“Quiero un Hijo Tuyo” — Dijo la Mujer Apache al Granjero Tímido
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En las llanuras áridas del territorio de Nuevo México, donde el sol quemaba la tierra como un hierro al rojo y el viento arrastraba polvo que picaba los ojos, Con Reed llevaba 3 años viviendo solo en su rancho. Era un hombre flaco, de hombros encorbados por el trabajo, con el pelo rubio desteñido por el sol y una barba que crecía desordenada porque no le importaba.
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Su casa era una choosa de adobe con techo de paja, una sola habitación con una cama de pino, una mesa coja y un fogón que apenas calentaba en las noches frías. Tenía 100 haáreas de tierra seca, un corral con seis vacas flacas, dos caballos viejos y un gallinero que apenas producía huevos. No quería vecinos, no quería visitas, no quería hablar, solo él, la tierra y el trabajo.
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Cada mañana, antes de que el sol asomara por las colinas, Con salía a revisar la cerca del potrero este. Llevaba un martillo en la mano y un rollo de alambre en el hombro. Ese día el cielo estaba limpio, sin una nube, y el aire olía a salvia seca. Cuando llegó a la cerca, vio a la mujer. Estaba a 50 varas, montada en un caballo pinto, inmóvil como una estatua.
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El animal pastaba tranquilo, pero ella lo miraba fijamente. Con se quedó helado. El martillo pesaba en su mano. La lengua se le pegó al paladar. No era de la ciudad. su porte, su ropa, la forma en que se sentaba en la silla, apache, llevaba una blusa de gamuza con flecos, una falda corta del mismo material y el pelo negro trenzado en una sola coleta gruesa que le caía por la espalda.
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Sus ojos eran oscuros, profundos, como pozo sin fondo. Se acercó 20 varas, luego 10 pies. Desmontó con gracia, sin prisa. Ahora estaban cara a cara. Quiero un hijo tuyo”, dijo en español con voz firme como si pidiera agua. El martillo cayó al suelo. Con no pudo hablar. Ella se quedó quieta esperando como si hubiera dicho algo tan simple como el clima.
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“Vives solo, no vas a la ciudad. No tienes esposa, te he observado.” Tratas a los animales con suavidad. Arreglas la cerca sin enojarte. Tienes la fuerza que viene del silencio, no del ruido. Con retrocedió, chocó contra la cerca. Ella se detuvo, vio su miedo. Piénsalo. Volveré mañana. Se fue. No dijo su nombre. Esa noche Con no durmió.
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Dio vueltas en la cama mirando el techo de paja. Al amanecer decidió, “Le diré que no.” Pero ella volvió al mismo lugar. Con tenía la respuesta preparada, pero se le borró de la mente. Solo pudo preguntar, “¿Cómo te llamas?” Kiona. ¿Por qué? Yo te vi cco días. Pides a la tierra, no la tomas. Mi gente se está perdiendo. Las viejas costumbres mueren.
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Quiero un hijo que conozca la suavidad, no la crueldad. De pronto, tres jinetes aparecieron en el horizonte. Apaches, ancianos. Kona se tensó. Los viejos la regañaron en su lengua. Miraron a Concio. Kona les respondió con furia, “Es mi decisión. Él no es débil. Tiene la fuerza que ustedes no ven en sus hombres ruidos. Respeto, paciencia.
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” Los ancianos se fueron, pero el aire quedó cargado. Al día siguiente llegó la tormenta. El cielo se volvió negro. El viento huyó como un lobo. Koná apareció en la puerta empapada. Tu tejado se va a romper. Con tembló, pero subió la escalera. Kona sostuvo la base desde abajo. La lluvia cayó como balas, pero el tejado resistió.
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Kona dijo, “Tuviste miedo, pero subiste. Eso era lo que necesitaba ver. La noche pasó en la tormenta. Kona habló. Tienes hasta la luna llena para decidir. O tú o el guerrero que mi tribu eligió. Él es como los que rompieron a mi madre. Con la voz ronca dijo, sí. Pero al amanecer llegó Tzeek Coto, el guerrero, alto, musculoso, con cicatrices en el pecho y una mirada que mataba. Desmontó y se acercó a Con.
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Ella es mía, gruñó. Levantó el puño. Con no se movió, no retrocedió. El puño se detuvo a centímetros de su cara. Sekoto escupió al suelo y se fue. Kona lloró. Lo demostraste. Dos días antes de la luna llena decidieron. Dentro de la chosa, lejos del mundo, se unieron. Fue lento, torpe, pero real, irreversible. Seis semanas después, la anciana volvió sola, puso la mano en el vientre de Kiona, asintió.
