Obligada a tener relaciones con los 18 invitados de su amo: la joven esclava quemó toda la finca en la fiesta…
El viento que venía desde la campiña de Carmona, cargado de polvo y olor a olivo, siempre cambiaba de dirección al pasar frente a la hacienda. Los lugareños decían que ni el aire quería rozar aquellas paredes. La llamaban Los Álamos Negros, aunque en realidad casi no quedaban álamos en la entrada, solo unos troncos secos que habían sobrevivido a más látigos que inviernos. El nombre se había quedado porque sonaba a presagio, y porque nadie quería decir en voz alta: “la casa de Baltazar de Monteagudo”.
Era 1788, primavera sin flores, y el sol caía sobre las tierras secas como una sentencia. Andalucía conocía a hombres duros, pero Baltazar de Monteagudo era otra cosa. Había heredado la hacienda y sus tierras de su padre, y con ellas, como si fueran parte del inventario, cuarenta y tres esclavos. Algunos eran negros de las Indias, otros eran gitanos castigados, otros andaluces pobres vendidos por deudas. Todos llevaban en la espalda la marca del amo: una obediencia que dolía.
Entre ellos estaba Catalina Romero.
Tenía 19 años, la piel trigueña que dejaba adivinar veranos en Cádiz, ojos oscuros de quien aprendió pronto a no quebrarse delante de nadie, y unas manos finas que no habían nacido para arrancar hierbajos, sino para pasar páginas o bordar. Pero la vida no preguntaba.
Había nacido libre.
Hasta los 14 años vivió en Cádiz con sus padres, pescadores que a veces tenían más sal que dinero, pero que la enseñaron a leer, porque su padre, Manuel, decía que “lo único que no te roba un hombre es lo que te cabe aquí” —y le tocaba la sien—. El cólera de 1783 se los llevó en menos de una semana. La dejaron sola, sin hermanos, sin dote, sin casa. Un prestamista del barrio, de esos que huelen la tragedia como los perros huelen la sangre, le ofreció “ayuda”: la dejó dormir una temporada en un cuartucho sobre su tienda, le prestó ropa y le prometió conseguirle trabajo en Sevilla.
Un día, la llamó a una mesa y le puso un papel delante.
—Firma aquí, muchacha. Es para el viaje.
—Pero yo… no sé qué dice.
—Dice que te comprometes a trabajar hasta saldar la deuda de tu padre. ¿No querrás deshonrarlo?

No sabía que el hombre había perdido en el juego y que la estaba vendiendo para cubrir la apuesta. No sabía que el comprador era Baltazar de Monteagudo. No sabía que en la Andalucía de aquel siglo, una firma de una huérfana valía menos que un sello de aguardiente.
La montaron en una carreta. Tres días después estaba en Los Álamos Negros.
Allí aprendió en una sola tarde que la libertad no siempre la quitan los reyes o los soldados; a veces la quita un hombre con dinero y un escribano amigo.
La casa del miedo
La hacienda no era la más grande de la zona, pero era la que menos risas tenía. Tenía tres plantas, un patio central con un pozo, cuadras, un pequeño oratorio, cocina baja siempre caliente, y encima, en lo más alto, una habitación con balcón desde donde Monteagudo miraba sus tierras como quien cuenta monedas.
De día, los esclavos trabajaban en los olivares, en las viñas, algunos en la cocina, algunas mujeres en las habitaciones. De noche… de noche era peor.
Porque Baltazar de Monteagudo tenía una costumbre: una vez al mes, a veces dos, organizaba unos convites secretos. Llegaban carruajes desde Sevilla, desde Córdoba, desde incluso Granada. Hombres gordos, hombres de peluca empolvada, hombres de sotana, hombres con anillos de magistrados. Venían riendo, fumando, con olor a vino caro. Venían porque sabían que allí no los veía nadie.
—Aquí, amigos —decía Monteagudo, abriendo los brazos como un anfitrión del infierno—, en Los Álamos Negros nadie recuerda nada. Y lo que pase, se queda aquí.
Y lo que pasaba era indecible.
