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¿Te quedarás si nos quitamos la ropa? Preguntaron las gemelas apaches idénticas después de que el ranchero la salvó en el río. El río Santa Cruz corría bravo aquel agosto de 1887, hinchado por las lluvias de la sierra de Sonora. El agua chocaba contra las rocas como balas de plomo y el aire olía a tierra mojada y pólvora vieja.
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En la orilla, entre mesquites y nopales, un hombre alto, de piel curtida por el sol y barba de tres días, tiraba de las riendas de su caballo vallo. Se llamaba Tomás Delgado, 35 años, viudo desde que la fiebre se llevó a su esposa y a su hijo Nonato. Vivía solo en el rancho La Esperanza, a tres leguas del pueblo de Magdalena de Quino, criando ganado y olvidando el mundo.
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Tomás había salido al amanecer a rastrear una manada de vacas que se le había escapado en la tormenta de la noche anterior. El río, que normalmente era un hilo de agua parda, ahora rugía como un jaguar herido. Fue entonces cuando los vio, dos figuras menudas, idénticas aferradas a una rama medio hundida en el centro del cauce.
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Llevaban vestidos de manta rasgados, empapados, pegados al cuerpo como segunda piel. El cabello negro, largo y lacio, les caía sobre los hombros como cortinas de obsidiana. Eran apaches, pero no como los que él conocía. No llevaban armas ni pinturas de guerra, solo miedo en los ojos. Aguanten!”, gritó Tomás desmontando, se quitó el sombrero y lo lanzó al suelo.
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El viento se lo llevó rodando. No lo pensó dos veces. Se desabrochó el cinturón con el revólver, lo dejó caer junto al sombrero y se lanzó al agua. El frío lo golpeó como un martillo. Nadó contra la corriente, los músculos ardiendo hasta alcanzar la rama. Una de las muchachas, la que estaba más cerca, extendió la mano.
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Tomás la tomó, tiró con fuerza. La otra se aferró a su hermana. Entre los tres formaron una cadena humana que el río intentó romper una y otra vez. Cuando por fin pisaron la orilla, los tres cayeron de rodillas jadeando. El agua chorreaba de sus ropas como lluvia. Tomás escupió lodo y miró a las muchachas. Eran idénticas.
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Ojos almendrados, pómulos altos, labios finos. No tendrían más de 19 años. La única diferencia era una cicatriz pequeña en la mejilla izquierda de una de ellas. ¿Quiénes son?, preguntó Tomás en español, aunque sabía que tal vez no lo entenderían. La de la cicatriz habló primero, su voz suave pero firme, con un acento que arrastraba las rres como el viento en las sierras. Soy Nada Saint.
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Ella es mi hermana Lodana. Somos Nakaies de la banda de Cochice, pero ya no tenemos banda. La otra, Lodaná, asintió. Sus ojos no se apartaban de Tomás. Había algo en ellos, una mezcla de gratitud y desafío. ¿Qué hacían en el río? Nada. Saint bajó la mirada. Huíamos. Los soldados mexicanos nos persiguen desde la sierra. Quemaron nuestro campamento.
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Mataron a nuestro padre. Tomás se puso de pie sacudiéndose el agua de los pantalones. Miró hacia el horizonte. El sol comenzaba a bajar tiñiendo el cielo de sangre. Sabía lo que significaba tener a los rurales detrás y sabía lo que significaba tener a Paches en su rancho. “Vengan”, dijo al fin. “Mi casa no está lejos. Allí podrán secarse.
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” Las hermanas se miraron. Luego, sin decir palabra, lo siguieron. El rancho La esperanza era un conjunto de adobe y madera con un corral de palo fierro y un pozo que nunca se secaba. Tomás vivía con un viejo vaquerocki llamado Chencho, que cocinaba frijoles y contaba historias de fantasmas. Cuando llegaron, Chencho los miró con ojos de búo.
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¿Y estas quiénes son, patrón invitadas? Respondió Tomás secamente. Prepara café y algo de comer. Esa noche, las gemelas se sentaron frente al fuego en la sala. Llevaban camisas viejas de Tomás, demasiado grandes para ellas, que les llegaban a las rodillas. El calor del fogón secaba sus cabellos, que brillaban como alas de cuervo.
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Chencho le sirvió café en tazas de peltre y un plato de tortillas con carne seca. Nada Saint comía despacio observando todo. Lodana, en cambio, no apartaba la vista de Tomás. ¿Por qué no salvaste?, preguntó de pronto. Tomás se encogió de hombros, removiendo el café con una cuchara. No podía dejarlas ahogarse. No todos los blancos piensan así, dijo nada Saint.
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No soy blanco, respondió Tomás. Soy mexicano. Y no todos los mexicanos piensan igual. El silencio se instaló como polvo. Afuera, los coyotes aullaban. A la mañana siguiente, Tomás salió al corral a herrar un caballo. Las gemelas lo siguieron. Nada. Saint llevaba un lazo en la mano. Lodana, una silla de montar que apenas podía cargar.
