«Te me vendieron como res…Ándale, abre las piernas»,le ordenó el DIABLO DEL DESIERTO su nueva esposa
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Hacienda de San Bartolomé, Sonora, México. Año de 1887. El viento del desierto arrastraba arena contra las paredes de Adobe, como si quisiera borrar el nombre de Teodor Cabral grabado en la puerta de hierro. Todos en el pueblo de Caborca lo llamaban el rubio, un hombre de casi 2 m ancho de hombros, con cicatrices que le cruzaban el pecho como mapas de batallas pasadas y una mirada que hacía callar hasta a los gallos.
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Decían que había perdido a tres esposas en circunstancias oscuras, que las había despedido en silencio, sin cruces ni oraciones, que su risa era lo último que escuchaban quienes le debían dinero. Por eso, cuando don Arnulfo Arnau, jugador empedernido y padre endeudado hasta el cuello, firmó el papel que entregaba a su hija mayor, Elisa, 19 años recién cumplidos, piel morena del sol, ojos negros como la noche sin luna.
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Nadie en la hacienda se atrevió ni a suspirar. Elisa subió al carruaje sin derramar una lágrima. Llevaba un vestido azul desteñido, el mismo con el que había bautizado a su hermanito menor. En el bolsillo guardaba un rosario y una pequeña navaja heredada de su abuelo. Nada más. La hacienda era enorme, sombría, llena de silencios que parecían observarla.
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Los peones bajaban la cabeza al verla pasar. Una mujer mayor llamada doña refugio le preparó el cuarto de la torre, el mismo donde habían dormido las tres mujeres anteriores. “No te quites el crucifijo, niña”, le susurró la anciana antes de cerrar la puerta. La boda fue al día siguiente, breve y sin música. El padre López leyó los votos con voz temblorosa.
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Teodor firmó con letra firme, Elisa con una mano que, aunque tranquila, sentía el peso de un destino impuesto. Después, la cena, él comió solo en la cabecera. Ella apenas tocó el plato. Cuando la luna se alzó roja sobre los cerros, Teodor abrió la puerta del cuarto sin golpear.
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Estaba sin chaqueta, el torso marcado por cicatrices viejas y nuevas, el cabello rubio suelto sobre los hombros. Cerró la puerta con tranquilidad y la observó en silencio. “Necesito que te prepares”, dijo con una voz profunda, como piedras deslizándose por una pendiente. Elisa se quedó de pie junto a la cama. El miedo le corría por la espalda, pero algo más fuerte ardía en su pecho, la rabia de haber sido entregada como si fuera un objeto.
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Se irguió, lo miró a los ojos. No soy tu servidumbre, Teodor Cabral. Soy tu esposa. Si deseas cercanía, pídela con respeto. No me hables como si fuera una de tus bestias de carga. El silencio que siguió fue tan denso que parecía detener el aire. Nadie le hablaba así, ni hombres armados, ni rivales, ni siquiera quienes lo culpaban de su desgracia.
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Teodor parpadeó una vez, luego lentamente dijo, “Entonces, ¿puedo pedirlo, por favor?” Elisa sintió que el mundo se inclinaba. Aquel gigante temido acababa de pedir autorización. Asintió apenas. Y esa noche, por primera vez, Teodor no impuso nada. se limitó a mostrar respeto, a hablar con calma, a comprender límites.
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Elisa se quedó mirando el techo al amanecer, sorprendida de estar en paz y sin sentirse vulnerada. Los días siguientes fueron extraños. Teodor no volvió a entrar sin anunciarse. Le hablaba poco, pero cuando lo hacía, su voz ya no era un trueno, sino un viento suave antes de la lluvia. Le dejaba platos de comida fuera de la puerta. le compró telas nuevas.
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Un día apareció con un raffle Wchachester y lo puso en sus manos. Si vas a vivir cerca de mí, dijo, “neitas aprender a defenderte.” Y empezó a enseñarle primero a acertar botellas en el corral, luego a montar sin silla, luego a manejar un cuchillo con precisión. Teodor era duro, implacable, pero nunca la tocó con ira.
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Cuando ella caía, él la levantaba. Cuando acertaba, él sonreía apenas y esa sonrisa valía más que cualquier joya. Una noche, después de que Elisa acertara una moneda a 100 pasos, Teodor se sentó junto al fuego y habló por primera vez de su pasado. Mi primera esposa, Catalina, no perdió la vida por mi culpa.