A las esclavas jóvenes —las más bonitas, las más nuevas, las que aún no tenían hijos— las hacían bañarse, perfumarse, peinarse. Les ponían vestidos que no eran para ellas: rojos, ajustados, con el escote alto pero el corsé tan apretado que casi no podían respirar. No era ropa, era una exhibición.
La primera vez, Catalina tembló tanto que una de las más viejas, Dominga, le dijo al oído:
—No llores delante de ellos. Les gusta.
—¿Y qué hago?
—Te vas a ir por dentro. Por fuera no les des nada.
Catalina sobrevivió a la primera noche. A la segunda. A la tercera. A la cuarta. Cada vez salía más dura, más callada. Cada vez la rabia se le metía más abajo de la piel, como una espina que el cuerpo no logra expulsar.
“Algún día,” se decía lavándose la sangre de otros en el lavadero, “algún día esto va a arder.”
Abril de 1788
El mes llegó seco y ventoso. Monteagudo estaba de buen humor porque había cerrado un negocio de aceite con un comerciante de Sevilla, y porque, según se decía en las cocinas, “iba a venir gente muy grande”. Lo supieron porque mandó matar dos terneras, comprar vino de Jerez y manteles limpios, cosa que nunca hacía para los suyos.
—Esta vez son dieciocho —susurró Miguel, el mozo de cuadras, al pasar por la cocina.
—¿Dieciocho? —repitió Dominga, santiguándose—. Que Dios nos agarre confesadas.
A Catalina le pusieron el vestido rojo.
—Estás muy flaca —dijo una de las otras muchachas, María la jerezana, atándole el corsé—.
—Me quitan la comida antes de las fiestas. Quieren que se me marquen las clavículas —respondió ella con amargura.
—Pues esta noche te van a querer más —ironizó María, pero sus ojos estaban muertos.
Los carruajes llegaron al caer el sol. Se escuchaba la grava crujir bajo las ruedas, las risas, las voces engoladas. Un olor a perfume masculino, muy dulce, muy empalagoso, llenó el zaguán. Monteagudo salió a recibirlos con una casaca azul oscuro y un bastón que no necesitaba, pero que le daba porte.
—¡Baltazar! —gritó un sevillano de panza prominente—. ¡Cada vez tu casa está más alegre!
—Eso depende de ustedes, señores. Aquí hay vino, hay carne… y hay agradecimiento.
Las mujeres estaban alineadas junto a la escalera, como esclavas expuestas en un mercado. Los hombres las miraban como quien elige fruta.
—Esa, la del rojo —dijo el gordo señalando a Catalina—. Esa es mía esta noche.
—La tendrás —respondió Monteagudo sonriendo. Y miró a Catalina con ese gesto de dueño: “Te toca. No abras la boca.”
El banquete fue grotesco. Mesas largas, velas, carne brillante de grasa, vino derramándose. Los hombres comían con la boca abierta, se limpiaban en los manteles, reían escandalosa y obscenamente. A una de las muchachas, un magistrado con peluca le metió la mano bajo la falda delante de todos. Nadie dijo nada. Era parte del espectáculo.
Catalina servía vino. El gordo la jaló a su regazo.
—Ven aquí, gaditana. ¡Tú sí que sabes mirar!
—Señor, debo servir a los demás…
—Tú me sirves a mí. —Y la sentó en su pierna como si fuera una niña. El salón estalló en risas. Monteagudo, desde la cabecera, disfrutaba.
Catalina no lloró. No hizo muecas. Solo apretó la mandíbula.
No voy a huir, pensó. No voy a saltar la tapia como otras. Lo voy a romper.
La primera muerte
Pasada la medianoche, las mujeres fueron subidas a las habitaciones de arriba. Cada invitado ya tenía asignado un cuarto. Catalina fue llevada a una suite con cama de dosel, alfombra persa, cortinas pesadas y una lámpara de aceite encendida. Uno de los guardias cerró la puerta por fuera.
Ella miró la ventana. Tenía rejas.
Pudo haber pensado en suicidarse. Pudo haber pensado en lanzarse. Pero lo que pensó fue: “No. Esta noche no me muero yo. Esta noche se mueren ellos.”
