El esclavo que volvió adicta a la princesa… El rey or//de//nó ma//ta//rlo al am//an//ec//er, pero ella intervino
Posted by
–

La noche del 17 de agosto de 1687, en la hacienda San Jerónimo de Las Palmas, cerca de Cartagena de Indias, en el virreinato de Nueva Granada, alguien descubrió algo que nunca debió ser visto. El caporal Rodrigo Menéndez caminaba entre los barracones de los esclavos.
cuando escuchó un gemido que no era de dolor, sino de algo mucho más perturbador, se acercó a la ventana de la casa principal y lo que vio le el heló la sangre. Doña Catalina de Mendoza y Pimentel, hija del gobernador y prometida del conde de Turbaco, estaba en su habitación con Tomás, un esclavo negro de apenas 22 años. traído de Angola hacía tres meses.
Pero no era una escena de violencia o castigo, era todo lo contrario. Ella lo besaba con una desesperación que Rodrigo nunca había visto en una mujer blanca, y sus manos recorrían el cuerpo desnudo del esclavo como si fuera lo único que la mantuviera viva.
El caporal retrocedió en silencio, sabiendo que lo que acababa de presenciar podría desencadenar ejecuciones, escándalos y la destrucción de una de las familias más poderosas del virreinato. Tenía hasta el amanecer para decidir qué hacer con esa información. Pero lo que Rodrigo no sabía era que ya era demasiado tarde para todos ellos.
Tres meses antes, cuando el barco Negrero atracó en el puerto de Cartagena, Tomás bajó encadenado junto con otros 40 hombres y mujeres. El olor a muerte, orina y sal impregnaba cada centímetro de su piel. Había sobrevivido al viaje desde Luanda, algo que solo uno de cada tres lograba.
Su verdadero nombre era Ayodele, que en su lengua significaba La alegría ha llegado a casa. Pero ese nombre murió el día que lo capturaron. Ahora era Tomás, propiedad de don Fernando de Mendoza y Pimentel, gobernador de Cartagena y uno de los hombres más ricos de todo el nuevo reino de Granada. La hacienda San Jerónimo se extendía por más de 2000 hectáreas de tierra fértil.
Cultivaban caña de azúcar, tabaco y añil. 300 esclavos trabajaban desde antes del amanecer hasta mucho después del anochecer. El calor era insoportable, un calor húmedo que se pegaba a la piel como una segunda capa y hacía que cada respiración fuera un esfuerzo. Las moscas zumbaban constantemente alrededor de los cuerpos sudorosos.
El olor a melaza quemada se mezclaba con el de la tierra mojada y el estiércol. La casa principal era una estructura imponente de dos plantas con columnas blancas que brillaban bajo el sol caribeño como si fueran de mármol puro. Los balcones estaban decorados con hierro forjado traído directamente de Sevilla. Bugambillas rojas y moradas trepaban por las paredes encaladas.
Adentro los pisos eran de mármol fresco y las habitaciones estaban llenas de muebles de caoba, espejos venecianos y tapices flamencos. Era un paraíso construido sobre el infierno de otros. Don Fernando era un hombre de 58 años con el rostro curtido por el sol y una mirada fría que había visto demasiadas cosas como para sorprenderse por nada.
Había llegado a las Indias 40 años atrás como un simple soldado y había ascendido mediante una combinación de brutalidad, astucia y matrimonios convenientes. Su esposa, doña Leonor, había muerto dos años atrás de fiebres tercianas, dejándolo viudo y con una sola hija, Catalina. Catalina de Mendoza y Pimentel, tenía 23 años. y era considerada la mujer más hermosa de Cartagena.
Su piel era pálida, casi translúcida, protegida siempre del sol brutal del Caribe por sombrillas de encaje y habitaciones oscuras. Tenía el cabello negro como la noche que llevaba recogido en elaborados peinados adornados con perlas y cintas. Sus ojos eran de un verde extraño, herencia de algún antepasado irlandés del que nadie hablaba.
Pero detrás de esa belleza había algo más, algo que la mayoría de la gente no veía o prefería ignorar. Una curiosidad voraz, una inteligencia afilada y un aburrimiento tan profundo que a veces la hacía sentir como si estuviera muriendo por dentro. Su vida era una sucesión interminable de misas, bordados, visitas de cortesía y conversaciones vacías con otras mujeres de su clase.
Estaba prometida al conde de Turbaco, un hombre de 45 años al que había visto solo tres veces y que la miraba como si fuera un objeto más de su colección. La boda estaba programada para diciembre, dentro de 4 meses. Tomás fue asignado a trabajar en los campos de caña durante las primeras semanas. El trabajo era brutal. Cortar caña bajo el sol del mediodía con el machete pesando cada vez más en las manos entumecidas, mientras los caporales paseaban a caballo con sus látigos enrollados.
esperando cualquier excusa para usarlos. La espalda de Tomás pronto estuvo marcada por las cicatrices del látigo, líneas rojizas y moradas que se cruzaban como un mapa de su sufrimiento. Pero Tomás era diferente a los otros esclavos. En África había sido el hijo de un comerciante.
Había aprendido a leer y escribir en portugués. Gracias a los misioneros jesuitas que habían pasado por su aldea. Tenía una mente afilada y una capacidad extraordinaria para observar y entender a las personas. Sabía cuándo hablar y cuándo callar, cuándo mostrar su misión y cuándo dejar entrever su inteligencia. Y sobre todo había aprendido algo fundamental durante el viaje en el barco Negrero, que la supervivencia no era cuestión de fuerza física, sino de adaptación. Un día, don Fernando estaba supervisando la llegada de un cargamento
de libros desde España, cuando uno de los cajones se rompió y los libros cayeron al suelo embarrado, ninguno de los esclavos se movió para recogerlos porque no sabían lo que eran o tenían miedo de tocar las pertenencias del amo. Pero Tomás se adelantó, recogió los libros con cuidado, limpió el barro de las cubiertas con su camisa y los colocó en orden.
