“Demasiado grande… nomás siéntate encima”, le susurró el hacendado rico a la giganta viuda que le…
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En el desierto de Chihuahua, donde el sol quema la tierra hasta volverla hueso y el viento arrastra los secretos de los muertos, vivía una mujer que nadie se atrevía a mirar dos veces seguidas. Venancia Ramírez medía 2 m con 12 cm descalza y con botas llegaba casi a los 220. Su sombra cubría a tres hombres de a caballo cuando pasaba por la plaza de aldama al mediodía.
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La gente la llamaba primero en susurros y luego a voces la viuda negra del norte. Viuda era porque su marido, el pobre Anselmo el herrero, había muerto la misma noche de bodas. Nadie sabía bien cómo. Unos decían que la emoción fue tan grande que su corazón no aguantó. Otros juraban que Venancia, sin querer, lo abrazó demasiado fuerte y le apretó el pecho como si fueran ramas secas.
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Lo cierto es que Anselmon nunca llegó a conocer del todo el amor de su esposa. Benancia tenía miedo de su propia fuerza. Desde niña había roto sillas sentándose, puertas al cerrarlas y hasta el cuello de un toro bravo que intentó cornearla en la feria de Jiménez. “Yo no soy para amar”, se repetía frente al espejo, viendo aquellos ojos negros profundos y aquella cintura que parecía tallada por gigantes.
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Pero los hombres seguían mirándola, no con deseo puro, sino con esa mezcla loca de asombro y admiración que despiertan las cosas extraordinarias. El más rico del norte de Chihuahua era don Crisobal Aguirre, 50 años bien llevados, viudo también, dueño de la hacienda El Cielo ancho que abarcaba desde el río Conchos hasta las faldas de la sierra Taraumara.
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Don Crisóal tenía bigote plateado, manos duras como cuero viejo y una voz que hacía temblar a los caporales. Cuando vio a Venancia por primera vez en la misa del domingo en la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, se quedó con la boca abierta debajo del sombrero tejano. Los fieles pensaron que le había dado un patatú.
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No fue así. Fue amor a primera vista del bueno, del que no entiende razones. Al día siguiente mandó a su capataz con una carta sellada en la rojo. Venancia la leyó en voz alta porque apenas sabía juntar las letras. Señorita Venancia Ramírez, usted es la mujer más hermosa que ha parido esta tierra seca.
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Quiero casarme con usted. No me importa lo que diga la gente, ni lo que usted mida, ni lo que usted pese. Yo soy hombre de palabra y de aguante. Crisóal Aguirre. La gente se reía en la cantina El Cuervo muerto. El viejo Aguirre quiere conquistar a esa torre. Lo van a encontrar rendido de amor en el suelo. Benancia rompió la carta y no contestó.
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Vinieron otras luego regalos. Un caballo percherón negro que parecía poun al lado de ella, un vestido de terciopelo verde hecho en París, le quedaba perfecto porque lo mandó coser a medida. Un peine de care que alcanzó a domarle la melena hasta la cintura. Nada. Benancia seguía diciendo que no con la cabeza, pero don Crisóval no era hombre de rendirse.
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Había domado potros salvajes, había enfrentado bandidos en la sierra, había sobrevivido a la fiebre y a dos heridas. Una mujer, por grande que fuera, no iba a poder con él. Una noche de luna llena de agosto, cuando el calor todavía aplastaba los huesos, Venancia estaba en el corral de su pequeña casa acomodando el eneno para las cabras.
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Llevaba un vestido negro sencillo y el reboso también negro que nunca se quitaba. Don Crisóbal llegó sin escolta, solo a caballo, con una botella de sotol y dos vasos de plata. Buenas noches, mi reina”, dijo quitándose el sombrero. Benancia lo miró de arriba a abajo. Él apenas le llegaba al pecho. “¿Qué quiere otra vez, don Crisóbal?” “Ya le dije que no.
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” Él se bajó del caballo, llenó los dos vasos y le ofreció uno. “Solo quiero hablar 5 minutos.” “Si después me sigues diciendo que no, me voy y no vuelvo a molestarte nunca.” Venancia tomó el vaso. Bebieron. El sotol quemaba rico. ¿Sabe por qué no quiero casarme otra vez?, preguntó ella con voz baja, casi un susurro de viento.
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¿Porque tienes miedo de lastimar a otro hombre? Respondió él sin titubear. Ella se quedó helada. ¿Cómo lo sabe? Porque Anselmo era mi amigo. Me lo contó todo antes de morirse. Que tú no lo dejaste acercarte demasiado porque tenías miedo de hacerle daño. Que murió tranquilo y feliz soñando contigo. No fue tu culpa, Venancia.
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Fue su corazón débil. Venancia sintió que algo se rompía dentro de su pecho, algo que llevaba años apretado. “Yo no soy mujer para nadie”, dijo con los ojos llenos de lágrimas. Soy demasiado grande, demasiado fuerte. Te haría daño sin querer. Don Crisóbal se acercó más. La luna le plateaba el bigote.
