunque fuera sin ganas. Nadie quería ver ese casamiento, pero todo el mundo sabía que faltar significaba problemas con el coronel. Don Casimiro se puso la camisa menos remendada que tenía y salió de casa con la mujer. Es un día triste para Valle Seco”, murmuró ver una criatura siendo entregada al demonio. En la casa grande, Lupita estaba siendo preparada por las empleadas. Doña Carmen había cosido un vestido blanco con retazos de tela buena que el coronel mandó comprar en la capital.

La niña se miraba en el espejo sin entender bien por qué estaba toda adornada. “Estás bonita, mi hijita”, dijo doña Carmen con los ojos aguados. “Bonita de más para este mundo cruel. Doña Carmen, ¿voy a poder llevar la muñeca María?”, preguntó la niña. La mujer tuvo que voltearse para esconder las lágrimas. Va, sí, mi hijita, puedes llevar. Mientras tanto, en el campamento escondido, Villa y sus hombres hacían los preparativos finales. Revisaron las armas por última vez, ajustaron las cartucheras, se amarraron los pañuelos al cuello.

Acuérdense, dijo Villa mirando cada hombre a los ojos. No vamos allá para matar gente inocente. Nuestra bronca es con el coronel y con quien se ponga de su lado. Si los guardias sueltan las armas, los dejamos vivos. Si el pueblo se agacha y se queda callado, nadie se lastima. Pero el coronel hizo una pausa. El coronel no sale vivo de esa iglesia. Fierro revisó las dos pistolas que cargaba en la cintura. Y si aparecen federales, mi general, si aparecen, los enfrentamos también, pero dudo que aparezcan.

Domingo en la mañana, los soldados están en la cantina bebiendo mezcal. Montaron en los caballos cuando el sol indicaba que faltaba poco para el mediodía. Villa iba adelante, como siempre, con fierro a su lado. Macedonio y el joven vigía venían atrás y el resto del grupo lo seguía en fila. Cabalgaron despacio, sin prisa, pero con determinación. Sabían que cada paso del caballo los llevaba más cerca del enfrentamiento, más cerca del momento en que tendrían que actuar rápido y certero.

Cuando llegaron cerca del pueblo, podían oír la campana de la iglesia tocando, llamando al pueblo para la ceremonia. Villa hizo seña al grupo para que parara en una casa abandonada en las orillas de Valle Seco. De allí podían ver la iglesia sin ser vistos. “Esperamos que entre toda la gente”, susurró Villa. “Cuando el padre empiece a hablar, entramos.” Se quedaron allí escondidos, observando las familias llegar. Vieron al coronel Brandao bajar de su carruaje todo adornado con traje blanco y cadena de oro.

Vieron a los guardias posicionarse en la puerta de la iglesia, en las ventanas, en los fondos. Vieron a Sinara llegar llorando, apoyada por Ignacio, que también tenía lágrimas en los ojos. Y entonces vieron a Lupita. La niña bajaba del acarruaje del coronel vestida de blanco, con su muñeca de trapo agarrada con los dientes. Parecía una muñequita ella misma, pequeña de más, frágil de más, para entender el horror que la esperaba. Fierro, murmuró una maldición bajito. El joven vigía apretó el rifle con tanta fuerza que los dedos se le pusieron blancos.

Macedonio hizo la señal de la cruz, pidiendo fuerza para hacer lo que tenía que ser hecho. Y Villa se quedó mirando la niña con una expresión que mezclaba rabia y determinación. Aquella criatura inocente que debía estar jugando en el patio de la casa estaba siendo arrastrada para dentro de una iglesia para casarse con un monstruo. “Llegó la hora”, dijo Villa montando en siete leguas. Vamos a acabar con esto. El grupo se posicionó conforme el plan. Villa, Fierro y dos más irían por la puerta de enfrente.

Macedonio y el vigía por los lados. Los otros se quedarían afuera controlando las salidas y vigilando si aparecía refuerzo. Dentro de la iglesia, el padre Crisanto comenzó la ceremonia con voz temblorosa. Lupita estaba en el altar al lado del coronel Brandown, que sonreía satisfecho. El pueblo asistía en silencio, algunos llorando bajito, otros con la cabeza baja, sin valor de mirar. Estamos aquí reunidos, comenzó el Padre para celebrar el matrimonio entre Fue cuando las puertas de la iglesia se abrieron de par en par con un estruendo que hizo que todo el pueblo se volteara.

Allí, contra la luz fuerte del mediodía, estaba la figura imponente de Pancho Villa, rifle atravesado en el pecho, sombrero de cuero adornado con monedas brillando como estrellas. Atrás de él, Fierro y dos revolucionarios más, todos armados hasta los dientes. “Esta ceremonia se acabó”, dijo Villa, la voz haciendo eco por las paredes de la iglesia. Por un segundo nadie se movió. El padre Crisanto se quedó paralizado con la Biblia abierta en las manos. El coronel Brandown puso los ojos como platos.