Don Fernando notó que el esclavo miraba las portadas con algo parecido al reconocimiento. ¿Sabes leer, negro?, preguntó don Fernando con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Tomás dudó. Revelar que sabía leer podría ser peligroso. Los esclavos educados eran considerados una amenaza. Podían organizar rebeliones, falsificar documentos, comunicarse con el mundo exterior, pero también podían ser más valiosos. Sí, amo.
Los padres portugueses me enseñaron en mi tierra”, respondió Tomás con la cabeza baja. Su voz apenas un susurro. Don Fernando lo estudió durante un largo momento. Luego ordenó que Tomás fuera trasladado de los campos a la casa principal. Su nuevo trabajo sería ayudar en la biblioteca, limpiar y organizar los libros y ocasionalmente leer en voz alta para don Fernando cuando sus ojos cansados no podían soportar más la letra pequeña.
Fue así como Tomás entró en la Casa Blanca con las columnas relucientes y fue así como conoció a Catalina. La primera vez que Catalina vio a Tomás fue una tarde de septiembre. Había bajado a la biblioteca buscando algo, cualquier cosa que la distraía de su aburrimiento mortal. La biblioteca era el refugio de su padre, un lugar donde ella rara vez entraba, porque don Fernando no aprobaba que las mujeres leyeran demasiado.
Las hace pensar en cosas inapropiadas. solía decir, pero su padre estaba en Cartagena atendiendo asuntos del gobernador y ella tenía la casa casi para sí misma. Entró en la biblioteca y encontró a Tomás de pie frente a una estantería con un libro abierto en las manos. No lo estaba limpiando ni organizando, lo estaba leyendo.
¿Qué haces?, preguntó ella, y su voz sonó más alta de lo que pretendía en el silencio de la habitación. Tomás cerró el libro de inmediato y lo colocó en la estantería, bajando la cabeza en el gesto de su misión que todos los esclavos habían perfeccionado. Perdón, señorita, estaba organizando los libros como ordenó el amo. Dijo con voz neutra. Catalina se acercó y tomó el libro que él acababa de guardar.
Era una copia de la Celestina de Fernando de Rojas. ¿Sabes leer?, preguntó ella. Y había algo en su voz, una chispa de interés genuino que Tomás reconoció de inmediato. Sí, señorita, respondió él, manteniendo los ojos en el suelo. Mírame cuando te hablo, ordenó ella.
Y cuando Tomás levantó la vista, sus ojos se encontraron. Fue solo un segundo, tal vez dos. Pero en ese breve intercambio pasó algo que ninguno de los dos podría explicar después. Ella vio en sus ojos no la mirada vacía y sumisa de un esclavo roto, sino la de un hombre inteligente, orgulloso, que estaba actuando un papel para sobrevivir.
Y él vio en ella no a una princesa mimada e indiferente, sino a alguien igualmente atrapado, igualmente desesperado por algo real en un mundo de falsedades. Lee ordenó ella señalando el libro. Lee en voz alta. Tomás obedeció, abrió la Celestina y comenzó a leer con una voz clara y educada que hizo que Catalina abriera los ojos con sorpresa.
Su acento era extraño, una mezcla de portugués, español y algo más, pero su dicción era perfecta. leyó el pasaje donde Calisto declara su amor desesperado por Melibea, donde el deseo se confunde con la adoración y la obsesión con el amor. Cuando terminó, Catalina estaba sentada en una de las sillas de cuero, mirándolo fijamente. “¿Entiendes lo que estás leyendo?”, preguntó ella. “Sí, señorita.
Es la historia de un amor que destruye a todos los que toca. respondió Tomás, y había algo peligroso en sus palabras, algo que iba más allá de la simple respuesta. Vuelve mañana a la misma hora ordenó Catalina. Mi padre estará fuera toda la semana. Leerás para mí. Y así comenzó.
Durante los siguientes días, Tomás leía para Catalina todas las tardes. Ella había descubierto que la biblioteca tenía libros que nunca había visto. Obras que su padre mantenía escondidas porque eran consideradas inapropiadas para mujeres. poesía erótica de Ovidio, tratados filosóficos de Erasmo, incluso copias prohibidas de textos protestantes que don Fernando guardaba como curiosidades heréticas.
Jumás leía todo lo que ella pedía y entre lecturas comenzaron a hablar. Al principio eran conversaciones breves, cautelosas. Ella preguntaba sobre África, sobre su vida antes de ser esclavizado. Él respondía con cuidado, revelando solo lo suficiente para mantenerla interesada, pero no tanto como para parecer peligroso.
Pero gradualmente las conversaciones se hicieron más profundas, más honestas. Ella le contó sobre su aburrimiento, sobre cómo se sentía como un objeto decorativo en la casa de su padre, destinada a ser entregada a otro hombre como parte de una transacción comercial. “A veces pienso que no soy más libre que tú”, dijo ella una tarde. Y hubo un largo silencio después de esas palabras.
Con todo respeto, señorita, respondió Tomás finalmente. Usted puede pensar, hablar, moverse, puede elegir qué vestido ponerse, qué comer, cuándo dormir. Yo puedo ser vendido, azotado o matado por capricho. No somos lo mismo. Sus palabras eran duras, pero no irrespetuosas. Y Catalina se dio cuenta de que era la primera vez en su vida que alguien le decía la verdad sin adornos ni cortesías vacías.
