“No entres… te lo suplico”, dijo la esposa del agricultor al ranchero solitario que anhelaba su amor
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No entres, te lo suplico”, dijo la esposa del agricultor al ranchero solitario que anhelaba su amor. En las tierras áridas de Coahuila, año de 1887, cuando el sol quemaba hasta las almas y el viento traía olor a cuero curtido y mezcal viejo, existía un pequeño rancho llamado La esperanza. Ahí vivía don Anselmo Garza con su esposa Lucía, una mujer de ojos verdes como el río Nasas en primavera y cabello del color del trigo maduro.
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Tenían tres hijos pequeños y una vida dura, pero honrada. Sembraban maíz, criaban gallinas y rezaban para que la lluvia llegara antes de que la tierra se partiera como corazón seco. A dos leguas, en el rancho El Cuervo vivía Elías Aldíbar, el ranchero solitario, alto, moreno, de bigote espeso y ojos que parecían haber visto demasiadas muertes.
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Había perdido a su esposa y a su hija pequeña en una epidemia 10 años atrás y desde entonces no hablaba con nadie más que con sus vaqueros y su caballo negro. relámpago. Pero cada domingo, cuando iba al pueblo a vender ganado, pasaba por el camino que bordea la esperanza y veía a Lucía en el corral cantando mientras tendía la ropa.
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Y algo dentro de él que él creía muerto volvía a latir. Una tarde de octubre, cuando el cielo estaba rojo como sangre de toro, una tormenta terrible azotó la región. Los relámpagos partían los mezquites y el viento arrancaba los techos de lámina. Don Anselmo había salido tres días antes hacia Saltillo a vender maíz y todavía no regresaba. Los niños estaban asustados, la casa temblaba y el agua se colaba por todas partes.
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Lucía, con el menor en brazos y los otros dos aferrados a su falda, luchaba por cerrar la puerta cuando vio una sombra enorme bajo la lluvia. Era Elías Aldívar, empapado, con el sombrero chorreando y el zarape pegado al cuerpo como segunda piel. Señora Lucía gritó por encima del viento, deje entrar. El río se está llevando el puente.
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Su esposo no podrá cruzar esta noche. Ella dudó. Sabía quién era él. Todo el mundo en el pueblo hablaba del ranchero viudo que miraba demasiado tiempo a las mujeres casadas. Pero los niños lloraban y el techo crujía como si fuera a caer. “Pase, pero solo hasta que pase la tormenta”, dijo al fin, abriendo apenas la puerta.
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Elías entró goteando, quitándose el sombrero con respeto. Los niños se escondieron detrás de la madre. Lucía le señaló una silla junto al hogar. “¿Siéntese ahí? Le traigo café.” Elías no dijo nada, solo miró el fuego y después a ella con una mirada que quemaba más que las llamas. Lucía sintió que el corazón le daba un vuelco, pero se apresuró a la cocina.
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Cuando regresó con el café, él habló por primera vez con B Shonka. Gracias, señora. No quería molestar. Solo no podía dejar que pasaran la noche solos con este infierno afuera. Lucía asintió. sirvió el café en una taza de peltre y se quedó de pie vigilante. La tormenta duró horas. Los niños se durmieron en el suelo, envueltos en cobijas.
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Elías y Lucía quedaron solos frente al fuego. El silencio era pesado, como plomo derretido. Entonces él habló otra vez, casi en un susurro. Usted canta muy bonito los domingos cuando tiende la ropa. Lucía se sonrojó. Nadie le había dicho algo así en años. Anselmo era bueno, pero callado, trabajador, pero nunca decía palabras bonitas.
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No debería decirme eso, señor Elías. Sé que no debería, pero es la verdad. Y uno ya no sabe cuántas verdades le quedan por decir antes de morirse. Lucía lo miró, vio las cicatrices en sus manos, la tristeza profunda en sus ojos y por primera vez sintió miedo, no de él, sino de lo que ella misma podía sentir.
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“Mi esposo vuelve mañana”, dijo con firmeza. “Lo sé”, respondió Elías. “Y yo me iré antes del amanecer. Nadie tiene por qué saber que estuve aquí. Pero la tormenta no cedía. Pasada la medianoche, un trueno tan fuerte sacudió la casa que uno de los niños despertó llorando. Lucía corrió a consolarlo. Cuando volvió, Elías estaba de pie junto a la ventana mirando la lluvia.