La boca se abrió sin conseguir formar palabras. Lupita, confundida, apretó la muñeca de trapo contra el pecho con los dientes. Fue Pascual, uno de los guardias en la puerta, quien reaccionó primero. Sacó el revólver de la cintura, pero antes de que pudiera apuntar, Villa disparó. El tiro certero acertó el arma, arrancándola de la mano del guardia y tirándola lejos. El hombre gritó de dolor, agarrándose la mano que sangraba. El próximo que saque arma no va a tener suerte de solo perder la mano, avisó Villa.

El otro guardia de la puerta, viendo al compañero herido, levantó las manos despacio. Sabía que no tenía chance contra Villa y sus hombres. En ese momento, Macedonio y el vigía entraron por las puertas laterales, agarrando de sorpresa a los guardias que vigilaban las ventanas. Uno de ellos hasta intentó disparar, pero el joven fue más rápido. Le acertó un tiro en la pierna al hombre que cayó gritando. Otro soltó el arma al suelo inmediatamente, las manos alzadas en rendición.

“Todo el mundo al suelo”, gritó Fierro disparando para arriba. Quien se quede parado va a conocer el infierno. El pueblo se tiró en los bancos y debajo de ellos, protegiendo las criaturas con el cuerpo. Sinara intentó correr al altar donde estaba la hija, pero Ignacio la detuvo sabiendo que si se movía podía recibir un tiro perdido. Los dos guardias que estaban en los fondos de la iglesia aparecieron corriendo, pero pararon cuando vieron que sus compañeros ya estaban dominados.

Villa apuntó el rifle hacia ellos. Suelten las armas y júntense con los otros despacio. Los hombres obedecieron soltando los revólveres en el suelo y caminando hasta donde los otros guardias estaban amontonados. En menos de 2 minutos, Villa había tomado control total de la iglesia sin matar a nadie. Pero el coronel Brandown, que había estado paralizado de susto, comenzó a recuperar la arrogancia que lo caracterizaba. Agarró a Lupita del brazo, jalando la niña hacia él como si fuera un escudo.

“¡Villa!”, gritó él, la voz temblando, pero tratando de sonar firme. “No sabes con quién te estás metiendo. Yo soy hombre de posición. Tengo amigos poderosos. Si me matas, te van a cazar hasta el fin del mundo. Villa caminó por el pasillo de la iglesia con pasos lentos y firmes, el rifle aún en la mano. Sus ojos no salían del coronel. Suelta la chamaca. No, es mi novia. Nos vamos a casar y tú no puedes impedirlo. Novia. La voz de Villa ganó un tono peligroso.

Ella tiene 10 años, desgraciado. Aún juega con muñeca de trapo. Y tú quieres hacer de ella esposa coronel apretó más el brazo de Lupita, que comenzó a llorar bajito de dolor. En el desierto, Chamaca se casa temprano. Mi dinero, mis reglas, tú no tienes derecho de meterte. Fue cuando Fierro se acercó por el otro lado del altar. El coronel no lo vio llegar y cuando se dio cuenta ya era tarde. El revolucionario arrancó a Lupita de los brazos de Brandán con un jalón firme pero cuidadoso para no lastimar la criatura.

“Tómala”, dijo Fierro entregando la niña al vigía joven. “Llévala con la madre.” El muchacho agarró a Lupita en brazos con delicadeza. La niña estaba temblando, asustada con todo lo que estaba pasando, pero seguía agarrando firme la muñeca con los dientes. El revolucionario caminó hasta donde estaba Sinara y puso la criatura en los brazos de la madre. Sinara abrazó la hija con tanta fuerza que parecía querer fundir los dos cuerpos en uno. Lloraba de alivio, de gratitud, de tantos sentimientos mezclados que no conseguía ni hablar.

Ignacio también abrazó a las dos formando un círculo de protección alrededor de la niña. Gracias, consiguió susurrar Sinara mirando a Villa a través de las lágrimas. Gracias por salvar mi hija. Villa asintió con la cabeza, pero su rostro continuaba duro. Aún no había terminado. El coronel Brandown, ahora sin la niña para esconderse atrás, intentó correr. Bajó del altar y corrió en dirección a la puerta de los fondos, pero se topó con Macedonio, que lo agarró del cuello del traje blanco.

¿Para dónde piensas que vas, coronel?, preguntó el revolucionario aventando al hombre de vuelta al altar. Brandown cayó de rodillas, el traje blanco ensuciándose en el polvo del suelo. Por favor, Villa, tengo dinero, mucho dinero. Puedo pagar lo que quieras. Puedo dar tierras, ganado todo. Villa subió los escalones del altar despacio, parándose justo enfrente del coronel arrodillado. El dinero no compra lo que destruiste, no compra la inocencia que trataste de robar, no paga el sufrimiento que causaste. Entonces, ¿qué quieres?