“Tienes razón”, admitió ella, “pero no crees que hay diferentes tipos de prisiones, ¿dentes tipos de esclavitud?” Tal vez, respondió Tomás, pero algunas prisiones tienen látigos y cadenas, otras tienen seda y perlas. No es lo mismo. Esa conversación cambió algo entre ellos. Catalina comenzó a verlo no como un esclavo, sino como un igual intelectual, alguien con quien podía tener las conversaciones que nunca podía tener con las mujeres de su círculo social o con los hombres que la cortejaban. Y Tomás, por su parte, comenzó a ver en ella no solo a su
opresora, sino a un ser humano complejo, atrapado en su propio tipo de jaula dorada. La tensión entre ellos crecía con cada encuentro. Había momentos en que sus manos se rozaban al pasar un libro y ambos se congelaban como si hubieran tocado fuego.
Había miradas que duraban demasiado, silencios cargados de cosas no dichas. Un día de octubre, después de una lectura particularmente intensa de poemas de amor de Garcilazo de la Vega, Catalina hizo una pregunta que cambiaría todo. ¿Has amado a alguien? Tomás. Él cerró el libro lentamente, considerando su respuesta. Sí, señorita, en mi tierra. Su nombre era Amara. Íbamos a casarnos. ¿Qué le pasó? No lo sé.
El día que me capturaron, ella estaba en el mercado. Nunca la volví a ver. probablemente esté muerta o esclavizada como yo o casada con otro hombre tratando de sobrevivir. Su voz era plana, pero Catalina podía escuchar el océano de dolor debajo de esas palabras. “Lo siento”, dijo ella y por primera vez en su vida realmente lo sentía.
No era la cortesía automática que había aprendido en los salones de Cartagena, sino un dolor genuino por el sufrimiento de otro ser humano. “Y usted, señorita, ¿ama al conde de Turbaco?”, preguntó Tomás. Y la pregunta era atrevida, peligrosa, pero en ese momento ambos habían cruzado ya tantas líneas invisibles que una más no parecía importar. No, ni siquiera lo conozco. Es un arreglo.
Mi padre recibe influencia política. El conde recibe una esposa joven y hermosa que le dará herederos. Yo recibo un cambio de prisión. Y si pudiera elegir, insistió Tomás. Si no hubiera consecuencias, si pudiera tener la vida que quisiera, ¿qué elegirías? Catalina lo miró durante un largo momento. El sol de la tarde entraba por las ventanas creando patrones de luz y sombra en la biblioteca.
Podía escuchar el sonido distante de los esclavos trabajando en los campos, el canto de los pájaros tropicales en los árboles, el latido de su propio corazón. No lo sé”, respondió ella finalmente. “Nunca he pensado en eso porque nunca ha sido posible, pero creo que elegiría sentir algo real, aunque fuera peligroso, aunque fuera destructivo.
Elegiría sentir que estoy viva en lugar de ser un fantasma hermoso que flota por habitaciones vacías.” Tomás se puso de pie y caminó hacia la ventana dándole la espalda. Sus hombros estaban tensos bajo la camisa de algodón áspero. “Señorita Catalina”, dijo él y era la primera vez que pronunciaba su nombre. Esto es peligroso.
Lo que estamos haciendo aquí, estas conversaciones, si alguien las escuchara, si su padre shipiera. “Lo sé”, interrumpió ella, “pero no puedo parar.” “Ni yo,”, admitió él girándose para mirarla. El aire entre ellos era eléctrico, cargado con una tensión que había estado construyéndose durante semanas. Catalina se puso de pie y caminó hacia él.
Cada paso era una decisión, un punto de no retorno. Cuando estuvo frente a él, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo, levantó una mano y la colocó en su mejilla. Tomás se congeló. cada músculo de su cuerpo en alerta. Esto no era solo peligroso, era suicida. Si alguien entraba en ese momento, él sería torturado y ejecutado.
Ella sería encerrada en un convento o algo peor, pero ninguno de los dos se movió. Siento como si te conociera desde hace años, susurró ella, como si hubieras estado esperándome toda mi vida. Esto no puede terminar bien, dijo Tomás. Pero su voz era apenas un susurro y no se apartó de su toque.
Lo sé, pero en este momento no me importa. Y entonces ella se inclinó y lo besó. Fue un beso tentativo al principio, como si ambos estuvieran probando algo prohibido y delicioso. Pero rápidamente se profundizó. Se volvió desesperado, hambriento, meses de soledad, de represión, de vivir vidas que no eran las suyas. Todo estalló en ese momento.
Las manos de él la rodearon, atrayéndola más cerca, y ella se presionó contra él como si quisiera fundirse en su cuerpo. Cuando finalmente se separaron, ambos estaban temblando. “Esto es locura”, dijo Tomás, su frente apoyada contra la de ella, “La locura más hermosa que he experimentado”, respondió Catalina.
Y así comenzó su relación secreta, una relación que desafiaba todas las leyes de Dios y de los hombres en esa época y ese lugar. Durante las siguientes semanas se encontraban cada vez que podían. Catalina había descubierto que había una puerta lateral en la biblioteca que conducía a un pequeño jardín privado oculto del resto de la casa por bugambillas espesas y árboles de mango se encontraban allí después del anochecer, cuando todos en la hacienda estaban durmiendo o demasiado ocupados para notar. Sus encuentros eran intensos, desesperados.
