Ábreme las piernas y déjame ver le ordenó el vaquero solitario a la novia gigante en Nochebuena…
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ancho El Álamo Perdido. Navidad de 1887. Las sierras de Chihuahua se habían vuelto blancas de golpe, como si Dios hubiera volcado un costal de sal. El viento bajaba de la Sierra Madre con dientes de lobo y aullaba entre los ocotes hasta parecer que las ánimas andaban sueltas. Nadie entraba ni salía del rancho desde hacía tres días.
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Los caminos eran solo una idea bajo la nieve. Don Tranquilino Saldíbar, apodado el mudo desde que una bala apache le rozó la garganta. En el 79 llegó una tarde de ventisca montado en una las que más parecía esqueleto con piel. Traía el zarape hecho girones, el sombrero calado hasta las cejas y un frío que no era solo del clima.
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En el cinto llevaba un col.4 con seis muescas legítimas y en el mismo lado, una biblia de tapas gastadas que nadie le había visto abrir jamás. preguntaron su nombre. Él solo señaló la garganta y negó con la cabeza. Doña Refugio de la Torre, viuda desde que los bandidos colgaron a su marido de un esquite, lo miró de arriba a abajo y dijo, “Aquí se necesita fuerza y silencio. Quédate.
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El rancho era grande, pero estaba herido, tejados rotos, cercas caídas, ganado muriéndose de hambre. 20 peones, tres mujeres de cocina, la patrona y su hija. La hija era la leyenda. Josefa de la Torre medía 2 m con 10 cm descalza. A los 12 años ya pasaba el dintel de las puertas. A los 15 tumbó de un revés al capataz que intentó meterle mano en el corral.
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Desde entonces nadie la tocaba, ni la abrazaban, ni la bendecían, ni la miraban a los ojos. más de 2 segundos. Los hombres la llamaban la giganta con miedo y con deseo escondido. Las mujeres cruzaban el signo de la cruz cuando pasaba. Ella vestía como cualquier mujer de rancho, falda de manta, reboso negro, pero todo le quedaba corto y apretado.
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Y cuando cargaba un costal de maíz, parecía que cargaba una almohada. La habían prometido desde niña con don Venostiano Carranco, un ascendado rico de casas grandes, viejo, enano y medio tuerto que necesitaba herederos altos para que le alcanzaran los estribos. La boda se fijó para Nochebuena del 87. El vestido llegó de Chihuahua capital, raso blanco, encaje de bruselas, tan grande que hubieras podido usarlo de vela para un barco.
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Josefa lo miró y no dijo nada, pero esa noche rompió tres platos contra la pared de la cocina. Los días antes de Navidad fueron de ajetreo. Mataron dos vacas, hicieron tamales de elote, colgaron faroles de papel de china. Los peones contaban chistes nerviosos sobre la novia que podía cargar al novio en brazos hasta el altar.
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Josefa trabajaba más que todos, subía troncos al tejado, abrevaba los caballos, partía leña con una hacha que parecía juguete en sus manos. Cuando pasaba cerca del mudo, él bajaba la vista, no por miedo, por respeto. Ella lo notaba y sentía algo raro, como si alguien la mirara de verdad por primera vez. El 23 de diciembre, la tormenta cerró el mundo.
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La nieve tapó las puertas. Los invitados no llegaron. El padre Anselmo se quedó atrapado en Amiquipa. Don Benustiano mandó un propio con carta. Por causa de fuerza mayor, pospongo la boda hasta enero. Dios mediante. Doña refugio lloró de rabia y vergüenza. Los peones se emborracharon en silencio. Josefa tomó el vestido blanco, una botella de mezcal de la buena y se encerró en el granero viejo, el que ya nadie usaba porque olía a ratas muertas y recuerdos.
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A las 11 de la noche, la temperatura bajó tanto que el aliento se hacía hielo. Tranquilino salió del jacal de los peones buscando un lugar donde el viento no le arrancara la vida. Empujó la puerta del granero y la encontró sentada en un banco, la botella a medio terminar. El vestido de novia puesto a medias, los hombros caídos como montañas cansadas.
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La luz de una vela de cebo apenas llegaba a su cara. Tenía los ojos hinchados, pero no de llorar, de contenerlo todo. “¿Qué miras, cabacho callado?”, dijo con voz pastosa y filosa. A la vez. Él se quedó en el umbral quitándose el sombrero. La nieve se le derretía en las pestañas. “Acércate”, ordenó ella. Todos me tienen miedo. Tú no.
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¿Por qué? Tranquilino dio tres pasos lentos. El suelo crujió bajo sus botas. El olor del mezcal, de locote quemado y de mujer dolida llenaba el aire. “Porque yo también soy un monstruo”, dijo al fin. Su voz era ronca, casi sin uso, como un cuchillo oxidado que aún corta. Josefa soltó una risa que parecía llanto.
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“¿Tú? Tú eres un hombrecito bonito de ojos de hielo. Mira esto. Se abrió el escote del vestido hasta donde la vergüenza le permitió. Mira las cicatrices que me dejaron los que me llamaron fenómeno. Mira lo que nadie quiere tocar. Él no retrocedió, se acercó más. La luz le marcó la cicatriz que le cruzaba la ceja izquierda y la barba de cinco días.
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Sus manos, llenas de callos y pólvora vieja temblaron un segundo antes de posarse en las rodillas de ella. “Ábreme tu alma y déjame entrar”, dijo tan bajo que casi fue un rezo. El granero se quedó sin aire. Afuera el viento seguía aullando, pero adentro solo se oía el latido de dos corazones que habían vivido demasiado tiempo solos.
