Carta de un niño de 13 años en Ciudad de México a su madre en el cielo
Posted by
–
Las noches en Ciudad de México a veces traen fríos repentinos. El viento se cuela por los techos de lámina, que crujen como suspiros de la ciudad inmensa. En una pequeña habitación, en un callejón de Iztapalapa, Leo —un chico de trece años— se abrazaba fuerte a sí mismo. La cobija gruesa había sido retirada desde temprano, colgada en un cordel cerca del techo, fuera de su alcance. Su madrastra, Marisol, había dicho: “Un hombrecito debe ser duro. Aquí todos aguantan,” antes de apagar la luz y cerrar la puerta con un golpe seco.

Leo no lloraba en voz alta. Temía que ella lo oyera. Cada vez que lloraba, lo obligaba a permanecer bajo la regadera, con agua helada cayendo sobre su cuerpo hasta que sus labios se tornaban morados. Aprendió a tragarse las lágrimas, dejándolas caer hacia dentro como piedras pesadas en su pecho. Esa noche, sin embargo, el aire era demasiado frío, la piel se le encogía. Pensó en su madre —que había partido un día de octubre, cuando aún olía a cempasúchil por las calles en el Día de Muertos.
En la mesita junto a su cama, Leo había improvisado un pequeño altar para ella: un ramo de flores secas, una vela consumida y una foto de su madre sonriendo con una charola de conchas recién horneadas. A su madre le encantaba hacer pan, y su cabello siempre guardaba aroma a canela y harina. Cada noche, él escribía una carta, la doblaba y la colocaba bajo el marco.
“Mamá en el cielo: cuídame. Hoy Marisol me obligó a bañarme con agua fría. Temblaba tanto que dejé caer el cepillo. No puedo cubrirme aunque la temperatura esté bajo diez grados. Prometí no llorar, como me dijiste que debía ser fuerte. Pero… te extraño demasiado.”
Doblando la carta, se acurrucó para buscar el sueño. Solo pedía que el ruido del tráfico ocultara el sonido de la puerta abriéndose y los pasos acercándose.
En la escuela, solo una persona parecía notar algo: la profesora Jimena, maestra de literatura. Ella llegaba temprano, con un café en mano, y observaba a los alumnos entrar. Leo siempre estaba entre los primeros, con una chamarra delgada, las manos escondidas en los bolsillos para darse calor. Se sentaba al fondo, tomaba apuntes con disciplina, pero nunca levantaba la mano.
Un día, la maestra pidió un texto sobre “el lugar donde te sientes en paz”. Leo entregó una hoja en blanco. En el reverso había dibujado una concha de pan y, en medio, una letra “M”. Después de clase, la profesora lo llamó.
“¿Estás bien, Leo?” preguntó suavemente.
Él bajó la vista. “Sí, profe.”
“Tus manos están heladas,” dijo ella, ofreciéndole un vaso de chocolate caliente comprado en la esquina. “¿Quieres contarme algo? No tiene que ser aquí, puedo escucharte.”
Leo dudó. Recordó la amenaza de Marisol: “Lo que pasa en casa no se cuenta.” Pero el calor del chocolate lo llevó de regreso a las mañanas con su madre, cuando espolvoreaba canela sobre la leche tibia. El recuerdo rompió el muro de miedo. “Si lo digo, ¿mi mamá volverá?” preguntó.
La maestra se agachó hasta quedar a su altura. “Tu mamá siempre está contigo aquí,” dijo señalando el corazón. “Pero para que las cosas cambien, necesitamos ayudar. ¿Quieres intentarlo?”
Leo abrió su mochila. Sacó un manojo de papeles arrugados: las cartas a su madre. Se los entregó. La maestra leyó despacio. Cuando llegó a las frases “agua fría” y “sin cobija”, se detuvo, con los ojos oscuros de indignación.
“¿Puedo llevar estas cartas a quienes pueden ayudarte? Al DIF,” preguntó. “Pero antes debo hablar con tu papá.”
