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En las sierras de Durango, donde el viento corta como navaja y la nieve cubre los huesos de los muertos, quedaba un rancho olvidado llamado la soledad. La casa grande estaba medio quemada desde la revolución, pero aún resistía una pequeña cabaña de troncos junto al corral. Ahí vivía desde hacía un año la viuda Refugio Salazar, sola con sus gallinas, su caballo viejo y la fama de haber causado la muerte de su marido, el capitán federal Anselmo Salazar, el mismo que ordenó castigar a medio pueblo en 1914.
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La gente decía que refugio era bruja, que sus ojos verdes veían el alma de los hombres y que su boca sabía palabras antiguas que doblaban la voluntad. Por eso nadie se acercaba al rancho, ni siquiera los bandidos de la sierra, que eran muchos y sin ley. Una noche de diciembre, cuando la luna parecía una moneda de hielo colgando del cielo, llegó Donaciano Rentería, ranchero de Mapimí, con la cara llena de sangre y dos heridas rozándole las costillas.
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Traía el caballo cojo y la pistola sin balas. Los hombres del coronel Epigmenio Treviño lo perseguían desde NASA porque Donaciano se había negado a entregarle sus últimas 100 cabezas de ganado. El coronel no perdonaba desobediencias. Refugio lo vio llegar desde la puerta de la cabaña.
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La nieve caía tan tuppida que parecía que el mundo se estaba borrando. El hombre se bajó del caballo y cayó de rodillas. Agua susurró. Ella lo miró un largo rato como quien mide el tamaño de la desgracia que entra por su puerta. Aquí no hay agua para hombres que ya casi no respiran, dijo al fin. Pero entra antes de que te congeles. Lo arrastró adentro, le quitó la camisa rota y le limpió las heridas con aguardiente.
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Don Aciano ardía de fiebre y deliraba con nombres de mujeres y de vacas. refugio le puso trapos calientes y le dio a beberte de ruda y hierbas medicinales. Al tercer día abrió los ojos y la vio sentada junto al catre cosciendo una camisa negra. ¿Dónde estoy? Preguntó con la garganta seca. En mi casa.
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Y ya debes tres días de vida a mi cuenta. Dona Aciano intentó levantarse, pero el dolor lo dobló. Los hombres del coronel Treviño vienen por mí. Aquí no vienen. Tienen miedo. Miedo de qué? De mí, respondió ella sin levantar la vista de la aguja. Esa noche, mientras afuera los coyotes, refugio le contó la verdad.
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El coronel Treviño había puesto precio a la cabeza de Donciano, 2000 pesos oro. Pero también le había mandado recado a ella, a la viuda Salazar. Si en tr días no entregaba al fugitivo, el mismo subiría con 40 hombres y destruiría el rancho hasta los cimientos y esta vez no dejaría ni a las gallinas vivas. Entonces me voy dijo Dona Aciano.
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No voy a traer problemas a tu puerta. Refugio soltó una risa amarga que parecía un lamento. Tarde, ranchero, ya estás dentro. Y si te vas, te encuentran antes de llegar al arroyo. Te atrapan y luego vienen por mí. El coronel no olvida que yo fui la mujer de su enemigo. Donciano se quedó callado. El fuego crepitaba en la chimenea y olía a pino y a sangre seca.
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¿Y qué quieres que haga? Ella lo miró de frente con esos ojos verdes que parecían dos esmeraldas heladas. Pasa tres noches conmigo aquí. en mi recámara, como si fuéramos marido y mujer de verdad. Que los espías del coronel nos vean entrar juntos. Que oigan los ruidos que hacen los enamorados. Que le llegue el rumor al coronel que la viuda Salazar ya tiene nuevo hombre y que ese hombre eres tú, donaciano Rentería, el mismo que él busca.
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Un hombre enamorado no huye. Un hombre enamorado defiende a su mujer. Y el coronel Treviño, aunque sea un hombre cruel, todavía cree en el honor de los hombres. Si piensa que tú y yo somos una cosa sola, no se atreverá a tocarme por ahora. Donaciano sintió que la sangre se le subía a la cara.
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Mujer, yo no soy de esos que no te estoy pidiendo amor. Lo cortó ella. Te estoy pidiendo vida. Tres noches. Después, si quieres, te vas muy lejos, pero vivos. Don Aciano se quedó mirando el techo de troncos. Afuera, el viento silvaba como alma en pena. Está bien, dijo al fin. Tres noches. La primera noche fue un infierno de vergüenza.
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Se metieron a la cama ancha de pino, cada uno pegado a su orilla. Refugio apagó el quinqué y se quedó quieta. Donaciano sentía el calor del cuerpo de ella a través de la camisola de manta y no sabía dónde poner las manos. El silencio era tan grande que se oía el latido de los dos corazones. “¿Duermes?”, susurró ella después de un rato.
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“No, entonces has huido. Los espías están en el corral. Tienen que creer. Dona Aciano tragó saliva, puso una mano torpe sobre el hombro de ella. Refugio se acercó despacio como gata que no quiere espantar al ratón y apoyó la cabeza en su pecho. El cabello negro le olía a Romero y a Humo. Poco a poco, los dos fueron soltando la respiración.