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¿Sabes cuántos toros he montado en mi vida? Más de 300. ¿Sabes cuántas veces me he caído y me he vuelto a subir? Todas. Yo no tengo miedo, Venancia. Tengo ganas. Ella soltó una carcajada que hizo huir a los coyotes. Ganas de qué, viejo loco de esto dijo él y sin pedir permiso la tomó por la cintura o lo que le alcanzó de cintura y la besó.
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Venancia se quedó tiesa un segundo. Luego cerró los ojos y le devolvió el beso. Sus brazos lo rodearon, lo levantaron del suelo como si fuera un niño. Don Crisóbal sintió que volaba. No sintió miedo, sintió vida. Cuando se separaron, él tenía los pies a 30 cm del suelo y una sonrisa que no le cabía en la cara. “Bájame, mujer”, rió.
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Ella lo bajó con cuidado. “¿Estás loco?”, dijo ella, “Loco por ti.” Se quedaron callados mirando la luna. Luego él señaló el montón de eno recién apilado. “Ven”, dijo. “Vamos a hacer una cosa.” La tomó de la mano y la llevó hasta el pajar. Se sentó en el suelo recostado contra el eno y abrió los brazos. “Aquí estoy. Todo tuyo.” Sin miedo.
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Benancia lo miró. Vio en sus ojos que hablaba en serio. Vio que no era una broma de cantina ni un desafío de macho borracho. Era amor del verdadero. Se acercó despacio, se arrodilló, lo miró desde arriba como quien mira una montaña que nunca se atrevió a escalar. ¿Estás seguro? Preguntó con voz temblorosa. Más seguro que de nada en mi vida.
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Ella respiró hondo, se quitó el reboso. Luego, con una lentitud que parecía sagrada, se acomodó a su lado y se recostó sobre su pecho. Primero apoyó la cabeza con cuidado, luego fue acercándose más, centímetro a centímetro, como quien abraza algo muy frágil y muy querido. Don Crisobal cerró los ojos y sonrió.
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Así, despacito. Yo te aguanto, mi reina, te aguanto todo. No hubo prisa, ni torpeza, ni tragedia, solo el sonido de Leno crujiendo, los grillos y después sus corazones latiendo al mismo ritmo como dos almas que por fin se encontraban. Cuando terminaron de abrazarse, Venancia seguía recostada sobre él, temblando, llorando en silencio.
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Él le acariciaba el pelo. ¿Ves? Susurró don Crisóbal. No me rompí. Ella río entre lágrimas. Eres más fuerte de lo que pareces, viejo. Y tú más dulce de lo que tenías, gigante mía. Tres meses después se casaron en la hacienda el cielo ancho. La fiesta duró 8 días. Vinieron músicos de Parral, toreros de Jiménez, hasta los indios taraumaras bajaron de la sierra a ver a la novia que era más alta que los mezquites.
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Y tuvieron hijos. Ocho. Cuatro hombres y cuatro mujeres. Todos salieron gigantes como la madre y fuertes como el padre. El mayor Crisóal hijo medía 2,30 a los 16 años y podía cargar un buey al hombro. La menor, María de la Luz, era tan hermosa que decían que hasta el viento se detenía a mirarla. Los años pasaron rápidos como galope de caballo asustado.
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Don Crisobal llegó a los 87, flaco pero entero, con el bigote todavía plateado y los ojos llenos de picardía. Una mañana de noviembre, después de tomar chocolate con pan de aldama, se recostó en la hamaca del corredor, miró a Venancia que tejía junto a él y dijo, “Ya me toca, mi reina.” Ella supo al instante, lo tomó en brazos como si fuera un bebé, lo cargó por todo el camino hasta el panteón de la hacienda.
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Los nietos y los bisnietos iban detrás en procesión, pero nadie lloraba todavía porque verla a ella con su marido en brazos era como ver a la Virgen cargando al niño Dios. Lo depositó con suavidad dentro de la tumba que él mismo había mandado abrir años atrás. Luego sacó un papel que tenía guardado desde hacía tiempo y se lo dio al cantero.
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Cuando terminaron, en la lápida de mármol negro quedó escrito, “Aquí descansa el hombre que nunca tuvo miedo de que su mujer fuera demasiado grande y tuvo toda la razón. Benancia se quedó parada frente a la tumba hasta que cayó la noche. Medía todavía sus 2,1 m, erguida como un mezquite viejo. Cuando la luna salió, sonrió. Te dije que eras loco, Crisóbal”, susurró. “Pero qué lindo loco fuiste.
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” Y así terminó la leyenda de la viuda negra del norte, que dejó de ser viuda y se convirtió en la mujer más amada y más admirada del desierto de Chihuahua. Dicen que en las noches de luna llena todavía se ve una sombra gigantesca caminando entre los nopales y una voz de hombre viejo que contesta desde el viento. Acércate despacito, mi reina.