No pasó mucho antes de que entrara el primer hombre. Era alto, con las marcas de la viruela en el rostro, elegante, con olor a tabaco. Cerró la puerta con llave. Llevaba una botella en una mano y una fusta en la otra.
—Así que tú eres la gaditana —dijo relamiéndose—. Me dijeron que tenías carácter. Mejor. Me gusta domar.
Levantó la fusta.
Catalina no dudó. Sobre la mesita había un candelabro de bronce, pesado. Lo agarró con las dos manos y, cuando él se inclinó hacia ella, se lo descargó en la sien con toda la fuerza acumulada en cuatro noches de infierno.
El golpe sonó hueco. El hombre cayó como un saco. La botella rodó, el líquido se derramó sobre la alfombra. Catalina se quedó un segundo mirando el cuerpo, jadeando.
—Dios mío… —susurró—. Lo maté.
Miró la puerta. Miró la ventana. No había marcha atrás. Si la descubrían, la azotarían hasta matarla. Si no la descubrían, igual la matarían en la próxima fiesta. Entonces, en ese hueco de terror, se abrió un pensamiento claro, frío, hermoso:
Si me van a matar… que sea después de que yo haya limpiado esta tierra.
Arrastró el cadáver hasta el armario del fondo. Costó. El hombre era grande. Se manchó de sangre. Limpió con una manta. Acomodó el cuerpo, cerró. Respiró.
Y bajó a la cocina.
El plan
Catalina había trabajado en la cocina muchas veces. Conocía el lugar a oscuras. Sabía dónde estaba el aguardiente, dónde los trapos viejos, dónde los sacos de pólvora que usaban para las escopetas. Se movió rápida, sin hacer ruido.
Empapó trapos con aguardiente. Llenó una jarra con más. Hizo como mechas. Bajó al sótano, donde había barriles de vino, de aceite, cajas de madera seca. Los roció. El olor a alcohol empezó a llenar el aire.
Subió de nuevo al salón principal. Los hombres seguían arriba, ocupados en su brutalidad. Roció las cortinas, los tapices, las sillas. El aguardiente caía como lluvia de fuego futuro.
Mientras pasaba por el pasillo del segundo piso, oyó los gritos. No eran gritos de placer. Eran llantos ahogados, golpes, súplicas. Eran las otras cinco muchachas. Eran sus amigas. Eran sus hermanas de desgracia. Catalina se detuvo al lado de una puerta y escuchó:
—¡Por favor, señor! ¡Me duele!
—Calla. Viniste para esto. —La voz era de un cura, inconfundible.
Catalina cerró los ojos. Eso no le quitó el llanto de los oídos. Siguió. No podía salvarlas a todas. Pero podía vengar a todas.
Empapó el corredor. Las alfombras persas absorbieron el alcohol. Las cortinas lo bebieron. La casa, sin saberlo, quedó convertida en una antorcha.
Antes del amanecer, todo estaba listo.
Volvió a la cocina. Encendió una antorcha en la chimenea. La llama bailó. Miró un instante la madera vieja de la casa, las vigas secas, las telas. Esto va a subir rápido, pensó.
—Por Isabel.
—Por Dominga.
—Por mí.
Y dejó caer la antorcha en el sótano.
El fuego explotó.
Como si la casa hubiera esperado toda la vida ese chispazo, las llamas abrazaron los barriles, subieron por las escaleras como animales, lamieron la madera. El olor a alcohol hizo que el incendio fuera violento, inmediato.
Catalina corrió al salón y dejó caer otra antorcha en el centro, sobre la alfombra empapada.
La hacienda rugió.
El infierno en Los Álamos Negros
Al principio, los gritos fueron de confusión.
—¿Qué pasa?
—¿Quién dejó la lámpara?
—¿Por qué huele a…?
Luego vino el terror.
Los hombres salieron de las habitaciones, borrachos, desnudos o medio vestidos, algunos con las pelucas chuecas, otros con la sotana abierta, otros con la camisa manchada de vino. Al abrir las puertas se encontraron con un muro de fuego en la escalera principal.
