«Abre las piernas y déjanos ver», ordenaron los gigantes guerreros apaches a la viuda solitaria.
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En el rancho La Soledad, a tres días de cabalgata de Magdalena de Quino, vivía doña Refugio Valenzuela, viuda desde los 29 años. Su marido, don Crisóforo, había muerto cuatro primaveras atrás, destrozado por un toro bravo en el corral. Desde entonces, Refugio se quedó sola con 2000 hectáreas de tierra seca, 40 vacas flacas y una casa de adobe que crujía como huesos viejos cada noche de viento norte.
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Era alta, de cintura delgada y figura que aún conservaba su belleza bajo los vestidos oscuros que llevaba. El luto lo guardaba en el corazón como una herida que no cierra. Los peones la respetaban profundamente, pero también la admiraban en silencio. Ninguno se atrevía a acercársele más de lo debido.
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Decían que los ojos verdes de la viuda podían transmitir fuerza o ternura según el momento. Una tarde de noviembre, cuando el sol se derramaba rojo sobre la sierra, tres jinetes aparecieron en el horizonte. Venían del lado de Arizona cruzando la frontera como sombras. Eran apaches chirikahuas, alto, el mayor, de 40 años, con cicatrices que parecían mapas antiguos.
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Nissoni, el de mirada dulce y cuerpo de bronce puro, y Tasa, el más joven, de 22, con una sonrisa que prometía aventuras. Los tres llevaban los torsos desnudos a pesar del frío, solo pantalones de anticartucheras bajas. Sus trenzas negras brillaban con grasa de oso. Traían rifles Winchester y cuchillos de obsidiana. Nadie en el rancho se atrevió a salirles al paso.
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Refugio estaba en el porche limpiando un cotnede del 51 cuando los vio llegar. No se inmutó. Apoyó el revólver en la barandilla y esperó. Los apaches desmontaron sin prisa. Alto habló primero. En español duro, pero claro. Venimos de muy lejos. mujer, cruzamos el desierto porque los espíritus nos hablaron de ti. Refugio alzó una ceja.
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¿Y qué les dijeron los espíritus exactamente? Nisson dio un paso al frente. Su voz era más suave, casi un canto. Que aquí vive una mujer que ya no teme a la muerte ni a la pasión. Tasa soltó una risa baja y se lamió los labios. Y que esa mujer lleva demasiado tiempo sola. Nosotros venimos a compartir nuestra compañía contigo, doña refugio.
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Los tres esta noche y las que tú quieras. El silencio cayó como plomo. Los gallos dejaron de cantar. Hasta los perros se escondieron bajo la casa. Refugio los miró de arriba a abajo. Primero a alto, con su pecho ancho lleno de cicatrices. Luego Anisoni, que parecía esculpido por los dioses antiguos.
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finalmente a taza, insolente y hermoso como un lobo joven, y soltó una carcajada que resonó hasta las vigas del techo. Eso dijeron los espíritus. Que vengan tres apaches a acompañarme porque estoy sola. Se levantó, recogió el revólver y lo amartilló con calma. Aquí el que entra sin permiso sale con plomo en la barriga.
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Así ha sido siempre en la soledad. Alto no se movió, solo sonrió. Entonces, dispáranos, mujer. Pero primero escucha, no venimos a robarte ni a hacerte daño. Venimos a ofrecerte lo que ningún hombre blanco te ha dado nunca. Tres noches, tres guerreros. Sin mentiras, sin promesas de matrimonio, sin lágrimas al amanecer. Solo cercanía, calor y pasión hasta que el cuerpo no pueda más.
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Después nos iremos o nos quedaremos si tú lo ordenas. Refugio sintió que algo se movía dentro de ella, algo que llevaba años dormido. El aire olía a cuero, a humo de leña y a hombre salvaje. Y si digo que no. Tasa se encogió de hombros. Nos iremos, pero sabrás toda la vida lo que te perdiste.
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La viuda guardó el revólver en la cintura y los miró fijamente. Pasen. Cenaremos primero. Después veremos si son tan hombres como dicen. Esa noche la casa grande de la soledad se llenó de olor a carne asada, chile colorado y mezcal de la buena. Los peones, asustados se fueron al jacal más lejano. Refugio sirvió ella misma sin sirvientas.
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Los apaches comían con las manos, arrancando trozos de costilla como lobos. Cuando el mezcal calentó la sangre, Alto habló de nuevo. Hace tres lunas, en las montañas de Arizona, un anciano Maren mantuvo una visión. Vio a una mujer de ojos verdes vestida de amarillo llorando sobre una tumba vacía. vio que su cuerpo ardía de deseo y su alma de rabia.
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El anciano dijo, “Id al sur. Encontradla, dadle lo que necesita antes de que se vuelva loca o se pierda para siempre.” Nisson añadió, “Nos costó encontrarte. Enfrentamos soldados, cruzamos ríos de hielo, perdimos dos caballos, pero aquí estamos. refugio, se sirvió otro trago. ¿Y qué gano yo además de tres guerreros apaches a mi lado? Alto se acercó hasta que ella sintió el calor de su cuerpo.
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Ganas olvidar, ganas recordar que estás viva. Ganas una pasión que ninguna mujer blanca ha sentido jamás y ganas algo más. Sacó de su morral un collar de cuentas turquesas y garras de águila. Esto es un talismán de guerra y de amor. Quien lo lleva no vuelve a estar sola nunca más, aunque los hombres se vayan. Refugio tomó el collar.