¿Qué vas a hacer conmigo? Villa miró alrededor de la iglesia. El pueblo continuaba agachado en los bancos, pero todos estaban oyendo, todos estaban viendo. El padre Crisanto estaba recargado en la pared, pálido como un muerto. Los guardias estaban amontonados en un rincón, vigilados por dos revolucionarios. ¿Sabes, coronel? comenzó Villa, la voz tranquila pero cargada de amenaza. Ibas a casar con una criatura de 10 años y hacer de ella tu esposa, aunque ella no entendiera nada, aunque fuera pequeña de más, frágil de más, yo no le iba a hacer daño.

Trató de argumentar el coronel. Cállate la boca, rugió Villa y el eco de su voz hizo temblar los vidrios de la iglesia. Ibas a hacer el peor daño que un hombre puede hacer. Ibas a robar su niñez. Ibas a transformar una criatura en cosa en propiedad tuya. Villa caminó hasta el padre Crisanto, que se encogió aún más contra la pared. Padre, usted iba a casar este hombre con una criatura y bendecir esta monstruosidad. Yo yo no quería.

Tartamudeó el padre. Pero el coronel pagó por la reforma de la iglesia. Pagó, ¿verdad? Villa soltó una risa amarga. Vendió su alma por un techo nuevo, pues ahora va a hacer otra ceremonia, una ceremonia de verdad. El padre parpadeó confundido. ¿Cómo es eso? Villa se volteó hacia el pueblo. Este coronel aquí le gusta el casamiento forzado. Le gusta agarrar quien es débil y obligar a casarse. Entonces hoy él va a sentir en carne propia lo que es eso.

Brandão puso los ojos como platos, empezando a entender. No, no puedes, fierro, gritó Villa. allá afuera y trae el cochino más viejo y más sediondo que encuentres. Puede ser de la crianza del propio coronel. Pierro salió de la iglesia sonriendo. El pueblo comenzó a entender lo que Villa estaba planeando y algunos hasta esbozaron una sonrisa, aunque fuera con miedo. “Villa, por el amor de Dios, suplicó el coronel. Eso es humillación. Eso es exactamente lo que ibas a hacer con esa chamaca.

Cortó Villa. Humillación. Ibas a humillarla. Ibas a humillar la familia. Ibas a humillar la decencia toda. Ahora te toca a ti. Minutos después, Fierro volvió arrastrando un cochino enorme, sucio de lodo y hediendo a estiercol. El animal gruñía y se debatía, pero el revolucionario era fuerte y consiguió llevarlo hasta el altar. Encontré este aquí en el chiquero de la casa grande, dijo Fierro. Por el tamaño y el edor debe tener unos 15 años. Perfecto para el novio.

El pueblo de la iglesia no pudo aguantarse. Algunas risas nerviosas comenzaron a aparecer. Sinara, aunque con la hija en los brazos, sintió una satisfacción amarga al ver al coronel en esa situación. Villa agarró al coronel del brazo y lo levantó del suelo. Levántate, novio. Llegó la hora de tu casamiento. Esto es locura. No me voy a casar con un animal. Ah, sí te vas. La voz de Villa era helada. Del mismo modo que ibas a hacer que esa criatura se casara contigo.

Un viejo de 52 años que podía ser su abuelo. Para los ojos de esa chamaca, tú no pasabas de ser un animal. Entonces ahora te vas a casar con un animal de verdad. Macedonio y el vigía agarraron al coronel de los brazos, uno de cada lado, impidiendo que huyera. El hombre se debatía, gritaba, pero no tenía fuerza contra dos revolucionarios entrenados. Padre Crisanto, dijo Villa apuntando el rifle al religioso. Empieza la ceremonia y hazla derechita con todo lo que tiene derecho.

Si te saltas alguna parte, tú vas al altar también. El Padre, temblando como vara verde, abrió la Biblia con manos temblorosas. Su voz salió débil, casi inaudible. Eh, estamos aquí reunidos. Más fuerte, ordenó Villa. Quiero que todo el mundo oiga. El padre tragó seco y empezó de nuevo, ahora con voz más firme. Estamos aquí reunidos para celebrar el matrimonio entre Brandao y el cochino juvenal. Completó Fierro con una carcajada. Puedes poner ese nombre ahí. La iglesia entera comenzó a reír ahora, sin poder contenerse.