—¡AGUA!
—¡LOS ESCLAVOS! ¡Llamen a los esclavos!
—¡QUE NOS ABRAN LAS REJAS!
Pero las ventanas tenían barrotes de hierro. Barrotes que el mismo Monteagudo había mandado poner “para que no se escapara la morralla”. Ahora eran su prisión.
Un magistrado golpeaba con un candelabro los barrotes.
—¡Sáquennos! ¡Soy autoridad del rey!
—Aquí dentro no hay rey —dijo una voz de esclavo desde el patio.
El fuego subía por las cortinas, por las vigas, por la escalera. El techo comenzó a crujir. Las mujeres que estaban en los cuartos empezaron a gritar distinto. No pedían ya que no les hicieran daño. Pedían auxilio.
—¡Catalina! —oyó una voz desde arriba. Era María, una de las cinco.
—¡Salta por la del baño! —gritó Catalina desde el jardín—. ¡La del baño no tiene reja!
María la oyó. Corrió. Se lanzó. Cayó mal. Se oyó un crack. Se quebró la pierna. Aun así, se arrastró hacia Catalina. Cuando llegó hasta ella, llena de ceniza, la miró a los ojos. No preguntó nada. Lo entendió todo.
Se sentaron juntas en la hierba reseca del jardín y miraron arder la casa.
En el tercer piso, detrás de una ventana alta, Monteagudo se movía como una sombra atrapada.
—¡ABRAN! ¡ABRAN, MALDITOS! ¡SOY VUESTRO AMO!
—Ya no —dijo Catalina en voz baja.
El humo entró en su habitación antes que el fuego. Se vio cómo el hombre se llevaba las manos al cuello, cómo se tambaleaba, cómo trataba de romper la ventana con el bastón. Pero el hierro no cedió. La madera sí. Y cuando el fuego llegó hasta él, ya estaba casi muerto por el humo.
Los demás esclavos, hombres y mujeres, habían salido de sus chozas. Vieron el incendio. Algunos, por costumbre, dieron un paso hacia la casa, listos para traer cubos de agua. Pero al ver la escena —los barrotes, los gritos de los amos, la voz de un cura rogando, el cuerpo de un juez intentando salir— se detuvieron.
No movieron un dedo.
Algunos se persignaron. Otros lloraron. Otros, los menos, sonrieron por primera vez en años.
Una de las viejas dijo:
—Dios ha venido esta noche a Los Álamos.
Después del fuego
Al amanecer, no quedaba hacienda. Solo muros humeantes, vigas caídas y un olor a carne quemada que se pegaba a los pulmones. Del salón principal quedaba una pared negra. Del piso de arriba, nada. En el patio había cuerpos calcinados de hombres que habían intentado saltar demasiado tarde.
Los dieciocho invitados estaban muertos. Monteagudo, también. Cuatro de las seis mujeres esclavas habían muerto dentro; quizá porque estaban atadas, quizá porque el fuego llegó demasiado rápido. Dos habían sobrevivido: Catalina y María.
Las autoridades llegaron desde Sevilla dos días después. Un alguacil, dos soldados, un escribano. Vieron el desastre. Vieron a los esclavos.
—¿Qué pasó aquí?
Catalina, con la cara tiznada, respondió la frase que había ensayado en su cabeza:
—Una lámpara, señor. Se cayó una lámpara en el salón. Todo estaba empapado de vino. Arrebató. Quisimos ayudar… pero no pudimos abrir las rejas.
Los demás asintieron. Nadie dijo otra cosa. Ni los hombres, ni las mujeres, ni los niños de la hacienda. Era como si el incendio les hubiera quemado también la lengua.
El escribano apuntó: “Incendio por accidente. Víctimas: 19. Causa: descuido.”
Nadie iba a investigar más. ¿Quién iba a pedir justicia por terratenientes que estaban en una orgía con esclavas? Mejor dejarlo así. Mejor que pareciera desgracia.