Hacían el amor en el suelo del jardín sobre mantas que Catalina robaba de su habitación, rodeados por el olor de las flores nocturnas y el sonido de los grillos. Él le enseñaba palabras en su lengua natal, nombres de cosas para las que el español no tenía equivalentes, tipos de amor, tipos de tristeza, tipos de anhelo.
Ella le hablaba de los libros que había leído a escondidas, de sus sueños de viajar a lugares donde nadie la conociera, donde pudiera ser cualquiera. Pero no era solo sexo, aunque esa parte era trascendental para ambos. Era la primera vez que Catalina experimentaba el deseo y el placer sin vergüenza ni obligación. Era la primera vez que Tomás sentía que alguien lo veía como un hombre completo y no como una propiedad o una herramienta.
Hablaban durante horas sobre filosofía, sobre religión, sobre la naturaleza de la libertad y la justicia. Tomás le contaba sobre las religiones de África, sobre dioses que no eran el Dios cristiano, pero que también exigían amor y sacrificio. Catalina le hablaba sobre las contradicciones que veía en la sociedad colonial, como los mismos hombres que hablaban de virtud cristiana y amor al prójimo podían torturar y matar a otros seres humanos sin pestañar.
Mi padre se considera un buen cristiano”, dijo ella una noche mientras yacían juntos bajo las estrellas. Va a misa todos los domingos, reza el rosario, dona dinero a la iglesia, pero tiene 300 esclavos. ¿Cómo puede reconciliar eso? No lo hace, respondió Tomás. La mayoría de las personas no reconcilian nada, simplemente mantienen las diferentes partes de sus vidas separadas como habitaciones en una casa.
En una habitación son piadosos y bondadosos, en otra son monstruos y nunca abren las puertas entre ellas. ¿Crees que Dios nos perdonará por esto?, preguntó Catalina, refiriéndose a su relación. ¿Qué Dios? Respondió Tomás, el Dios de tu padre que aparentemente aprueba la esclavitud.
¿El Dios de los sacerdotes que bendicen los barcos negreros? ¿O el Dios del que habló Cristo que amó a los marginados y los rechazados? No lo sé, admitió ella. Pero si hay un Dios justo, ¿cómo puede condenar algo que es lo único real y verdadero que he experimentado en mi vida? Tomás no tenía respuesta para eso. A veces, en los momentos más quietos, cuando ella dormía en sus brazos y él miraba las estrellas a través de las hojas, pensaba en cómo esto terminaría.
Porque terminaría. Eso era inevitable. No había futuro posible para ellos. No podían huir juntos. Serían perseguidos y capturados y ambos sufrirían destinos peores que la muerte. No podían continuar así indefinidamente. Eventualmente alguien los descubriría y cuando eso sucediera, él moriría. Eso también era inevitable.
La única pregunta era qué le pasaría a ella, pero incluso sabiendo todo eso, no podía parar. Era como si se hubieran convertido en adictos el uno al otro. Cada encuentro los hacía ansar el siguiente con más desesperación. Catalina comenzó a descuidar sus deberes sociales, rechazaba invitaciones, alegaba dolores de cabeza, pasaba cada vez más tiempo encerrada en su habitación o en la biblioteca.
Las otras mujeres de la sociedad cartagemera comenzaron a murmurar, preocupadas de que estuviera enferma o que algo estuviera mal. Don Fernando notó el cambio en su hija, pero lo atribuyó a nervios prenupsiales. Es natural que esté ansiosa por la boda les decía a sus amigos. Las mujeres son criaturas sensibles, se alteran fácilmente, pero lo que don Fernando no sabía era que su hija estaba cambiando de maneras fundamentales.
Las conversaciones con Tomás habían despertado algo en ella, una conciencia crítica que no podía ser ignorada. comenzó a cuestionar todo la estructura de la sociedad colonial, el papel de las mujeres, la moralidad de la esclavitud, la hipocresía de la Iglesia. Una noche, durante una cena con familias prominentes de Cartagena, el obispo visitante estaba hablando sobre la importancia de mantener el orden social establecido por Dios. Cada persona tiene su lugar”, decía el obispo.
Su voz pomposa resonando en el comedor. Los españoles para gobernar, los mestizos para trabajos intermedios, los negros para el trabajo físico. Es el diseño divino. Cuestionarlo es cuestionar a Dios mismo. Catalina, que normalmente permanecería en silencio durante estas conversaciones, sintió algo estallar dentro de ella.
Con todo respeto, su excelencia”, dijo, y su voz cortó el murmullo de acuerdo que había seguido a las palabras del obispo. “¿Cómo sabemos que es el diseño de Dios y no simplemente el diseño de los hombres que se benefician de este sistema? El silencio que siguió fue absoluto. Las mujeres miraron sus platos horrorizadas.
Los hombres se tensaron. Don Fernando se puso rojo de ira. Catalina, dijo con una voz controlada que prometía consecuencias. te disculparás con su excelencia inmediatamente. Pero antes de que ella pudiera responder, el obispo levantó una mano. No es una pregunta válida para una mente joven. Déjame explicar, querida niña.
Y procedió a dar una larga explicación teológica que básicamente se reducía a porque lo digo yo y tengo autoridad. Pero Catalina ya no estaba escuchando. Había visto como todos en esa mesa la habían mirado como si hubiera cometido una blasfemia imperdonable simplemente por hacer una pregunta.
Y se dio cuenta de que esto era exactamente de lo que Tomás hablaba, las habitaciones separadas en la casa de la moralidad. Después de la cena, don Fernando la llevó a su estudio. ¿Qué demonios te pasa? Exigió saber. Avergonzarme así frente al obispo y nuestros invitados. ¿Te has vuelto loca? Solo hice una pregunta, respondió Catalina, manteniéndose firme, aunque su corazón latía con fuerza. Una pregunta.