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Sus dedos rozonlos de alto. Fue como una chispa. La viuda se puso de pie. Baño primero. Yen a caballo y a desierto. Luego veremos. Los tres apaches se miraron y sonrieron. El cuarto de baño era grande, con una tina de cobre que refugio llenaba con agua caliente de la estufa. Ella misma los ayudó a quitarse la ropa sin prisa.
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Primero alto, el cuerpo era un mapa de batallas, músculos duros como piedra. Luego Nissoni, más delgado pero perfecto, lleno de vitalidad. Finalmente, Tasa, joven y arrogante, rebosante de energía. refugio se quitó el vestido negro. Debajo no llevaba nada. Su figura, aún firme y hermosa, se mostró libre.
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Los apaches contuvieron el aliento. Ella entró en la tina y les ordenó, “Lávenme!” Y así empezó todo. Primero fue Alto quien la abrazó por detrás en la tina misma, mientras Nisson le besaba el cuello y los hombros y tasa la acariciaba con ternura. Refugio sintió un placer tan intenso que gritó como nunca antes.
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El agua se derramó por el suelo de madera. Después la llevaron a la cama grande de roble, la misma donde había dormido con su marido muerto. La sujetaron con lazos de cuero suave a los postes, no para dominarla, sino porque ella lo pidió. Querían que se entregara por completo. Y se entregó. Alto la tomó primero, lento y profundo, mientras Nissoni le acariciaba el rostro y Tasa la besaba con pasión.
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Refugio alcanzó el éxtasis varias veces antes de que Alto se dejara llevar por completo con un grito que hizo temblar las ventanas. Luego fue Nissoni. Él era más suave, más lento. La miraba a los ojos mientras la amaba. Le susurraba palabras en Apache que ella no entendía, pero que la hacían estremecer de placer. Cuando llegó al clímax, lo hizo sobre su vientre, cálido y abundante.
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Tasa fue el último salvaje. Casi endomable la tomó de pie contra la pared, levantándola con facilidad. La abrazó con tanta intensidad que refugio creyó que se fundiría con él. Gritó, lo abrazó fuerte, lo besó con furia. Cuando Tasa alcanzó el éxtasis, lo hizo dentro de ella, marcándola con su pasión. y aún no habían terminado.
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Durante tres días y tres noches, el rancho La Soledad fue un lugar de intensa cercanía y entrega. Los apaches la acompañaban en la cocina, en el corral, en el bajo la luna llena. La bañaban en leche de cabra y la acariciaban después con devoción. Le enseñaron formas de amar que ninguna mujer de su mundo había conocido.
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La llevaron a un placer tan profundo que tembló como si estuviera poseída por la vida misma. Pero no todo era pasión. Entre abrazo y abrazo hablaban. Alto le contó de las guerras contra los mexicanos y los americanos, de cómo su mujer y sus hijos habían muerto en Janos. Nisson cantaba canciones antiguas que hablaban de mujeres que se convertían en estrellas.
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Tasa, el más joven, le confesó que nunca había conocido mujer hasta esa noche, que había esperado a la mujer de la visión. Refugio lloró por primera vez en años lloró de verdad. Al cuarto día llegaron los rurales, 20 hombres armados enviados por el ascendado vecino que quería quedarse con la soledad.
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Venían a capturar a los apaches y a llevarse el rancho por la fuerza, decían. Los encontraron descansando en el porche bebiendo café. Refugio se levantó primero. Tomó el Winchester de alto. Esta es mi casa. El que entre sin permiso pagará caro. Los rurales rieron hasta que vieron a los tres apaches levantarse fuertes y decididos con cuchillos en las manos.
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La balacera duró menos de 10 minutos. Alto batió a cinco con su rifle, disparando desde la cadera. Nisson enfrentó a tres antes de que pudieran reaccionar. Tasa corrió entre los caballos, cortando tendones y desarmando enemigos. Refugio disparó hasta que el cañón del Winchester quemó sus manos. Cuando terminó, 17 rurales estaban fuera de combate.
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Los tres restantes huyeron hacia el norte, gritando que el vivía en la soledad. Los apaches tenían heridas. Alto una bala en el hombro, ni son ni un tajo en el muslo. Pasa nada, solo sangre ajena en el cuerpo. Refugio los curó con aguardiente y hierbas, los cosió con hilo de maguei. Los besó mientras lloraba. Esa noche se entregaron el uno al otro por última vez. Más suave, más triste.
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Al amanecer, los apaches encillaron sus caballos. Alto le puso el collar de turquesa al cuello. Nos vamos. Los soldados vendrán en masa ahora. No queremos que mueras por nosotros. Refugio no lloró. Volverán. Nisson sonrió. Cuando la luna esté llena, otra vez, escucha el viento. Si oyes tres coyotes aullar juntos, somos nosotros.
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Tasa la besó en la boca largo y profundo. Gracias, mujer. Nos diste lo que ningún hombre blanco nos podrá quitar nunca. Y se fueron. Refugio los vio desaparecer en el horizonte, tres siluetas negras contra el sol naciente. Nunca volvieron. Pero 9 meses después, en la soledad nació un niño de ojos verdes y cabello negro como la noche.
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Lo llamaron Crisóforo, como su abuelo. Y cada luna llena, cuando los coyotes aullaban tres veces seguidas, refugio salía al porche, alzaba el rostro al cielo y dejaba que el viento la abrazara, porque sabía que en algún lugar del desierto tres guerreros apaches la recordaban y la llevaban siempre en el corazón