Años de miedo, de opresión, de ver al coronel hacer lo que quería sin consecuencias. Todo eso se transformó en una carcajada liberadora al ver al tirano siendo forzado a casarse con un cochino. Cuando el padre llegó a la parte del intercambio de votos, la situación se volvió aún más absurda. Brandown, ¿aceptas al cochino juvenal como tu legítimo esposo? No, nunca. Esto es una blasfemia. Villa acercó el cañón del rifle a la cabeza del coronel. Responde derechito o te hago volverte ángel ahora mismo.

¿Aceptas o no aceptas? El coronel, viendo la muerte en los ojos de Villa, se dio cuenta de que no tenía opción. con la voz embargada de rabia y humillación murmuró. “Acepto.” “No oí”, dijo Villa. “Acepto”, gritó el coronel, las lágrimas de rabia corriendo por la cara. Fierro apretó la panza del cochino, haciendo que el animal gruñera alto. “Ves el cochino también aceptó.” Cuando el padre llegó al beso, Fierro empujó la cabeza del animal contra la cara del coronel, haciendo que lo del cochino tocara la boca de Brandown.

El hombre escupió, se debatió, gritó de asco mientras la iglesia entera reía sin parar. Pero entonces Villa se puso serio, subió al púlpito y su voz cambió, llenándose de fuerza y autoridad. Pueblo de Valle Seco, ¿cuántos años van a seguir agachando la cabeza ante monstruos como este? ¿Cuántas criaturas más van a dejar que sean lastimadas mientras ustedes se quedan callados? La multitud se fue callando, pero sus ojos brillaban con algo nuevo. Coraje. Este desgraciado iba a arruinar la vida de una chamacita inocente.

Y todos ustedes lo sabían. ¿Y qué hicieron? Nada. Se iban a quedar ahí sentados viendo cómo un demonio destruía una vida. Un murmullo comenzó a crecer entre la gente. Don Casimiro fue el primero en ponerse de pie. Villa tiene razón. Ya basta de ser cobardes. Otros se levantaron también. Las madres pensaron en sus propias hijas, los padres en sus propios hijos. La indignación que habían guardado por años comenzó a salir. “Ese cabrón merece morir”, gritó alguien desde atrás.

“Que pague por todo lo que hizo”, gritó otro. La multitud comenzó a avanzar hacia el altar donde Brando estaba arrodillado, sucio y humillado. El coronel, viendo la turba enfurecida, trató de esconderse detrás de Villa. “¡No! Por favor, Villa, defiéndeme. Pero Villa se hizo a un lado. Defenderte. ¿De qué? Del pueblo que aplastaste durante años. Ahora ellos van a hacer su propia justicia. La multitud se abalanzó sobre Brandown. Lo que siguió fue rápido y brutal. El hombre que había aterrorizado la región durante décadas fue linchado por las mismas personas que había oprimido.

Cuando todo terminó, Villa se dirigió al padre Crisanto, que estaba temblando en la esquina. Y usted, padre, usted que iba a bendecir esa aberración. Villa, yo lo siento. No me importan sus disculpas. Váyase de aquí y nunca más ponga pie en esta región. Si me entero de que volvió, entonces sí, su cabeza va a volar por los aires. Pero déjeme explicarle por qué no lo mato ahora. Villa se acercó al padre, su voz baja pero cargada de amenaza.

Personas como usted, Dios les derrama los peores castigos en esta tierra. La muerte sería quebrar los planes de Dios. Por eso se queda vivo para cargar la vergüenza de lo que casi hizo hasta el día que se muera. El padre salió corriendo de la iglesia y la multitud lo abucheó hasta que desapareció en el horizonte. Villa se volteó hacia el pueblo. Esta tierra ahora es de ustedes. Divídanla justa. Trabájenla con honor y nunca más dejen que un tirano los aplaste.

Sinara se acercó a Villa, aún con Lupita en brazos. La niña había soltado la muñeca y la cargaba ahora con los pies, abrazándola contra su pecho. “Mi general”, dijo Sinara con lágrimas en los ojos, “no tengo palabras para agradecerle lo que hizo.” Villa sonrió y por primera vez, desde que entrara a la iglesia, su rostro se suavizó. “No me agradezca, señora. Solo hice lo que cualquier hombre de bien debe hacer, proteger a los inocentes. Lupita miró a Villa con sus ojos grandes y preguntó, “¿Usted es de los buenos, señor?” Villa se agachó para quedar a la altura de la niña.

“Trato de serlo, chamaquita. Trato de serlo. La historia de lo que pasó en Valle Seco se esparció por todo el norte de México más rápido que el viento del desierto. Se volvió leyenda. Se volvió canción, se volvió esperanza para todos los oprimidos. Y en algún lugar del vasto desierto de Chihuahua, Pancho Villa siguió cabalgando en siete leguas, sabiendo que mientras existieran tiranos que lastimaran inocentes, él estaría ahí para hacer justicia. Acabas de escuchar el canal Legendarios del Norte y ahora en tu pantalla tienes la próxima historia.