«Un Beso,Nada Más dijo la Viuda Gigant Pero cuando se quitó el vestido,el ranchero solitario se….
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Un beso nada más”, dijo la viuda gigante. Pero cuando lo bajó, el ranchero solitario se quedó helado. Valle de los Olvidos, Chihuahua, 1897. El viento del desierto arrastraba polvo rojo contra las paredes de adobe del rancho La Soledad. Doña Refugio Armendaris, la viuda más alta y más fuerte que jamás se había visto entre Parras y Jiménez, medía dos varas y un cuarto sin zapatos.
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Los vaqueros decían que cuando se paraba en la puerta del corral, su sombra cubría tres caballos de un solo golpe. Tenía 32 años, la piel del color del café con poca leche, ojos verdes que parecían dos trozos de jade robados al río conchos y una espalda que hacía palidecer a los toros de Lidia. Desde que su marido, el difunto capitán Silverio Ermendaris, se rompió el cuello cayendo del caballo en la sierra del doña refugio llevaba luto riguroso, vestido negro hasta los tobillos, pero sin mangas, porque ningún
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sastre de la región había encontrado tela suficiente para cubrir aquellos brazos que parecían troncos de mezquite. Los hombres la respetaban, los niños le tenían miedo, las mujeres la envidiaban en silencio y todos, sin excepción, repetían la misma frase cuando hablaban de ella. Un beso nada más”, decía la viuda gigante cuando alguien se atrevía a mirarla demasiado tiempo.
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Un beso y te abrazo tan fuerte que te quedas sin aliento. Pero en el rancho vecino, el silencio, vivía un hombre que ya no temía quedarse sin aliento. Se llamaba Ansel Moterán, 45 años, flaco como un clavo de errar, bigote gris que le llegaba al pecho y una soledad que pesaba más que todos los sacos de maíz que había cargado en su vida.
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Anselmo había enviudado 10 años atrás. Su mujer y sus dos hijas se las llevó la fiebre amarilla en una sola noche. Desde entonces hablaba poco, bebía mucho y cuidaba un ato de vacas que apenas daban para comer. Una tarde de agosto, cuando el sol quemaba hasta las lagartijas, Anselmo cruzó la cerca rota que separaba el silencio de la soledad.
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Llevaba en la mano una yegua coja que se había metido en su potrero. “Buenas tardes, doña refugio”, dijo quitándose el sombrero con tanta reverencia que pareció que se lo arrancaba. “Esta yegua es suya. La encontré rengueando por mis tierras.” La viuda estaba en el corral descargando sola un carro de alfalfa.
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Cada bala pesaba más de 100 kg y ella las alzaba como si fueran costales de plumas. Al oírlo, se enderezó lentamente. El sol le pegaba de frente y su sombra cubrió al ranchero entero. “Gracias, Anselmo”, respondió con una voz grave que parecía salir de una cueva. “¿Puedes dejarla junto al bebedero?” Él obedeció, pero antes de irse se atrevió.
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Si me permite, la yegua tiene una espina clavada en la ranilla. Yo se la puedo sacar. Doña Refugio lo miró de arriba a abajo. El hombre era un palo seco al lado de su corpulencia, pero había algo en sus ojos, tristes, limpios, sin doblez, que la hizo asentir. Está bien, quédate. Así empezó todo. Durante tres meses, Anselmo encontró excusas para cruzar la cerca, una vaca perdida, un ternero que se había colado, un lazo que se le había roto, un favor que ofrecer.
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Doña Refugio lo aceptaba sin palabras, pero tampoco lo echaba. Le daba café en la cocina, le permitía ayudar con las cargas pesadas y a veces, cuando el viento soplaba fuerte, le dejaba quedarse a dormir en el pórtico, envuelto en una cobija de lana cruda. Los peones murmuraban, las comadres de San Buenaventura chismeaban, la viuda gigante y el ranchero huesudo.
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Ya verán, uno de los dos va a terminar enamorado hasta los huesos. Pero ellos no hacían caso. Una noche de noviembre, con luna llena tan grande que parecía que se iba a caer sobre el desierto, Anselmo llegó con una botella de sotol que había guardado 15 años. “Hoy hace 10 años que se fueron mis mujeres”, dijo.