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Él le acarició la espalda por encima de la tela. Ella suspiró fuerte, como si de verdad estuviera feliz. movieron la cama a propósito, haciendo crujir los resortes viejos. Refugio soltó un suspiro largo que se metió por las rendijas de la ventana y llegó hasta los hombres que vigilaban entre lospinos. Cuando terminó la farsa, se quedaron quietos otra vez. Ninguno habló.
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Dona Aciano sintió que algo se le rompía dentro del pecho, algo que no sabía que tenía. La segunda noche fue distinta. Ya no hubo tanta vergüenza. Refugio se quitó la camisola sin pedir permiso y se metió bajo las cobijas. Donaciano la miró a la luz del fuego. Tenía el cuerpo lleno de cicatrices chiquitas, como si la hubieran lastimado mucho. Ella notó la mirada.
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Mi marido dijo nada más. Él no preguntó más. Se quitó también la ropa y se acostó junto a ella. Esta vez no fue teatro. Se abrazaron con fuerza, como si los dos llevaran años esperando ese momento. Se besaron con pasión y se entregaron el uno al otro con ternura y deseo. Cuando terminaron, ella lloró en silencio contra su cuello.
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Él la abrazó fuerte, como quien abraza un árbol en plena tormenta. ¿Por qué lloras?, preguntó. Porque nadie me había abrazado sin hacerme daño. Afuera, los espías escuchaban y tomaban nota. Al día siguiente, el rumor corrió por los campamentos. La viuda Salazar ya tenía dueño y ese dueño era el mismísimo Donaciano Rentería, el hombre que valía 2000 pes.
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La tercera noche llegó con tormenta de nieve. El viento ollaba tan fuerte que parecía que los diablos andaban sueltos. Refugio y Donaciano ya no actuaban. Se amaron con desesperación, como si supieran que era la última vez. Se abrazaron con toda el alma y se dijeron palabras que nunca le habían dicho a nadie.
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Cuando terminaron, se quedaron abrazados escuchando como la nieve golpeaba el tejado. Entonces se oyó el primer ruido de peligro. Después otro y otro más. Refugio se levantó de un salto y corrió a la ventana. Por entre las rendijas vio antorchas acercándose por el camino. Eran más de 30 hombres a caballo. El coronel Treviño había decidido que tres noches eran suficientes.
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“Nos encontraron”, gritó Donaciano mientras se vestía rápido. “No”, dijo refugio con voz calma. “Cumplí mi parte. Ahora cumple la tuya.” Sacó de debajo del colchón un rifle Winchester y un cinto con dos pistolas. ¿Desde cuándo tienes esto? Desde que me defendí de mi marido, respondió ella preparando el rifle.
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Yo no soy ninguna santa, donaciano, pero tampoco soy la bruja que dicen. Los primeros hombres ya estaban en el corral cuando salieron a la puerta. La nieve lo cegaba, pero las antorchas iluminaban sus caras llenas de odio. “¡Salgan, pareja enamorada!”, gritó el coronel Treviño desde su caballo negro. La espera se acabó.
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Donaciano levantó el rifle. Aquí estoy, coronel. Ven por mí si te atreves. Empezó el enfrentamiento. Los disparos resonaban y rompían la madera de la cabaña. Refugio disparaba desde la ventana con una puntería increíble. Varios hombres cayeron en los primeros minutos. Donaciano salió al corral y detuvo a dos más con su arma, pero eran demasiados.
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Cuando ya no quedaban balas, el coronel Treviño bajó del caballo y caminó hacia la cabaña con una escopeta. “Ríndanse y todo terminará rápido”, gritó. Refugio miró a Donaciano. Los dos estaban heridos. Sangraban por varios lados, pero seguían de pie. “¿Te arrepientes?”, preguntó ella.
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“De nada”, respondió él y le sonrió por primera vez. Entonces refugio hizo algo que nadie esperaba, sacó del bolsillo una cajita de cerillos y prendió fuego a la cortina de la ventana. Las llamas corrieron rápido por la casa seca. “¿Qué haces, loca?”, gritó Donaciano. “Que no se queden con nada”, dijo ella, “ni con el rancho ni con nosotros”.
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Se abrazaron en medio del humo mientras la cabaña ardía. Los disparos seguían, pero ya no importaba. El fuego subió hasta el tejado y el viento lo llevó hacia el corral. Los caballos se espantaron y arrastraron a varios hombres. El coronel Treviño gritó órdenes que nadie obedeció. Cuando el techo se vino abajo, Tonaciano y Refugio seguían abrazados.
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Dicen que los que llegaron después, al amanecer, encontraron dos cuerpos carbonizados, todavía entrelazados, como si se hubieran dormido juntos. El coronel Treviño nunca cobró los 2000 pesos. Tres semanas después lo encontraron sin vida en una cantina de Cuencamé. Dicen que fue la viuda Salazar quien pagó a alguien para que hiciera justicia, pero nadie pudo probarlo.
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Y en las sierras de Durango, cuando cae la primera nevada, los pastores todavía cuentan que en el lugar donde estaba la soledad se ven dos fantasmas caminando de la mano y que si te acercas mucho puedes oírlos reír bajito, como enamorados que acaban de encontrarse. Sí.