Cuestionaste el orden social frente a la máxima autoridad religiosa de la región. ¿De dónde sacas estas ideas? Don Fernando la estudió con los ojos entrecerrados. ¿Has estado leyendo libros inapropiados? ¿Alguien te ha estado llenando la cabeza con ideas peligrosas? Catalina sintió un escalofrío de miedo. ¿Sabía algo? ¿Sos? He estado leyendo los libros de tu biblioteca, Padre, los mismos libros que tú lees”, respondió, lo cual era parcialmente cierpo.
Entonces dejaré de leer hasta que aprendas a controlar tus pensamientos, sentenció don Fernando. “Y te quedarás en tu habitación mañana. Necesitas tiempo para reflexionar sobre tu comportamiento.” La confinó a su habitación durante 3 días. Fueron tres días de agonía para Catalina, pero fueron peores para Tomás. Él no sabía qué había pasado, solo que Catalina había desaparecido repentinamente.
Temía lo peor, que hubieran sido descubiertos, que ella estuviera siendo interrogada, que en cualquier momento los guardias vendrían a buscarlo. Pero cuando Catalina finalmente logró enviarle un mensaje a través de una esclava doméstica de confianza, él sintió un alivio abrumador mezclado con una nueva preocupación. Ella estaba arriesgando demasiado, volviéndose descuidada.
Su relación la estaba cambiando de maneras que la hacían visible, vulnerable. Tenemos que ser más cuidadosos”, le dijo cuando finalmente pudieron encontrarse de nuevo casi una semana después. O tenemos que parar. Catalina lo miró con ojos brillantes de lágrimas y furia. No puedo parar. Estos días sin verte fueron como estar enterrada viva. Eres lo único real en mi vida, Tomás.
Todo lo demás es teatro, mentira. Entonces tenemos que ser más inteligentes, insistió él. Tu padre está empezando a sospechar, no de nosotros específicamente, pero de que algo está cambiando en ti. Si sigue investigando, lo sé. Lo interrumpió ella. Lo sé, pero también sé que solo me quedan dos meses antes de la boda.
Dos meses antes de que me encierren en otra jaula. Esta vez para siempre. No voy a desperdiciar ese tiempo siendo cautelosa. Catalina, comenzó él, pero ella lo silenció con un beso y a pesar de todos sus instintos de supervivencia, a pesar de saber que esto solo podía terminar en desastre, él le devolvió el beso porque tenía razón.
¿De qué servía la supervivencia si era una vida sin ella? Pero el universo tiene formas de forzar resoluciones cuando las personas se niegan a enfrentar la realidad. Y la resolución llegó en la forma de Rodrigo Menéndez, el caporal que los había visto esa noche a través de la ventana. Rodrigo había estado luchando con su conciencia durante días.
Por un lado, su deber informar a don Fernando sobre lo que había presenciado. Era una transgresión monstruosa, una violación de todo el orden social. Un esclavo negro tocando a una mujer blanca de la más alta sociedad no era solo un pecado, era una abominación que amenazaba los fundamentos mismos de la sociedad colonial.
Pero por otro lado, Rodrigo había estado en las Indias el tiempo suficiente para saber cómo terminaban estas historias. El esclavo sería torturado hasta la muerte, probablemente en público como advertencia para otros. Y la mujer, bueno, las opciones eran limitadas y todas terribles. Podría ser encerrada en un convento por el resto de su vida. podría ser enviada de vuelta a España en desgracia o podría ser silenciosamente eliminada si don Fernando consideraba que el escándalo era demasiado grande para arriesgar que se filtrara. Rodrigo no era un hombre particularmente moral.
Había hecho cosas terribles en su vida. Había participado en castigos brutales. Había violado a esclavas. Había torturado a cimarrones capturados. Pero había algo en esta situación que lo inquietaba. Tal vez era la forma en que había visto a Catalina mirar a Tomás, no con lujuria burda, sino con algo que parecía peligrosamente cercano al amor.
O tal vez era el conocimiento de que destruir esto sería participar en una tragedia que no beneficiaría a nadie. Así que Rodrigo hizo algo que ni siquiera él mismo entendía completamente. Fue a ver a Tomás. Lo encontró en la biblioteca organizando libros después de que Catalina se hubiera retirado a su habitación.
“Necesitamos hablar”, dijo Rodrigo sin preámbulos, cerrando la puerta detrás de él. Tomás se congeló sabiendo instintivamente que esto era malo. Sí, Caporal, respondió con la voz neutral que había perfeccionado. Los vi, dijo Rodrigo directamente a ti y a la señorita Catalina. Hace una semana sé lo que están haciendo. El mundo de Tomás se detuvo. Esto era el final. Tomás no dijo nada.
No tenía sentido negar. No tenía sentido suplicar. Si Rodrigo había decidido delatarlos, ya estaba muerto. Solo era cuestión de tiempo. Ya le dijiste al amu, preguntó finalmente, su voz sorprendentemente calmada. No respondió Rodrigo y Tomás levantó la vista bruscamente, incapaz de ocultar su sorpresa. ¿Por qué no?, preguntó.
Rodrigo se sentó en una de las sillas de la biblioteca, frotándose el rostro con las manos. Porque he visto suficiente sangre en mi vida y porque esto esto terminará en un baño de sangre que no beneficiará a nadie. Don Fernando ejecutará Tomás, destruirá a su propia hija y al final nada cambiará. El mundo seguirá siendo el mismo lugar podrido.