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¿Saben montar? Preguntó Tomás. Sabemos cazar. respondió nada Saint. Montar es fácil. Tomás sonrió por primera vez en meses. Les enseñó a encillar, ajustar la cincha, a hablarle al caballo con la voz baja. Lodana aprendía rápido, pero nada Saint era la que tenía mano con los animales.
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En una hora, las dos montaban como si hubieran nacido en la silla. Los días siguientes fueron extraños. Las gemelas ayudaban en el rancho, ordeñaban vacas, recogían huevos, reparaban cercas, hablaban poco, pero cuando lo hacían era con precisión. Contaron que su madre había muerto al darlas a luz, que su padre las había criado como guerreras, que habían visto morir a hermanos, tíos, primos, que el mundo se había vuelto demasiado pequeño para los apaches.
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Tomás las escuchaba en silencio. A veces, por las noches, se quedaba mirando el fuego pensando en su propia pérdida, en cómo la vida te quita todo y luego te deja solo con el eco. Una tarde, mientras reparaban un bebedero roto, Lodaná se acercó a Tomás. El sol caía oblicuo, dorando su piel. “¿Tú nunca te sientes solo?”, preguntó Tomás. Dejó el martillo todos los días.
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Ella se acercó más. Olía a tierra y a jabón de ceniza. Nosotras también, pero juntas no tanto. Nada. Saint apareció entonces, como siempre, sin hacer ruido. ¿De qué hablan? De la soledad. Dijo Lodana. Nada. Saint miró a Tomás fijamente. Te quedarás si nos quitamos la ropa. Tomás parpadeó. El martillo se le cayó de la mano.
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¿Qué? Las hermanas se miraron, luego sin prisa, comenzaron a desabotonarse las camisas. Primero lo daná, luego nada saint. La tela cayó al suelo como hojas secas. Debajo no llevaban nada. Sus cuerpos eran idénticos, delgados, fuertes, marcados por cicatrices pequeñas de la vida en la sierra. El sol las bañaba en luz dorada. Tomás tragó saliva.
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No era deseo lo que sentía. O no solo era algo más hondo, como si el tiempo se hubiera detenido. No es un juego, dijo nada Saint. Es una promesa. Si te quedas con nosotras, seremos tuyas. Pero no como esclavas, como iguales. Lo daná dio un paso adelante. Los apaches no damos nuestro cuerpo por gratitud. Lo damos por alianza, por familia.
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Tomás miró al horizonte, el rancho, el río, los mezquites. Todo parecía más grande de repente. No sé si estoy listo dijo. Al fin. No tienes que estarlo”, respondió nada Saint. “Solo tienes que decidir. Esa noche no hubo fuego en la sala.” Tomás se quedó en el corral mirando las estrellas. Chencho se acercó con una botella de mezcal.
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“¿Qué vas a hacer, patrón? No lo sé, viejo. Son apaches, pero son mujeres y tú estás vivo.” Tomás tomó un trago largo. El mezcal le quemó la garganta. Al amanecer, las gemelas estaban listas para partir. Llevaban sus vestidos remendados, el cabello trenzado. Tomás las esperaba junto al pozo. Se van. Nada. Saint asintió. Los rurales vienen.
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Los vimos ayer en el camino. Si no se encuentran aquí, te matarán. Tomás miró el revólver en su cinto, luego a ellas. Entonces, vámonos todos. Las hermanas se miraron sorprendidas. ¿A dónde? A donde no nos encuentren. Al norte, a Arizona. Dicen que allá los apaches aún resisten. Lodana sonrió por primera vez. Era una sonrisa pequeña, pero real.
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¿Te quedarás si nos quitamos la ropa? Repitió la pregunta, pero esta vez era diferente. Era una broma, una promesa. Tomás montó su caballo. Las gemelas montaron detrás, una a cada lado. Solo si me dejan escoger la ropa dijo. Cabalgaban hacia el norte cuando los rurales llegaron al rancho. Chencho los recibió con una escopeta y una sonrisa torcida.
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Se fueron al sur. Mintió. Hace tr días, los soldados registraron todo. Rompieron lo que encontraron, pero no hallaron rastro. Cuando se fueron, Chencho cerró la puerta y miró al cielo. Suerte, patrón. En las sierras de Arizona, meses después, un nuevo campamento apache creció junto a un arroyo. Había tres jacales de adobe, un corral con caballos y un huerto de maíz.
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Los ancianos murmuraban sobre el mexicano que vivía con las gemelas nakaiés, pero nadie se atrevía a cuestionarlo. Tomás había aprendido a cazar con arco, a curtir pieles, a hablar el idioma de las hermanas. Ellas, a su vez habían aprendido a hacer queso, a leer las nubes, a reírse de las bromas malas de Chencho, que había llegado un mes después con dos mulas y una guitarra.
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Una noche junto al fuego, nada Saint dio a luz a un niño. Lodana sostenía su mano. Tomás cortó el cordón con su cuchillo Bwi. El bebé lloró fuerte como un coyote recién nacido. ¿Cómo lo llamaremos? Preguntó Lodana. Tomás miró a las hermanas, luego al niño. Libre dijo, “Como nosotros afuera. La luna llena iluminaba la sierra.
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Los coyotes aullaban. Pero esta vez no era un lamento, era una canción. Yeah.