Leo levantó la mirada. Su padre, Carlos, trabajaba turnos de noche como repartidor. Desde la muerte de su esposa, apenas hablaba y vivía cansado. Marisol se había instalado en la casa sin que Leo recordara exactamente cuándo. “¿Papá me va a creer?” susurró.
“Yo le hablaré de manera que te escuche,” aseguró ella.
Esa noche, Marisol lo obligó a arrodillarse en el baño porque “no había lavado bien los trastes”. El agua fría caía sobre él cuando escuchó la llave girar en la puerta principal. Su padre había regresado temprano. Por primera vez en mucho tiempo, no entró en silencio. Abrió la puerta del baño y vio a su hijo temblando bajo la regadera.
“¿Qué es esto?” su voz se quebró.
Marisol respondió, nerviosa: “Lo estoy educando. Así se hace en todas partes. Es flojo—”
Pero Carlos apagó la llave, envolvió a Leo en una toalla y lo abrazó. Sus ojos, que antes eran solo sombras, ahora ardían. “En mi casa nadie trata así a mi hijo.”
Esa noche, Carlos no durmió. Sentado en la cocina, abrió cada carta escrita por su hijo. Las palabras “tengo frío”, “te extraño”, “tengo miedo” le atravesaron como cuchillos. Llamó a la maestra Jimena, luego a un amigo en la delegación. Al amanecer, llevó a Leo a casa de su abuela en Xochimilco. Ella lo recibió con lágrimas y un abrazo apretado. Marisol desapareció antes del amanecer.
Los días siguientes fueron como cruzar un puente de madera que crujía a cada paso. Leo comenzó terapia con Diego, un joven psicólogo del centro comunitario. Él siempre ponía una bolsa de churros sobre la mesa, como si dijera: “Cuenta lo que quieras, pero cómete los churros.”
“¿Quieres hablar de tu mamá?” preguntó Diego.
Leo lo hizo en voz baja: el olor a harina, la risa en la cocina, cómo dibujaba la letra “L” sobre el azúcar. Cuando mencionó su muerte, su voz se quebró. Diego no dijo “no llores”; solo asintió, permitiendo que las lágrimas fluyeran.
En la escuela, la profesora pidió escribir una carta a “alguien que ya no está”. Leo escribió tres páginas, mezclando español con las pocas palabras de vietnamita que su madre le había enseñado. Terminó con: “Ya no me baño con agua fría por la noche, mamá.”
Carlos cambió de turno para estar en casa de noche. Intentó hornear pan conchas usando la receta de su esposa. La primera hornada se quemó, y se rió por primera vez en mucho tiempo. “Tu mamá me mataría por ser tan torpe,” bromeó. Leo, entre risas, espolvoreó canela sobre la leche.
En noviembre, las calles se llenaron de cempasúchil y velas para el Día de Muertos. En la ofrenda familiar, Leo colocó la foto de su madre junto a un pan que su padre finalmente había logrado hornear bien. Murmuró: “Mamá en el cielo, gracias por cuidarme.” Y agregó en vietnamita: “Mẹ, cảm ơn mẹ đã bảo vệ con.”
A su lado, Carlos lo miró y le apretó la mano. “Perdóname,” dijo. “He estado ausente demasiado tiempo.”
Leo levantó la vista. En los ojos de su padre ya no había sombras, sino dos fuegos pequeños, cálidos y firmes.
Ese invierno hubo noches por debajo de diez grados. El viento aún aullaba entre los callejones, las luces parpadeaban en la madrugada. Pero en casa de la abuela, Leo dormía bajo una cobija gruesa que olía a sol. Antes de dormir, escribió una última carta para dejarla junto a la foto de su madre:
“Mamá, ahora estoy bien. Tengo cobija caliente. Me baño con agua tibia. Papá está conmigo, y también la profe Jimena y el psicólogo Diego. Ya no le tengo miedo a la oscuridad. Creceré como tú querías: no fuerte por obligación, sino fuerte porque me aman.”
Sopló la vela. La habitación quedó en silencio, salvo por el murmullo lejano de la ciudad. En el cielo oscuro de México, imaginó escuchar la risa de su madre, ligera y dulce como azúcar sobre una concha de pan. Y esa noche, por fin, Leo durmió profundamente.