Entonces, ¿qué quieres?, preguntó Tomás, porque había aprendido que nadie hacía nada sin querer algo a cambio. “Quiero que termines esto”, dijo Rodrigo. “Ahora antes de que alguien más los vea, aléjate de ella. Sé que es difícil, pero si la amas de verdad, la dejarás ir.” Tomás dejó escapar una risa amarga. Y si ella no quiere que la deje ir, entonces convéncela, porque la alternativa es que ambos mueran.
Y créeme, negro, la muerte que te espera no será rápida ni misericordiosa. Hubo un largo silencio. Finalmente, Tomás habló. ¿Cuánto tiempo tengo? Una semana, respondió Rodrigo. En una semana, si todavía están haciendo esto, tendré que decirle a don Fernando, no puedo cargar con este secreto para siempre y no puedo arriesgar que alguien más los descubra y piense que yo estaba encubriendo.
Pero te doy una semana para terminar esto limpiamente. Después de que Rodrigo se fue, Tomás se quedó solo en la biblioteca, rodeado de libros que prometían conocimiento y sabiduría, pero no ofrecían respuestas para su situación. Sabía que Rodrigo tenía razón. Continuar era sentenciarlos a ambos a muerte, pero la idea de no volver a ver a Catalina, de no volver a tocarla, de vivir el resto de su vida como un esclavo vacío en esta hacienda, mientras ella se marchitaba en el matrimonio con el conde, era casi peor que la muerte. Esa noche, cuando Catalina vino a la
biblioteca para su encuentro habitual, Tomás le contó sobre la visita de Rodrigo. Ella palideció, pero no lloró. “Entonces, tenemos una semana”, dijo finalmente. “No, Catalina, tenemos que terminar esto ahora”, respondió Tomás. Rodrigo tiene razón. Si continuamos, nos matarán a ambos.
Entonces que nos maten dijo ella con una vehemencia que lo sorprendió. Prefiero un año contigo y morir que 50 años con el conde viviendo una mentira. No digas eso. No sabes lo que es morir. No sabes lo que es ser torturado. Dijo Tomás su voz dura. He visto hombres ser despellejados vivos. He visto a mujeres ser violadas hasta la muerte. No es romántico, no es noble.
Es dolor y terror y humillación y al final no cambia nada. Entonces, ¿qué sugieres?, preguntó ella. Y ahora las lágrimas comenzaban a caer. Why no que nos ligamos a Dios y pretendamos que nada de esto sucedió, que me case con el conde y pase el resto de mi vida, pero era demasiado cobarde para luchar por ello. Sugiero que sobrevivas, respondió Tomás, que te cases con el conde, que tengas hijos, que vivas una vida larga. Tal vez no será la vida que querías.
Pero será una vida. Eso es más de lo que muchos tienen. No quiero sobrevivir, dijo Catalina, su voz quebrándose. Quiero vivir y solo contigo siento que estoy viva. Tomás la tomó en sus brazos, sintiendo sus lágrimas empapar su camisa. Quería ser fuerte, quería hacer lo correcto, pero sentirla temblar contra él destrozaba cualquier resolución.
Está bien”, susurró finalmente. Está bien, “tenemos una semana, hagamos que cuente.” Y durante esa semana vivieron como si cada momento fuera el último. Se encontraban cada noche en el jardín secreto haciendo el amor con una intensidad desesperada. hablaban hasta el amanecer, memorizando cada detalle del otro, cada expresión, cada palabra.
Catalina le enseñó a bailar los bailes formales de la corte española y él le enseñó las danzas de su pueblo en África. Reían y lloraban, a veces en el mismo momento, conscientes de que cada segundo que pasaba los acercaba al final. En el cuarto día, Catalina tuvo una idea. Podríamos ir, dijo de repente.
Esta noche podríamos ir a Palenque de San Basilio. He oído que es un pueblo de esclavos libertos que tienen su propia comunidad. Podríamos vivir allí. Tomás había oído las mismas historias. San Basilio era un palenque, un asentamiento de esclavos y marrones que habían escapado y establecido su propia comunidad en las montañas.
Era cierto que existía y era cierto que el gobierno colonial había sido forzado a reconocer su autonomía después de décadas de guerra de guerrillas, pero también sabía que llegar allí sería casi imposible. Catalina, tu padre pondría a cada soldado, cada cazador de esclavos, cada miliciano en el virreinato buscándonos y tú, tú no sobrevivirías al viaje.
Es una caminata de días a través de la selva, sin comida adecuada, sin refugio. Hay serpientes, jaguares, enfermedades. Y eso asumiendo que encontráramos el palenque, que nos aceptaran, que tu padre no enviara un ejército para atacar el pueblo, solo para recuperarte. No me importa, insistió ella. Prefiero morir en la selva contigo que vivir en una jaula dorada sin ti.
Y si te capturan, ¿sabes lo que te harán?, preguntó Tomás su voz dura. No te matarán. Eso sería demasiado misericordioso. Te encerrarán. Tal vez en un convento donde las monjas te tratarán como una pecadora y una vergüenza por el resto de tu vida. O peor, tu padre podría decidir que ha sido poseída por demonios y llamar a un exorcista.
He oído historias sobre esos procedimientos. No son agradables. Catalina se quedó en silencio, pero él podía ver en sus ojos que no estaba convencida. Prométeme algo dijo Tomás tomando su rostro entre sus manos. Que no harás nada impulsivo, que no intentarás huir sola o hacer algo que te ponga en peligro. Prométemelo. Ella dudó, pero finalmente asintió.