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El niño será nuestro, pero tú aprenderás nuestra lengua, nuestras historias. K prometió. La anciana le dio a Kion un brazalete hecho por su hermana, la abuela de Kiona. Se fue. Con y Kiona ya no estaban solos. Entre ellos, un puente entre dos mundos. Vendrían tormentas, pero ya no temían, porque la fuerza no está en el ruido, sino en el silencio.
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Y todo empezó con seis palabras. Quiero un hijo tuyo. Pero la historia no termina ahí. Porque en las llanuras de Nuevo México nada es tan simple como parece. Con Red no era un hombre de muchas palabras, pero sí de recuerdos. Cada noche, antes de dormir recordaba a su madre. Había muerto cuando él tenía 10 años en una cabaña en Mazouri, víctima de la fiebre.
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Su padre, un hombre duro como el pedernal, lo había criado a golpes y silencios. La tierra no perdona a los débiles, le decía mientras lo obligaba a arar con las manos sangrantes. Cuando su padre murió, Con vendió todo y se fue al oeste. No quería ser como él. No quería gritar, no quería golpear. Quería cultivar, cuidar, esperar.
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Por eso vivía solo. Por eso no iba a la ciudad. Por eso, cuando Kioná apareció, su mundo se tambaleó. Kiona, por su parte no era una apache cualquiera. Era hija de un jefe menor, pero su madre había sido capturada por los mexicanos cuando era niña y criada en una misión. Koná había crecido entre dos mundos, el de las fogatas y las danzas, y el de los crucifijos y las campanas.
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Cuando su madre murió, Jona volvió con su padre, pero nunca encajó del todo. Los ancianos la miraban con desconfianza. Las mujeres murmuraban, los guerreros la deseaban, pero no la respetaban. Secoto, especialmente la veía como un trofeo. Te domaré, le había dicho una vez con una sonrisa que no era sonrisa. Por eso Kona había observado a Con.
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Durante 5co días se había escondido entre los mezquites, viéndolo trabajar. Vio cómo hablaba en voz baja a las vacas cuando las ordeñaba, como arreglaba la cerca con paciencia, sin maldecir cuando el alambre se enredaba. Como una vez encontró un pájaro con el ala rota y lo cuidó hasta que voló. Ese hombre no rompe, pensó.
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Ese hombre construye. Cuando dijo, “Quiero un hijo tuyo.” No fue un capricho. Fue una decisión meditada durante meses. Su tribu estaba muriendo. No por las balas de los soldados, sino por el veneno lento del olvido. Los jóvenes ya no aprendían las canciones. Las mujeres ya no tejían las cestas como antes.
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Los ancianos contaban historias que nadie escuchaba. Kona quería un hijo que llevara la sangre a Pache, pero también la suavidad de un hombre que no necesitaba probar nada. Con no entendía todo eso al principio. Solo sabía que una mujer hermosa y peligrosa había irrumpido en su vida y que no podía sacarla de su cabeza.
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La primera noche después de su encuentro no durmió. Se sentó en el porche mirando la luna. Pensó en huir. Podía vender el rancho, irse a California. Pero algo lo detuvo. Tal vez era curiosidad, tal vez era soledad, tal vez era que por primera vez en años alguien lo había mirado de verdad. Al día siguiente, cuando Kona volvió, Con me estaba preparado.
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Había practicado su discurso. No puedo. No soy lo que buscas. Vete. Pero cuando la vio, las palabras se le atragantaron. Ella desmontó y se acercó. No dijo nada, solo lo miró y Con preguntó su nombre. Después de que los ancianos se fueron, Con pasó el día reparando la cerca con más fuerza de la necesaria. Clavaba los postes con furia, como si pudiera clavar también su miedo.
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Kona lo observaba desde lejos. No se acercó. Sabía que necesitaba espacio. La tormenta llegó sin aviso. El cielo se volvió gris plomo. El viento arrancó la paja del tejado. Colm subió la escalera con las manos temblando. Kona sostuvo la base gritando instrucciones en Apache que él no entendía. La lluvia caía tan fuerte que dolía.
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Un rayo partió un mezquite a 100 varas. Con resbaló. Casi cae, pero Kiona lo sujetó por la camisa. Terminaron empapados, riendo como niños dentro de la chosa. Esa noche, sentados frente al fogón, Koná habló. Le contó de su madre, de las misiones, de las noches en que rezaba en español y soñaba en Apache.
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Le contó de Tzeekoto de cómo había matado a un hombre en una pelea por una mujer, de como los ancianos lo admiraban por su fuerza, pero temían su crueldad. le contó del niño que quería, no un guerrero, sino un puente. Col me escuchó, no dijo mucho, pero al final tomó su mano. Sí. La llegada de Tekoto fue como un trueno.