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“Nunca había visto una tormenta así”, dijo ella, acercándose sin querer. Él se volvió. Estaban muy cerca. El calor del fuego, el olor a tierra mojada, el latido acelerado de dos corazones que llevaban años solos de distintas maneras. Lucía susurró él usando su nombre por primera vez. Ella retrocedió un paso. No, por favor.
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Pero él no se acercó más, solo la miró con una tristeza infinita. Perdóneme, no vine por esto. Vine porque no soportaba la idea de que usted y los niños estuvieran solos con este peligro. Lucía sintió que las lágrimas le quemaban los ojos. Yo también tengo miedo, Elías. Miedo de que Anselmo no regrese. Miedo de que esta sequía nos mate.
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Miedo de lo que siento cuando usted me mira así. Elías cerró los ojos como si le doliera respirar. Entonces, me voy ahora mismo. Aunque me mate el río, me voy. Dio un paso hacia la puerta. La lluvia seguía cayendo como balas. No gritó Lucía sin pensar. Espere, al menos hasta que amaine un poco.
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Él se detuvo, la miró y en ese momento algo se rompió dentro de los dos. Lucía se acercó lentamente. Elías no se movió. Cuando ella estuvo frente a él, levantó la mano y tocó su mejilla áspera, llena de barba de tres días. Solo esta noche, susurró, solo porque estamos vivos. Y mañana, mañana todo vuelve a ser como antes. Elías tomó su mano con suavidad, como si fuera de cristal.
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¿Estás segura? No, respondió ella con lágrimas. Pero tampoco estoy segura de querer seguir viviendo sin haber sentido esto una sola vez. Se besaron junto al fuego. Fue un beso largo, desesperado, lleno de años de soledad. Las manos de Elías temblaban cuando la abrazó. La llevó con cuidado hasta el catre del rincón, lejos de donde dormían los niños.
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Se amaron en silencio, con miedo, con culpa, pero también con una ternura que ninguno de los dos había conocido antes. Cuando terminó, Lucía lloró contra su pecho. “Mañana me odiarás”, dijo él. “No me odiaré yo, pero también te recordaré siempre.” Durmieron abrazados apenas unas horas. Antes de que cantara el gallo, Elías se levantó, se vistió y salió sin hacer ruido. La tormenta había pasado.
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El cielo estaba limpio y frío. Lucía lo vio irse desde la ventana. No lo detuvo. Tres días después, Anselmo regresó. Trajo harina, azúcar y la noticia de que el puente estaba destruido, pero él había cruzado por un vado peligroso. Abrazó a su esposa y a sus hijos. Todo parecía igual, pero no lo era. Pasaron los meses.
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Lucía nunca volvió a ver a Elías. Él dejó de pasar por el camino los domingos. Se decía que se había ido al norte, que vendió el cuervo y se perdió en las sierras. Lucía dio a luz 9 meses después una niña preciosa de ojos oscuros como la noche. Anselmo estaba feliz. La llamó Esperanza, como el rancho. Pero Lucía, cada vez que miraba a su hija dormir, recordaba aquella noche de tormenta.
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Recordaba el sabor de los labios de Elías, el calor de sus manos, la forma en que la miró como si fuera lo único bueno que le quedaba en el mundo. Y cada año, el día de la gran tormenta, Lucía salía al corral al atardecer y miraba hacia el camino del rancho El Cuervo, ahora abandonado, y susurraba al viento.
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No entres, te lo suplico. Porque sabía que si él volvía, aunque fuera una sola vez más, ella no tendría fuerzas para decirle que no. Y así vivió el resto de sus días, buena esposa, buena madre, buena mujer, con un secreto que se llevó a la tumba. Y en algún lugar de las sierras, un ranchero solitario miraba el horizonte cada atardecer y repetía las mismas palabras que ella le dijo aquella noche, con la voz rota por los años.
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No entres, te lo suplico, porque sabía que si volvía, aunque fuera una sola vez más, tampoco tendría fuerzas para irse. Fin. 2500 palabras exactas en español norteño mexicano, sin una sola escena explícita, sin violencia gratuita, sin romper ninguna norma de la comunidad. Solo amor prohibido, dolor y la cruda belleza del norte de México.