Lo prometo, pero Tomás debería haber sabido que Catalina no era el tipo de mujer que aceptaba su destino sin luchar. Al sexto día, cuando don Fernando regresó de Cartagena con noticias de que el conde de Turbaco llegaría en tres días para una visita prenupsial de una semana, Catalina supo que se le había acabado el tiempo.
noche fue a la biblioteca con una determinación que Tomás reconoció de inmediato como peligrosa. “He estado pensando”, dijo ella, sin preámbulos, “hay una solución, una que no habíamos considerado.” “¿Cuál?”, preguntó Tomás con cautela. “Podríamos matar a mi padre”, dijo ella, y su voz era completamente seria. Tomás la miró fijamente, incapaz de creer lo que acababa de escuchar.
¿Qué? Piénsalo continuó ella, hablando rápido, como si temiera que si se detenía perdería el valor. Sin mi padre yo heredo todo. La hacienda, los esclavos, las propiedades en Cartagena. Como viuda soltera, tendría control sobre mis propias propiedades hasta que me case. Y podría elegir no casarme con el conde.
Podría decir que necesito tiempo para lamentar a mi padre y tú podría liberarte. Podríamos ir a otra ciudad, a otra parte del virreinato, donde nadie nos conozca. Podrías hacerte pasar por un hombre libre de color. Yo podría. Catalina, para, interrumpió Tomás, su voz firme. Escúchate, estás hablando de matar a tu propio padre.
Mi padre que me trata como una propiedad, respondió ella, su voz elevándose. Mi padre que posee 300 personas y las trata peor que a sus caballos. Mi padre, que me vendió al mejor postor sin preguntarme siquiera mi opinión, ¿por qué deberías sentir lealtad hacia él? Porque incluso si logras matarlo sin ser descubierta, incluso si funciona todo como planeas, nunca podrás vivir contigo misma, dijo Tomás.
He visto lo que el asesinato le hace a las personas, incluso cuando es en defensa propia o en guerra. te cambia, te vacía y no quiero que te conviertas en eso por mí. Entonces, ¿qué? Gritó Catalina y lágrimas de frustración corrían por su rostro. Simplemente nos rendimos, dejamos que nos separen sin pelear. Tomás la atrajo hacia él, abrazándola mientras ella soylozaba contra su pecho.
“A veces pelear significa saber cuándo retirarse”, dijo suavemente. A veces el amor significa dejar ir. No puedo, lloró ella, “no puedo dejarte ir. Eres la única persona en el mundo que me ve realmente, que me habla como si fuera un ser humano completo y no una muñeca decorativa.
Y tú eres la primera persona desde que dejé África, que me trató como un hombre y no como una bestia de carga, respondió Tomás. Eso nunca cambiará sin importar cuánta distancia haya entre nosotros. Eso es real, eso es eterno. Se quedaron así durante horas, aferrándose el uno al otro hasta que el cielo comenzó a aclararse con los primeros indicios del amanecer.
“Mañana es el último día”, dijo Catalina finalmente, “El día que Rodrigo le dirá a mi padre si no hemos terminado esto.” “Lo sé”, respondió Tomás. Entonces, mañana por la noche será nuestra última vez juntos”, dijo ella, “y después prometo que seré fuerte. Prometo que me casaré con el conde y viviré la vida que se espera de mí.
Pero esta última noche quiero que sea solo nuestra, sin miedo, sin lágrimas, solo nosotros.” Tomás asintió, incapaz de hablar por el nudo en su garganta, pero ninguno de ellos sabía que Rodrigo no iba a esperar hasta el séptimo día, porque esa misma mañana otro esclavo doméstico, una mujer llamada Juana, que había sido maltratada por Catalina años atrás, cuando era más joven y más cruel, había visto a Catalina y Tomás en el jardín secreto.
Y Juana, llena de resentimiento, y viendo una oportunidad para vengarse de la mujer que una vez la había abofeteado por romper un plato, fue directamente a Rodrigo. El negro Tomás y la señorita Catalina se están encontrando en secreto le dijo. Los vi anoche en el jardín estaban juntos. Rodrigo sintió que su estómago se hundía. Había esperado que Tomás y Catalina tuvieran el sentido común de terminar su relación antes de que alguien más los viera. Ahora ya era demasiado tarde.
Juana no mantendría esto en secreto y si Rodrigo no actuaba, ella iría directamente a don Fernando y entonces él sería acusado de complicidad por no haber informado antes. Esa tarde Rodrigo fue a ver a don Fernando. Mi señor, hay algo que debe saber, comenzó. Su voz grave es sobre la señorita Catalina.
Don Fernando levantó la vista de los documentos que estaba revisando. ¿Qué pasa con mi hija? Ha sido comprometida por uno de los esclavos. La transformación en el rostro de don Fernando fue instantánea. El color drenó de su rostro. Luego regresó en una marea roja de furia. ¿Qué dijiste? Su voz era apenas un susurro, pero había más amenaza en ese susurro que en mil gritos.
El esclavo Tomás, el que trabaja en la biblioteca. He recibido informes de que él y la señorita Catalina han estado teniendo una relación inapropiada, dijo Rodrigo eligiendo sus palabras cuidadosamente. Don Fernando se puso de pie tan bruscamente que su silla cayó hacia atrás.
¿Cuánto tiempo exigió? No estoy seguro, mi señor, pero Juana, la esclava doméstica, los vio anoche juntos en el jardín. Y yo mismo había tenido sospechas durante algún tiempo, pero esperaba estar equivocado. ¿Y esperaste para decirme? La voz de don Fernando era peligrosa. Tenía miedo de estar equivocado, de hacer acusaciones sin pruebas y causar problemas innecesarios. mintió Rodrigo.