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Apareció al amanecer con el torso desnudo y una lanza en la mano. Kona estaba ordeñando una vaca. Conm estaba en el corral. Sekoto desmontó y caminó directo hacia Con. Ella es mía. dijo en español Torpe. Con no respondió, solo lo miró. Sekoto levantó el puño. Con no se movió. El puño tembló. Algo en los ojos de Con, calma, no miedo, hizo que Tzeekoto bajara la mano.
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Escupió y se fue. Kona corrió hacia Con, lo abrazó. lloró no de tristeza, sino de alivio. Dos días después, bajo la luna llena, se unieron. Fue torpe, nervioso, pero real. Después durmieron abrazados con el viento cantando fuera. Seis semanas después, el vientre de Kiona empezó a notarse. La anciana volvió.
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Era la tía de Kiona, una mujer arrugada como un higo seco, con ojos que veían todo. Puso la mano en el vientre, cerró los ojos, asintió. El niño será nuestro, pero tú, miró a Con, aprenderás. Con asintió, empezó a aprender a Pache, palabras torpes al principio, ya para cielo, le echa a a perro.
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Kiona reía cuando se equivocaba, pero él persistía. Los meses pasaron, el rancho cambió. Kona trajo semillas de calabazache, las plantó junto a las de con construyó un corral más grande. Kona tejió una cuna de mimbre. Los ancianos venían a veces no a regañar, sino a enseñar. Col me escuchaba. Aprendió a hacer fuego sinceros, a rastrear huellas, a cantar una canción sobre el coyote que robó el fuego.
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Seoto no volvió, pero un día un vaquero mexicano llegó al rancho. Traía noticias. Seoto había muerto en una emboscada de los comanches. Konan no lloró, solo dijo, “El camino de la violencia siempre termina así. El niño nació en una noche de primavera bajo un cielo lleno de estrellas. Con cortó el cordón con su navaja.
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Kona lo llamó Niol, que significa viento. Era moreno como su madre, pero tenía los ojos azules de su padre. Años después, Nior corría por el rancho hablando español con su padre y apache con su madre. Con ya no era el hombre callado de antes. Cantaba mientras trabajaba. Jona sonreía más. Los ancianos venían a contar historias junto al fogón.
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Los vecinos, pocos pero reales, traían tortillas y recibían carne seca. Y todo empezó con seis palabras. Pero la vida en la frontera nunca es fácil. Un día llegó una carta. Venía de Masori. Era de un abogado. El hermano de Con, al que no veía desde hacía 15 años había muerto. Le dejaba una herencia, una mina de plata en las montañas.
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mucho dinero. Pero para reclamarla, Con tenía que ir a Mas solo Kona lo miró, no dijo nada, pero Conía lo que pensaba. Si se iba, tal vez no volviera. La frontera era peligrosa, los bandidos, los soldados, las fiebres. Y si se quedaba la mina se perdería. Pero también sabía que el dinero podía cambiar todo.
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Una casa más grande, más vacas, un futuro para Niillol. Con pasó noche sin dormir. Konan no lo presionó, solo dijo, “La tierra aquí nos dio todo, pero la tierra allá también es tierra.” Al final, Con decidió ir, pero no solo. Kona insistió en acompañarlo. Dejarían a Niol con la anciana. Sería un viaje largo, peligroso. Pero juntos partieron al amanecer.
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Con en su caballo viejo, Jona en el pinto. Llevaban provisiones, una manta y el brazalete de la abuela. El camino fue duro. Cruzaron ríos crecidos, durmieron bajo estrellas heladas, evitaron patrullas de soldados. Una noche en las montañas los atacaron bandidos. Con disparó su rifle por primera vez en años. Mató a uno.
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Kona luchó con su cuchillo. Salieron vivos, pero heridos. Cuando llegaron a Mas el abogado los recibió con sorpresa. Un blanco y una apache, pero el dinero era real. Confirmó los papeles. Compró un carro, herramientas, semillas. No se quedó. Volvió. En el camino de regreso, Jona dio a luz a una niña. La llamaron Sandin, que significa sol.
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Nació en una cueva con la ayuda de una comadrona mexicana que encontraron en un pueblo. Cuando volvieron al rancho, Niol corrió a abrazarlos. La anciana sonrió. El rancho había crecido. Los vecinos habían cuidado las vacas. Las calabazas apache crecían junto al maíz. Con construyó una casa más grande. Yona plantó un jardín.
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Ni yo la aprendió a montar. Sandín creció fuerte y cada noche junto al fogón Contaba la historia. Como una mujer Apache llegó a su rancho y dijo seis palabras que cambiaron todo. Quiero un hijo tuyo. Y Kiona sonreía porque la fuerza no está en el ruido, sino en el silencio y en el amor que crece despacio, como una semilla en tierra seca.