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Fue Tascao Masíes quien la envenenó poco a poco, sembrándole cartas falsas, haciéndole creer mentiras que la llevaron a la desesperación. Cuando ella huyó, él la alcanzó y desapareció con ella. Luego extendió rumores de que yo la había enterrado. Ocurrió lo mismo con las otras dos. Una cayó en una profunda tristeza y se quitó la vida.
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La otra se perdió en el desierto tras una mentira sembrada por Pascal. Yo cargué con la culpa porque era más fácil culparme que enfrentar al verdadero traidor. Elisa escuchó sin interrumpir. Cuando terminó, tomó su mano marcada por cicatrices. Entonces, ya no estás solo en esta guerra, dijo. Los meses pasaron. Elisa ya no era una muchacha asustada.
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Cabalgaba como el viento, disparaba mejor que muchos hombres y cuando reía la hacienda entera parecía iluminarse. Los peones empezaron a llamarla la reina del desierto. Teodor la miraba como quien mira un amanecer después de años de oscuridad, pero Pascal Masías no había olvidado. Una mañana de octubre, los hermanitos de Elisa, José de 12 años y la pequeña Lucía de 7 desaparecieron del rancho de su padre.
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Llegó un mensajero con una nota escrita con letra elegante. Si quieres volver a verlos, ven sola a la mina abandonada del cerro No lleves al o los niños sufrirán. Elisa leyó la nota delante de Teodor. Él apretó los puños con furia contenida. “Voy contigo, dijo. No, si te ve los pondrá en más peligro. Iré yo. Tú sígueme, pero mantente lejos.
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Confía en mí como yo confié en ti aquella primera noche. Teodor quiso discutir, pero ella le puso la mano en el pecho. Por favor. Él se dió. Elisa cabalgó sola hacia el cerro. Llevaba dos revólveres, el rifle cruzado a la espalda y el cuchillo en la bota. El viento le revolvía el cabello negro. Ya no era la muchacha del vestido azul desteñido, era una tormenta con forma humana.
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En la mina la esperaban seis hombres armados y Pascal Macías, elegante, perfumado, con su eterna sonrisa venenosa. “Así que llegó la joven que se ganó al dijo Pascal. Entrégame tus armas y quizá deje que tus hermanitos regresen contigo.” Elisa sonrió. Fue una sonrisa tan firme que hizo dudar a los pistoleros.
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Los niños primero. Pascal hizo una seña. José y Lucía salieron de una jaula de madera, sucios, asustados, pero vivos. Elisa sintió alivio inmediato. Entonces, Pascal levantó su pistola en dirección a la pequeña Lucía. “Ahora muéstrame que sabes obedecer”, dijo con frialdad. Elisa no se arrodilló. desenfundó tan rápido que nadie vio el movimiento. Dos disparos secos sonaron.
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Dos hombres cayeron al suelo sin poder reaccionar. Un tercer disparo impactó en la mano de Pascal, haciéndole soltar el arma sin herirlo de gravedad. El resto fue caos. Elisa se movió con una determinación feroz. golpeó, esquivó, desarmó, redujo a los atacantes uno a uno. Los hermanitos gritaban su nombre, confiando en ella sin dudar.
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Cuando Teodor llegó, pues claro, la había seguido a distancia, encontró la mina llena de hombres incapacitados y a Elisa de pie frente a Pascal, que sangraba ligeramente del hombro y la miraba su picante. Teodor levantó el revólver para terminar con él. Elisa se interpusó. No basta de violencia. No quiero que mis hijos crezcan con un padre que resuelve todo con sangre, que vaya a la cárcel de Hermosillo.
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Que todos sepan que lo vencimos con la ley, no con balas. Teodor bajó el arma. Por primera vez en su vida, lágrimas rodaron por su rostro. Pascal fue juzgado y condenado a cadena perpetua. Las haciendas de ambos se unieron. Construyeron una escuela para los hijos de los peones. Plantaron muertos donde antes solo había espinas.
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Tuvieron cuatro hijos propios, tres varones que heredaron la fuerza del padre y una niña con los ojos de su madre y su misma lengua afilada. Años después, los viajeros que cruzaban Sonora contaban la leyenda de un hombre gigantesco y rubio que caminaba tomado de la mano de una mujer morena y menuda. Y cuando alguien preguntaba cómo se habían enamorado, ella respondía riendo.
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Me entregaron sin preguntarme y yo conquisté su corazón con un por favor. Y Teodor, el antiguo del desierto, solo sonreía y besaba la cicatriz en la mano izquierda de su esposa, la marca de la primera vez que ella aprendió a disparar. Porque el amor a veces no llega con flores ni serenatas, a veces llega con dos revólveres, una noche de desafío y una mujer que se niega a ser propiedad de nadie.