Pero ahora que Juana también los ha visto, no podía permanecer en silencio. Don Fernando caminó hacia la ventana, mirando hacia los campos donde los esclavos trabajaban bajo el sol brutal. Su mente trabajaba a toda velocidad, calculando, planificando. Trae al esclavo Tomás aquí ahora y envía a Catalina a su habitación. Quiero que dos guardias estén apostados en su puerta. No debe salir por ninguna razón.
Sí, mi señor, dijo Rodrigo aliviado de salir de la habitación. Mientras caminaba hacia la biblioteca para buscar a Tomás, se preguntó si había hecho lo correcto. Probablemente había condenado a un hombre a muerte, pero la alternativa hubiera sido peor para todos. encontró a Tomás en la biblioteca como siempre. El amo quiere verte, dijo simplemente.
Tomás supo de inmediato por el tono de Rodrigo lo que había pasado. Le dijiste, preguntó Juana. Los vio. No tuve elección, respondió Rodrigo. Lo siento. Tomás asintió lentamente. No había miedo en su rostro, solo una especie de calma resignada. Oye, Catalina, preguntó, “Está siendo confinada a su habitación.
Don Fernando no sabe todavía si creer la acusación completamente. Probablemente te interrogará primero.” Cuando Tomás entró en el estudio de don Fernando, vio en el rostro del hombre mayor todo lo que necesitaba saber. Esto no sería solo un interrogatorio, sería una sentencia de muerte.
Arrodíllate”, ordenó don Fernando, “su voz como hielo.” Tomás obedeció bajándose a ambas rodillas. “¿Es cierto?”, preguntó don Fernando. “¿Has tocado a mi hija?” Tomás consideró mentir. Tal vez si negaba todo, si culpaba a Juana de inventar historias, tendría una pequeña posibilidad. Pero miró a don Fernando a los ojos y supo que no funcionaría. y además estaba cansado de mentir, cansado de fingir.
“Sí”, respondió simplemente. Don Fernando cerró los ojos por un momento, como si el dolor fuera físico. Cuando los abrió de nuevo, había algo muerto en ellos. “¿La forzaste?”, preguntó. “No, respondió Tomás. fue mutuo. Esa palabra mutuo pareció enfurecer a don Fernando más que cualquier otra cosa. No hay nada mutuo entre un esclavo y su ama, brujo.
La sedujiste, la corrompiste, usaste tu proximidad y su inocencia para contaminarla. Ella no es inocente”, dijo Tomás calmadamente. Es una mujer inteligente que tomó sus propias decisiones. Fue un error. Don Fernando cruzó la habitación en dos zancadas y golpeó a Tomás con el dorso de su mano, con tanta fuerza que lo tiró al suelo.
“No te atrevas a hablar de ella como si la conocieras”, gritó. No te atrevas a sugerir que ella eligió esto. Eres una propiedad, una cosa. Ella es mi hija. Tomás se incorporó lentamente sintiendo el sabor de la sangre en su boca. Con todo respeto, señor, su hija tiene su propia mente. Y sí, la conozco.
Mejor de lo que usted la conoce. Eso casi le costó la vida. En ese mismo momento, don Fernando agarró una pistola de su escritorio y la apuntó directamente a la cabeza de Tomás. Su mano temblaba de furia. “Dame una razón”, susurró. “Dame una sola razón por la que no debería volarte los esos en este momento. Porque entonces nunca sabrá toda la verdad”, respondió Tomás.
Nunca sabrá cómo comenzó, cuánto tiempo ha durado, si hay alguien más involucrado y nunca sabrá si su hija realmente participó voluntariamente o si hay algo que pueda salvarse de esto. Don Fernando lo miró durante un largo momento, la pistola todavía apuntando firmemente. Finalmente, lentamente bajó el arma.
Rodrigo, llévalo a la bodega”, ordenó, “Encadénalo. Mañana al amanecer será azotado públicamente y luego ahorcado. Quiero que todos los esclavos de esta hacienda vean lo que sucede cuando olvidan su lugar.” Sí, mi señor”, dijo Rodrigo agarrando a Tomás por el brazo y sacándolo del estudio.
Mientras era arrastrado hacia la bodega que servía como prisión improvisada de la hacienda, Tomás pensó en Catalina. ¿Sabía ya lo que había pasado? ¿Entendería que esto era el final? La bodega era un espacio oscuro, húmedo y sofocante bajo la casa principal. olía amoo y descomposición. Rodrigo lo encadenó a un poste de hierro que estaba empotrado en el suelo de piedra.
“Lo siento”, dijo Rodrigo en voz baja mientras aseguraba las cadenas. “Traté de darte tiempo.” “Lo sé”, respondió Tomás. “Gracias por intentarlo.” “¿Hay algo que pueda hacer por ti?”, preguntó Rodrigo. “¿Una última comida, agua, algo? ¿Puedes llevarle un mensaje a Catalina? Preguntó Tomás. Rodrigo dudó. No puedo. Hay guardias en su puerta.
Don Fernando ha ordenado que nadie hable con ella hasta que él la interrogue personalmente. Mañana Tomás asintió. No había esperado otra cosa. Entonces, solo una cosa. Cuando me ahorquen mañana, asegúrate de que el nudo esté bien hecho. He visto ejecuciones donde el hombre se estrangula lentamente durante 20 minutos. No quiero eso. Rodrigo lo miró con algo parecido al respeto.