Tres Veces Al Día… – Lo Que El Ranchero Hizo Después Cambió La Historia
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El sol abrasador del desierto de Sonora quemaba la tierra como si el mismísimo [ __ ] hubiera encendido su forja. En el rancho la sangre de Cristo, perdido entre cerros áridos y nopales espinosos, el aire olía a polvo, sudor y sangre fresca. María Elena, con el vestido blanco hecho girones, pegado al cuerpo por el agua del abrevadero, jadeaba mientras sus manos temblorosas se aferraban al borde de madera astillada.
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Detrás de ella, el ranchero don Esteban de la Vega, con su pañuelo rojo al cuello y el revólver aún humeante en la funda, la sujetaba por los hombros con una fuerza que no admitía resistencia. “Tres veces al día, muchacha”, susurró el con voz ronca, como el crujir de una soga en la orca. Tres veces al día vas a arrodillarte ante mí, o te juro por la Virgen de Guadalupe que te entierro junto a los coyotes.
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María Elena alzó la mirada, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de terror y desafío. El agua del abrevadero goteaba de su cabello, trazando caminos por su cuello hasta perderse en el escote roto. Había llegado al rancho tres semanas atrás, huyendo de un matrimonio forzado en Chihuahua, con nada más que un caballo flaco y un cuchillo escondido en la bota.
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Pero don Esteban no era un hombre cualquiera. Era el amo de medio Sonora, un viudo cruel cuya esposa había muerto en extrañas circunstancias y cuya sombra se extendía como la de un águila sobre los peones. La primera vez había sido al amanecer cuando el gallo apenas cantaba. Don Esteban la había encontrado en el corral intentando domar un potro salvaje.
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Sin mediar palabra, la había arrastrado hasta el granero, donde la paja olía a orina de caballo y a secretos oscuros. Allí, entre las herramientas oxidadas y las telarañas, la había forzado a arrodillarse. Tres veces al día, había repetido mientras su aliento a tequila quemaba la nuca de ella. María Elena no gritó, se mordió los labios hasta sangrar, guardando su odio como un lobo guarda su presa.
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Ahora, en el abrevadero, el sol del mediodía convertía el agua en un espejo de fuego. Los peones, escondidos tras las puertas del establo, observaban en silencio. Sabían que meterse con Danastan era firmar su propia sentencia. Pero uno de ellos, un joven llamado Pancho, con la cara marcada por una cicatriz de cuchillo, apretaba los puños hasta que las venas se le marcaban como raíces.
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“¿Qué vas a hacer, ranchero?”, preguntó María Elena, su voz temblando, pero firme. “¿Matarme aquí frente a todos? ¿O vas a esperar a que oscurezca para hacerlo en tu cama como hiciste con tu esposa?” El rostro de don Esteban se contrajó como si le hubieran clavado un clavo en el alma. La mención de su esposa muerta era un golpe bajo, un secreto que solo los cuervos conocían.
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Hace 5 años, doña Isabel había aparecido ahorcada en el roble del patio con una nota que decía tres veces al día. La gente murmuraba que don Esteban la había matado por celos, por infidelidad, por aburrimiento, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta. ¡Cállate, perra!”, rugió él, levantando la mano para golpearla.
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Pero antes de que el golpe cayera, un disparo retumbó en el aire. La bala rozó el sombrero de don Esteban, arrancándole una pluma de cuervo. Todos se volvieron hacia el horizonte, donde una nube de polvo anunciaba la llegada de jinetes. Eran cinco, vestidos de negro, con máscaras de cuero cubriéndoles el rostro.
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El líder, un hombre alto con un bigote plateado, apuntaba con un rifle Winchester. “Suelta a la mujer, Esteban”, gritó el desconocido. “O la próxima bala te atraviesa el corazón.” Don Esteban soltó a María Elena, que cayó de rodillas en el abrevadero, el agua salpicando como sangre. Los peones corrieron a buscar sus armas, pero era tarde.
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Los jinetes encapuchados disparaban con precisión quirúrgica, derribando a dos guardias en segundos. Pancho, aprovechando el caos, corrió hacia María Elena y la ayudó a levantarse. “¡Corre, María”, susurró al túnel del establo. “¿Lleva el caballo negro?”, “no”, preguntó. corrió descalza por el polvo, sintiendo las espinas clavándose en sus plantas.
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El túnel era un pasadizo secreto que los peones usaban para contrabando de tequila. María Elena lo había descubierto una noche, espiando a don Esteban mientras contaba sacos de oro en la oscuridad. Mientras tanto, en el patio, don Esteban enfrentaba al líder enmascarado. Los dos hombres se miraban como lobos viejos, reconociéndose sin necesidad de palabras.
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¿Quién eres, maldito? Escupió Danastan, su mano temblando cerca del revólver. El enmascarado se quitó la máscara lentamente, revelando un rostro que hizo palidecer al ranchero. Era don Rodrigo, el hermano gemelo de doña Isabel, dado por muerto en la revolución. Sus ojos eran idénticos a los de la difunta, pero llenos de un odio que ardía como carbón.
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Vinimos por justicia, Esteban dijo don Rodrigo, su voz calmada como el ojo de un huracán. Tres veces al día dijiste. Tres veces al día mi hermana suplicó por su vida. Hoy tú suplicarás. Don Asvan intentó sacar su arma, pero una bala le atravesó la mano haciendo que el revólver cayera al polvo. Los otros jinetes lo rodearon atándolo con cuerdas de cáñamo.
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María Elena, desde la entrada del túnel vio todo. Pancho la empujaba hacia el caballo negro, pero ella se resistía. No puedo dejarlos, susurró. Si don Rodrigo mata a Esteban, seré libre. Pero si Esteban vive, me encontrará. Pancho la miró con ojos desesperados. Él también tenía sus propios demonios. Su hermana había sido una de las protegidas de don Esteban, encontrada muerta en el río con el mismo mensaje tres veces al día.