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Josefa lo miró largo, muy largo. Después se recostó contra la pared de adobe, abrió lo que quedaba de orgullo y levantó la barbilla. Aquí me tienes, valentón. Mira lo que nadie ha querido mirar nunca. Tranquilino se arrodilló. No como criado, como hombre que encuentra agua después de años de desierto.
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Puso las manos en las piernas de ella, grandes, fuertes, temblorosas. Subió despacio, sintiendo el calor bajo la tela, el latido acelerado, la vida que nadie había celebrado. “¿Sabes por qué me dicen la giganta?”, susurró Josefa, y la voz se lebró. Porque a los 15 maté al capataz que quiso forzarme. Le rompí el cuello con estas manos. Desde entonces soy el monstruo del cuento.
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Mi madre me mira como si fuera a comérsela. El cura me rocía agua bendita de lejos. Y el enano ese solo quiere mis huesos largos para sus hijos. Tranquilino levantó la cara. Sus ojos azules estaban húmedos, pero no de frío. “Yo maté a mi primer hombre a los 13”, dijo. Después vinieron otros cinco. Por eso las muescas, por eso la garganta rota, por eso no hablo.
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Pero tú, tú no eres monstruo, eres mujer. Y yo hace mucho que no toco a una mujer sin que sea para matarla o para que me mate. Josefa soltó un soyoso que era mitad risa, mitad grito. Lo tomó por la nuca con las dos manos y lo atrajó hacia su pecho. Entonces, ámame, sea. Ámame antes de que el mundo nos mate a los dos. Y él la amó.
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No hubo delicadeza de cuentos de hadas. Hubo hambre. Hubo dientes, uñas, jadeos que parecían rugidos. El vestido de novia terminó hecho girones en el suelo junto con el sarape roto y la dignidad que ambos habían cargado como cruz. Josefa lo apretó contra sí hasta casi romperle las costillas. Él se aferró a ella como si fuera la última tabla en el diluvio.
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Se amaron con furia antigua, con rabia acumulada, con todo lo que la vida les había robado. Cuando llegaron al final, quedaron temblando en la paja, cubiertos de sudor y de una paz que ninguno de los dos conocía. La vela se apagó. Afuera empezaba a clarear. ¿Te vas a ir con la luz?, preguntó ella acariciándole el pelo mojado.
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No, respondió él. Me quedo como peón. Como tu hombre, si tú me quieres. Josefa soltó una carcajada que despertó a los murciélagos del techo. ¿Te das cuenta, loco? Soy más alta, más fuerte, más rica. La gente va a decir que yo te mantengo. Que hablen, dijo él y por primera vez sonrió de verdad. Yo nunca hablo. Tú sí.
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Habla por los dos. Al amanecer de Navidad, doña refugio abrió la puerta del granero buscando a su hija y se encontró la escena. Josefa saliendo tomada de la mano de un vaquero desconocido, el vestido hecho pedazo, el pelo suelto, pero con una luz en la cara que la patrona no le veía desde que era niña. “Madre”, dijo Josefa con voz firme.
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“Este hombre se queda y yo con él.” Doña Refugio abrió la boca, la cerró, miró los ojos helados del mudo y después la felicidad de su hija. Cruzó una rápida señal de la cruz y murmuró, “Dios hace cosas raras, pero hace cosas.” Tres días después llegó don Benustiano Carranco con sus abogados, dos escribanos y ocho pistoleros de alquiler.
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Venía furioso, gritando sobre contratos firmados ante notario, sobre dotes y deshonra. Lo recibieron en la galería. El mudo estaba sentado en una silla limpiando su colt con calma de relojero. Josefa parada atrás con un Winchester 73 apoyado en la cadera como si fuera pluma. “Señorita de la Torre”, empezó el viejo con voz chillona, “Usted tiene obligación moral y legal.
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” Josefa lo interrumpió levantando una mano del tamaño de una pala. “Don Benustiano, aquí el único que se va a casar conmigo es este hombre. Si usted y sus gallinas quieren discutir, adelante. Tengo balas y fuerza para recargar sola. El viejo abrió la boca, miró los ojos de la giganta, ahora brillando de otra cosa.
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Miró después los del vaquero que no parpadeaba, miró los ocho cañones que de pronto parecían muy pequeños. Dio media vuelta, montó su mula y nunca más se le vio por la sierra. En febrero, cuando la nieve ya se derretía en los barrancos, se casaron en la capillita de San Buenaventura. Josefa tuvo que agacharse para entrar. El padre Anselmo tuvo que subirse a un banco para ponerles los anillos.
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Cuando preguntó si alguien se oponía, el silencio fue tan grande que se oyó el latido de los corazones. Tuvieron siete hijos. Los varones salieron altos como pinos y callados como el padre, las niñas fuertes como la madre y con la misma risa que retumba. Hicieron camas especiales, puertas más altas y el rancho prosperó como nunca.
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Cada nochebuena, cuando la nieve vuelve a cubrir los cerros, Josefa y Tranquilino cierran la puerta del granero viejo. Ella se sienta en el mismo banco, abre el reboso y dice con voz ronca, “Mira otra vez, mi amor, mira lo que es tuyo desde aquella noche.” Y él, que aún habla poco, se arrodilla y la adora en silencio, como quien adora a la vida misma.
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Porque en las sierras de Chihuahua saben que los verdaderos gigantes no son los que miden más. sino los que tienen el corazón lo bastante grande para amar sin miedo.