Catalina y María desaparecieron antes de que el caso se cerrara. Una madrugada, con un hatillo al hombro, salieron por el camino de tierra hacia el sur, en dirección a la Sierra Morena. No tenían papeles, no tenían cartas de recomendación, no tenían dote. Pero tenían algo contundente: el silencio de cuarenta y tres personas.
Caminaron días. Durmieron en ventas, en pajares, al raso. Llegaron a una aldea metida entre encinas, de esas donde nadie tiene tiempo de preguntar de dónde vienes si sabes trabajar. Allí se quedaron.
La otra vida
Catalina, la que había visto lo peor de los hombres, se hizo partera. Aprendió de una curandera vieja del lugar. Era buena. Tenía manos suaves y voz firme. A veces, cuando levantaba a un recién nacido y le daba la primera palmada para que llorara, sentía en el pecho una extraña paz, como si cada vida que ayudaba a traer fuera un ladrillo más en la pared que estaba construyendo entre ella y aquella noche de fuego.
Nunca contó lo de Los Álamos. La gente del pueblo solo sabía que había sido “criada” en una casa rica y que había salido huyendo de un amo cruel. Andalucía estaba llena de historias así; nadie necesitaba detalles.
María, con la pierna que nunca sanó del todo, cosía y lavaba. Vivía en la misma casa que Catalina. Eran dos mujeres solas, pero no necesitaban a un hombre. Se bastaban. Se cuidaban. Se dormían oyendo los mismos grillos pero no los mismos gritos.
A veces, en las noches de verano, cuando el viento traía olor a tierra caliente, María la encontraba sentada en la puerta, mirando al horizonte.
—¿En qué piensas? —le preguntaba.
—En que hay cosas que no se apagan —respondía Catalina—. Ni con agua. Ni con años.
Vivieron décadas así. Hasta que el cuerpo de Catalina, el mismo que había soportado la esclavitud y el fuego, se cansó.
Tenía 62 años cuando la enfermedad la tumbó. Para entonces, en la aldea ya la querían. Había ayudado a nacer a medio pueblo. La llamaban “doña Cata”, aunque ella siempre se reía de eso.
María se sentaba a su lado, mojándole los labios, acercándole caldo.
—No te vayas todavía —le decía—.
—Tú me seguiste al fuego, María. Ya has hecho bastante —respondía la otra.
La noche anterior a su muerte, afuera empezó una tormenta. La tierra, tan seca como aquella de 1788, empezó a oler a barro. Catalina, con la respiración corta, miró a su amiga.
—María…
—Aquí estoy.
—Yo no me arrepiento. —Lo dijo lento, como quien pone una piedra sobre algo—. No me arrepiento de nada. Y si me dan mil vidas más… lo vuelvo a hacer mil veces.
—Lo sé —dijo María, con los ojos húmedos—. Yo también.
Catalina se fue así. Sin confesión de cura, sin culpa, sin miedo. Se fue como había vivido: decidiendo.
La enterraron al pie de un almendro grande que había en la entrada del pueblo. María pidió que fuera allí, porque decía que los almendros florecían cuando todo lo demás estaba pelado, y que así era Catalina: flor en tierra dura.
María vivió veinte años más. Iba cada primavera al almendro y le hablaba como si la otra estuviera sentada en la raíz. Cuando murió, los vecinos la pusieron al lado. No había familia, pero había memoria.
Los que vinieron después no conocieron la historia. Solo vieron dos tumbas juntas bajo un árbol blanco de flores. Así que los aldeanos, que no eran poetas pero sí gente agradecida, mandaron labrar una piedra.
No pusieron nombres. Pusieron esto:
“En memoria de aquellas que resistieron cuando no había esperanza,
que lucharon cuando no había fuerza,
que murieron para que otras pudieran vivir.”
Con los años, los niños preguntaban:
—¿Quiénes fueron?
—Mujeres —respondían los viejos—. Mujeres que un día prendieron fuego al miedo.
Y en las noches muy muy calurosas, cuando el viento del sur soplaba como en Carmona, alguna gente decía que el aire traía un olor extraño, mezcla de aguardiente y madera quemada.
Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo pensaban:
Los Álamos Negros no ardieron por accidente.
Ardieron porque una esclava decidió que ya estaba bien.