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“Quise brindar solo, pero me dio pena. ¿Me acompaña, doña refugio?” Ella lo miró largo rato, después tomó la botella, le dio un trago que hubiera tumbado a cualquier hombre y se la devolvió. Siéntate, Anselmo. Se sentaron en el banco de Mesquite frente a la casa. La luna bañaba el corral y la figura de la viuda brillaba con una fuerza serena y hermosa.
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¿Sabe qué es lo peor de estar sola?, preguntó él de pronto. Dígame. Que uno se acostumbra. Y cuando ya está acostumbrado, llega alguien y lo desacomoda todo. Doña Refugio soltó una risa baja, casi un gruñido. Y usted cree que yo no estoy acostumbrada, Ancel Moterán. Llevo 5 años levantando este rancho sola, 5 años sin que nadie me abrace.
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5 años diciendo, “Un beso nada más para que no se me acerquen.” Él la miró. La botella iba por la mitad y el sotó les calentaba el corazón. Y si alguien se atreviera a darle ese beso. Silencio. Solo se oía el canto de los grillos y el latido de dos corazones que parecían tambores de guerra. Doña Refugio se levantó.
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Era tan alta que Anselmo tuvo que alzar la cabeza como niño. Un beso nada más, repitió. Pero esta vez su voz tembló apenas y entonces hizo algo que nadie ni en sus mejores sueños había imaginado. Se acercó despacio, tomó el rostro de Anselmo entre sus manos enormes y lo besó con toda el alma que había guardado 5 años.
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El beso fue lento, profundo, largo como un río. Anselmo sintió que le devolvían la vida entera en un solo instante. Sus manos flacas se posaron en la cintura de ella y temblaron de emoción. Cuando se separaron, él jadeaba. Ella sonreía con una dulzura que nadie le conocía. Nada más, susurró, pero Anselmo ya no podía hablar.
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Entonces, la viuda gigante hizo algo todavía más inesperado. Lo levantó en vilo, así como estaba con botas y todo, y lo cargó en brazos como quien lleva al amor de su vida. Cruzó el umbral de la casa, cerró la puerta con el pie y el rancho La Soledad se quedó en silencio bajo la luna, pero esta vez lleno de esperanza. A la mañana siguiente, los peones llegaron temprano y encontraron la puerta abierta de par en par.
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Dentro la cocina estaba revuelta de risas, la mesa llena de platos de desayuno, una silla corrida y la botella de sotol vacía en el suelo. De Anselmo y de Doña Refugio no había ni rastro, hasta que se oyó una carcajada desde el corral. Solo se veía colgado en un clavo junto a la chimenea, el sombrero viejo del ranchero y al lado, cuidadosamente doblado, el vestido negro de la viuda.
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Los peones se miraron. Uno se santiguó sonriendo, otro soltó una carcajada feliz. Pasaron los días. Nadie los vio en el pueblo. Nadie los vio en la iglesia. Nadie los vio en el mercado. Hasta que una tarde, tres meses después apareció Anselmo en San Buenaventura. Venía caminando despacio, más flaco que nunca, pero con una sonrisa que le iluminaba la cara entera.
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Traía de la mano a doña refugio. Ya no vestía de negro. Llevaba un vestido blanco sencillo que le llegaba apenas a las rodillas porque no habían encontrado tela suficiente para más. Y en el vientre, redondo y firme como un tambor de guerra, se notaba ya la promesa de un nuevo habitante del desierto. Los chismosos corrieron a preguntar, “¿Qué pasó, don Anselmo? Se los tragó la tierra.
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” Él se rió bajito, miró a la gigante que ahora caminaba a su lado como si siempre hubiera estado allí y contestó, “Pues me dio un beso nada más.” Y doña refugio, por primera vez en público, soltó una carcajada que hizo temblar los vidrios de la cantina. Desde ese día, en todo Chihuahua se cuenta la historia del ranchero solitario que se atrevió a besar a la viuda gigante y encontró el amor de su vida.
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Y cuando algún valiente pregunta si es cierto que ella todavía dice un beso nada más, los viejos sonríen, se acarician el bigote y responden, “Ahora ya no. Ahora dice un beso y todo lo que quieras.” Y en el rancho La Soledad, que ya nunca más volvió a llamarse así, nació un niño tan grande que tuvo que romper la cuna. A los tres meses.
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Lo bautizaron con el nombre de Silverio Anselmo Armendar Terán. Y cuando creció, medía dos varas y media y tenía los ojos verdes de su madre y la sonrisa triste y dulce de su padre.