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Tienes que elegir, María, dijo Pancho. Libertad o venganza. Ella montó el caballo negro, un semental que don Esteban reservaba para sus cacerías. Mientras galopaba hacia el desierto, el viento secaba las lágrimas en su rostro, pero no iba lejos. En su mente, un plan tomaba forma, tan oscuro como la noche que caía.
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La tercera vez sería al atardecer. Don Esteban fue arrastrado al granero, el mismo donde había violado a María Elena. Don Rodrigo lo ató a una viga usando las mismas cuerdas que el ranchero guardaba para sus juegos. Los peones, ahora libres del miedo, se reunían en el patio, murmurando. Algunos querían justicia rápida, otros, como Pancho, querían algo más.
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¿Dónde está la muchacha?, preguntó don Rodrigo limpiando su rifle. Huyó, mintió Pancho, hacia el norte, a Estados Unidos. Pero María Elena no había huído. Se había escondido en la capilla abandonada del rancho, un lugar donde las velas se habían apagado hacía años. Allí, entre santos decapitados y telarañas, encontró lo que buscaba el diario de doña Isabel, escondido tras un crucifijo roto.
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Las páginas amarillentas contaban una historia terrible. Tres veces al día me obliga, tres veces al día me rompe, pero guardo su secreto, el oro español enterrado bajo el roble donde me ahorcó. Si muero, que alguien lo encuentre, que alguien lo use para destruirlo. María Elena sonrió en la oscuridad. El oro, el maldito oro que había envenenado todo.
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Cuando el sol comenzó a ponerse, tiñiendo el cielo de sangre, María Elena regresó al rancho. Llevaba el cuchillo en la bota y el diario en la mano. Los jinetes de don Rodrigo estaban bebiendo tequila en el porche, celebrando su victoria. Don Esteban, atado en el granero, sangraba lentamente. “Déjenme entrar”, dijo María Elena, su voz firme como el acero.
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“Tengo algo que decir.” Don Rodrigo la miró con sospecha, pero la dejó pasar. En el granero, don Esteban alzó la cabeza, sus ojos inyectados en sangre. “¿Vienes a regodearte, puta?”, escupió. “No”, respondió ella, arrodillándose frente a él. Vengo a darte lo que pediste tres veces al día. Sacó el cuchillo. La primera vez lo clavó en su muslo, cortando la arteria femoral.
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La sangre brotó como un río rojo. Don Esteban gritó, pero María Elena tapó su boca con la mano. La segunda vez, susurró, será por tu esposa. Cortó su otra pierna más profundo. Los gritos se convirtieron en gemidos. Don Rodrigo entró alarmado por el ruido, pero María Elena lo enfrentó. El oro, dijo mostrando el diario.
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Está bajo el roble, pero primero él paga. Don Rodrigo leyó las páginas, su rostro endureciéndose. Asintió. La tercera vez, dijo María Elena levantando el cuchillo hacia el cuello de don Esteban. Será por todas nosotras. Pero antes de que el cuchillo bajara, Pancho irrumpió en el granero pistola en mano. No, María gritó.
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Si lo matas, serás como él. Ella se volvió, el cuchillo temblando. Por un momento, el tiempo se detuvo. El sol se había puesto y la luna llena iluminaba el granero como un reflector divino. ¿Y qué sugieres, Pancho?, preguntó su voz quebrándose. Perdonarlo, dejar que viva para contarlo. Pancho bajó el arma lentamente.
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No, sugiero que lo hagamos bien. Entre los tres arrastraron a don Esteban hasta el roble, el mismo árbol donde doña Isabel había muerto. Allí cavaron un hoyo profundo. Dan Esteban suplicaba prometiendo oro, tierras, libertad. Pero sus palabras caían en oídos sordos. Lo enterraron vivo hasta el cuello. Solo su cabeza quedaba fuera como una macabra flor en el desierto.
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María Elena se arrodilló frente a él por última vez. Tres veces al día susurró. Tres veces al día recordarás esto. Dejaron una cantimplora de agua a 3 metros de distancia. Imposible de alcanzar. Los coyotes vendrían al amanecer. El oro fue desenterrado esa misma noche. Cajas y cajas de monedas españolas suficientes para comprar un estado entero.
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Don Rodrigo quería usarlo para la revolución. Pancho quería dártelo a los peones. Pero María Elena tenía otros planes. Quemoslo, dijo. Y lo hicieron. Fundieron el oro en el horno del herrero, convirtiéndolo en lingote sin valor. Luego los arrojaron al río, donde se hundieron como los pecados de don Esteban. Al amanecer, el ranchero aún vivía.
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Sus gritos eran débiles, pero audibles. María Elena se acercó una última vez, montada en el caballo negro. “Tres veces al día,”, repitió, “Tres veces al día hasta que mueras.” Y se alejó. dejando que el desierto hiciera el resto. El rancho la sangre de Cristo se convirtió en leyenda. Los peones lo abandonaron llevándose solo lo necesario.
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Pancho se convirtió en seri de un pueblo cercano. Don Rodrigo desapareció en las montañas buscando más justicia. Pero María Elena María Elena cabalgó hacia el norte con el cuchillo en la bota y el diario quemado en su memoria. En la frontera fundó un nuevo rancho, uno donde las mujeres mandaban, uno donde ningún hombre volvería a decir tres veces al día.
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Y en las noches de luna llena, cuando el viento hullaba como coyotes, se decía que el fantasma de don Esteban aún gritaba desde el roble. Tres veces al día. Tres veces al día. Para siempre. M.